Mucho se ha escrito y se escribirá, seguramente, sobre poesía española actual y latinoamericana, claves y diferencias de cada una de ellas, como habrá, también, con toda certeza, opiniones y valoraciones distintas, según sea la formación y experiencia de cada uno de los autores o autoras de esas reflexiones acerca del hecho poético de uno y otro lado del Atlántico. El propio cuestionamiento es ya un punto de partida: reconocer que existe una y múltiple poesía tanto española como latinoamericana. En este sentido, ya en el año 2009, en el ciclo “Encuentros 080”, actividad de la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, coordinado por Albert Tugues y como participantes Rosa Lentini y Edgardo Dobry, se afirmaba que, “mientras la poesía española estaba muy arraigada a la tradición que tiene detrás”, la latinoamericana, en cambio, era “más vital, más fresca, con ánimo de experimentar”. La profesora de literatura española y latinoamericana en la Universidad de Montclair de Nueva York y también poeta Marta López Luaces afirmaba, allá por el año 2012, en la revista Tendencias 21 que, “la poesía latinoamericana actual recrea un mundo plural y múltiple”. Han transcurrido algunos años desde estas referencias respecto a la poesía latinoamericana, sin embargo, me atrevería a afirmar, por la experiencia de mis lecturas que, el panorama poético latinoamericano en la actualidad es mucho más rico que el español, por su rigor, el equilibrio entre ética y estética, sus valores formales, su capacidad de fabulación y un lenguaje que ahonda en los orígenes sin perder sus vínculos con la tradición pero apostando por la creación de nuevos horizontes, en los que la soledad y el silencio se convierten en tantos y diversos universos, como tantos y diversos son los poetas que configuran ese particular cosmos de la poesía. La poesía española actual, al menos la más joven, se halla distraída y alejada de la tradición y mucho más atenta al resultado mercantilista de las editoriales y las redes sociales. No obstante, en España, esa dicotomía entre poesía española y latinoamericana tiene un claro reflejo de magisterio en los Encuentros de Poetas Iberoamericanos que vienen celebrándose en la ciudad de Salamanca, que este año cumplen ya su vigésimo cuarta edición, y coordinados por el también poeta peruano-español Alfredo Pérez Alencart. Un premio, el Pilar Fernández Labrador de Poesía y una voluntad férrea de conocimiento, resultan claves para acercar esas dos maneras de entender el hecho poético. Mucho se sabe ya de lo que se escribe y cómo se escribe al otro lado del Atlántico gracias a eventos como el citado, de tal manera que la participación resulta imprescindible para el intercambio y el conocimiento de cada una de esas experiencias poéticas, pero también, no lo podemos olvidar, internet, que a través de las redes sociales han propiciado ese intercambio, así como la posibilidad de comunicación y envío de textos mediante el correo electrónico.
El caso que me ocupa, y que quiero destacar en este espacio es el del poeta mexicano Manuel Iris (México, 1983), radicado en EE.UU, concretamente en la ciudad de Cincinnati. Desde allí partieron hasta tierra almeriense, tres textos de su autoría y que, como anécdota, hasta su recepción, hubieron de soportar un accidentado viaje. Pero por fortuna, aunque con alguna demora, llegaron a mis manos. Ni que decir tiene que esos tres textos, desde el día de su llegada, ocuparon los días siguientes de mi tiempo lector. Leídos primero y dejados reposar luego, para retomar su relectura más detallada después. En ese intervalo de tiempo he reflexionado mucho sobre el hecho poético, me he preguntado mil veces: ¿para qué se escribe poesía?, ¿qué tiene este noble oficio de poeta?, ¿es un modo de rebelarse contra sí y el mundo?, ¿cuál es su verdadera utilidad, si es que la tiene?, ¿qué busca el poeta? Pues a todas estas preguntas he hallado precisa y certera respuesta en los textos de Manuel Iris, tres poemarios publicados en distintas fechas y editoriales: Los disfraces del fuego (Atrasalante, México, 2015), Devocionario (El taller blanco, Colombia, 2020) y Lo que se irá (Dos madres, Ohio, 2021), éste en edición bilingüe inglés/español. Reconozco que su lectura me ha deparado momentos inolvidables, que se perpetuarán en el tiempo, porque adentrarse en la poesía de Manuel Iris ha sido una de las mejores experiencias de estos últimos meses, cansado de tantas poéticas mediocres existentes en la actualidad. Leer a Manuel Iris me ha provocado una conmoción interior, porque del interior nace su poesía, del silencio, en esa búsqueda constante y, ¿utópica?, ¿de la verdad y la belleza? De la nada a lo absoluto. Decía el poeta José Ángel Valente que, “para ascender primero hay que descender”, y, ciertamente, en los versos de Iris se halla ese descenso, que puede ser la nada como esencia del silencio, para luego ascender hasta su propia altura: lo absoluto. Todo es silencio de la oscuridad a la luz en una milésima de segundo.
Sirve de pórtico al libro Los disfraces del fuego una cita de Vicente Gerbasi, donde nos habla de un relámpago, de la oscura nada y de lo que somos: sueño frente a la sombra. Algo que ya anunciaba en líneas anteriores. Pero llama la atención en este poemario, la recomendación del autor para que su lectura se lleve a cabo con la música del compositor estonio Arvo Pärt, de tal manera que para la sección Tintinnabuli (concepto que el compositor sugiere por su parecido al tañer de las campanas) invita al lector a escuchar la pieza Für Alina; para la segunda parte, Los disfraces del fuego, se haga con Tabula Rasa; para la tercera, Fuga, con Kyrie, Berliner Messe¸ y por último, para Réquiem, se vuelva sobre Für Alina. Pudiera parecer banal la recomendación musical del poeta, pero no lo es. Música y poesía son una misma cosa, un ente vivo, que nos acerca a una realidad soñada, nos deja libres y solos, como al principio del mundo. Los primeros sonidos de Tintinnabuli equivalen a los primeros fonemas, al silencio que esconde cada sílaba hasta concluir en una palabra significante y significado. El escritor venezolano Alberto Hernández escribe en la revista Letralia sobre esta obra, Los disfraces del fuego, y Viena a decir que “nuestro autor “juega” a establecer una relación íntima, personal, cercana al silencio como referente del aire, de lo que flota, posiblemente de lo inalcanzable, pero también de lo que se desprende y se destruye”. Es el momento de la creación en sí misma, cuando el poeta se enfrenta al silencio, a su silencio y se precipita en su propio abismo: “Quiero jugar a herirte, mi silencio. // Quiero jugar a que te arrojo piedras, / a que te aviento pájaros y peces, / todo lo que vuela, / y que te rompes, te cuarteas // y caen tus pedazos solamente en ti, / y los recojo y te miro / entero como siempre, / sin que te falte nada”. El poeta busca en el silencio la luz, como esa cortina de seda que deja entrever el movimiento de unos cuerpos desnudos, la transparencia del sueño, el verdor de unos campos, la presencia de la nada: “No eres la luz, sino la transparencia. // Tu desnudez es la otra cara del cristal / de la quietud. // Pero te mueves, andas / mis silencios / nuevos, tu camino / de plateado pez, / de claridad espesa, / de soledad sin horas. // Permaneces”. ¿Cuántos disfraces usan hombres y mujeres a lo largo de sus vidas? Muchos y variados, tal vez: la desnudez, el amor, el silencio, el miedo, los recuerdos, la infancia, el tiempo y la muerte… Así el poeta ahonda en los sonidos de la luz y el amor, y escribe: “Todo tu nombre / galopando en mis arterias como un tambor de luz”, o cuando dice: “Todo el amor es un disfraz desnudo”. // Sólo el amor / es verdadero al tacto”. Y acude a los recuerdos, al territorio de la memoria para no ser olvido: “Porque el olvido es otra forma de ocultarnos, de nacer”, “Todo el olvido es regresar la inocencia, es desdoler. / Todo el olvido se nos queda entre las manos como un / montón de abejas / y reímos disfrutando, sin saber qué pasa”. El ritmo y la cadencia de los versos, las imágenes (“El relámpago, al surgir / muestra las venas del cielo”) o la verbalización (“y amaneces / o te ocasas”), las metáforas y un cierto sentido de abstracción mantienen la viveza del texto. Pero también la materia es un disfraz, como lo es el vientre: “Tu vientre es un disfraz / de música sagrada, de permanente luz”, “Tu cuerpo es una forma de la música. Es el disfraz / de todo lo invisible”; o lo es también la realidad, al decir que “es un disfraz del todo”. Lo que acontece, lo visible y lo invisible, la verdad, pero ¿y la belleza, en qué lugar habita? Para el poeta “Belleza es la evidencia de un lugar / anterior al nacimiento y posterior a la muerte. / La cuerda tensa entre un silencio y otro”, pero también es amor sin condiciones, y añade: “Belleza son los cardos inocentes / bajo la lluvia anciana, / belleza el monte, los cometas, / la galaxia, / tu piel de piel pretérita y futura, / belleza es tu disfraz, / tu máscara de ahora”. Los disfraces del alma, la cotidianidad, una huida continua hacia adelante marca el camino del poeta, su voz es la voz de cuanto existe y vive y nace y muere. Y el poeta entonces se pregunta: ¿Adónde me regresas, muerte mía? // ¿Hubo otra muerte antes de ti, mi muerte?, y se responde: “Hay una sola / muerte natural: el nacimiento”. “No se agotan los disfraces”, escribe el poeta. Y así es. La vida, en su disfraz de muerte, camina en el silencio de la noche y el tiempo. En Los disfraces del fuego encontrará el lector a un poeta excelso y sugerente, que vislumbra la luz en el remanso y la quietud del silencio.
El segundo comentario se refiere al libro Devocionario. Con un sabroso prólogo o preámbulo del también poeta y ensayista mexicano Jorge Ortega nos acercamos al contenido de este poemario. En él Ortega disecciona cada una de las partes que lo integran, de tal manera que como idea central escribe: “Pero, lejos de merodear la sacralidad desde el vértice del arrebato místico o el afán de trascendencia, nuestro poeta tiene en la concreción de la vida el contrapunto de un ángulo de vocalización apremiado por hallar una respuesta, una reverberación, en el dorso de la realidad. Cuestionando lo invisible e incomprensible, el poeta discurre y a veces interroga sin aspirar a una réplica”. Sin lugar a duda alguna, Devocionario sigue la estela del anterior poemario, aviva el fuego del misterio, de la búsqueda por hallar un lugar donde el silencio sea la luz o la nada en sí misma. Iris sabe bien cómo y a qué sabe el silencio, y por ello, se aferra al lenguaje, vive en la palabra el fulgor de la existencia, y con ella, con ellas, camina por la vida como si tras de sí no hubiera sino silencio. La mirada del poeta traduce e interpreta (Traducere). No tiene otro sentido la vida para Iris, y en el conocimiento del mundo y su exégesis después intuye la respuesta final. Luego vendrá de nuevo el silencio (Silentium), y en su fuego interno encontrará toda quietud, para recoger al final del trayecto, ese camino forjado de palabras que anuncian resplandores o se asientan en el temblor de lo invisible, el fruto de lo vivido y sustanciado desde el deseo y la devoción por sentir el huracán de algo incomprensible por indecible, la poesía en toda su pureza, como unión de lo divino y lo humano. Nos invita Iris, nuevamente, a acompañar la lectura de este libro con el Stabat Mater de Arvo Pärt. Para la primera parte, Traducere, el poeta selecciona una cita, muy apropiada para el caso, de George Steiner: “La traducción se halla formal y pragmáticamente implícita en cada acto de comunicación (…) Entender es descifrar”. Escudriña el poeta todo cuanto acontece en derredor suyo, y lo interpreta después de vivirlo. Lo corpóreo necesita ser observado y traducido, las imágenes y los sonidos, todo en su abismo de silencio aporta al poeta una mirada nueva: “(Amar es traducir)”, escribe el poeta. Pero necesita más, el poeta necesita sentir que fluye la sangre y que el amor se hospeda en ella: “Poner la oreja en tu muñeca y escuchar un río. Yacer sobre tu / pecho y oír tu corazón repitiendo te amo, te amo…y presentir / el silencio. Poner la oreja en tu vientre y escuchar la maquinaria / del mundo, la vida siendo hecha. Recostarme en tu espalda y / escuchar el aire que alimenta el fuego, que sostiene pájaros. // Callar sobre tu sexo y escuchar la apertura entre el silencio y la piel, / la eternidad y la muerte”. Para la segunda parte del libro, Silentium, Iris se vale de esta cita de de Thomas Merton: ¿Quién / eres tú? ¿El / silencio / de quién eres / tú? Y a manera de síntesis, de conclusión o como respuesta a la pregunta Iris responde de forma contundente y brillante: “No en lo blanco de la hoja, sino detrás de la tinta / está el silencio”. Es ese temblor de la palabra el fruto de una revelación, de un abstraerse en caída libre hacia el abismo lo que distingue al poeta, que añade sabiamente: “En la otra cara de la piel está. // Es el envés del amor, / su reverso es la música. // Por dentro de los párpados / devela su escritura. // Detrás de la palabra, / en la palabra misma / puede revelarse”. Devocionario, que da título al libro, es la tercera y última parte del poemario. Y como no podía ser de otra manera nos introduce en ella con estos versos de San Juan de la Cruz: “Su origen no lo sé, pues no le tiene, / mas sé que todo origen de ella viene, / aunque es de noche”. La oscuridad como espacio natural del silencio, de lo trascendente. De ahí que Iris desee que su religare sea esencialmente más humano, que la poesía sea contemplada como fe que trasciende e ilumina los actos cotidianos. En los poemas que contienen esta parte: Jaculatoria, Letanía, Misterio Nuestro, Salmo 25, Salve Regina, Acción de gracias o Plegaria, entre otros, manifiesta el poeta esa fe en lo humano, que no es sino poesía, que no es sino silencio, como este poema que en sí mismo lo representa (Misterio nuestro), de tanta similitud con el rezo del Padre Nuestro cristiano: Misterio nuestro, / hermano del silencio: / jamás revelado sea tu nombre. // Venga a nosotros tu dispersada calma. // Hágase música tu voluntad / en el alma y la piel. // Danos hambre de ti. // Perdona los poemas / que pretendan revelarte. // No nos dejes caer / en nuestras propias metáforas / y líbranos, Silencio / de cualquier certeza.
El tercero y último de los libros merecedores de este comentario es The parting present / Lo que se irá, traducido al inglés por el propio poeta, y revisado por el también poeta irlandés-americano Kevin McHugh. En un bello y emocionado preámbulo Iris escribe: “Hija, este libro ha nacido alrededor tuyo (…) Lo escribí porque, mientras compongo estas líneas, el mundo es un lugar muy triste, pero ahí eres feliz. También lo escribí para que no estés sola, para que mi voz —después de mí— continúe diciéndote te amo. Te lo doy con estas palabras de otro padre a su hijo: espantado de todo, me refugio en ti. Te quiero siempre, Papá”. Con esta inmensa declaración de amor se abre el libro. Nuevamente el poeta nos hace reflexionar desde su atalaya de soledad y silencio sobre el hecho misterioso de la vida. Iris conoce bien el territorio de los sueños, también el de la cruda realidad, pero sabe que cada día en el despertar se halla un nuevo horizonte, un hilo de esperanza con la que seguir el sendero. Las palabras descienden para luego retomar el vuelo hacia la altura del cielo, y ser pájaro o nube, lluvia o fuego, es el destino del poeta. En este sentido, Katia Rejón Márquez, escribe en la revista mexicana Carruaje de pájaros: “Porque Manuel Iris en Lo que se irá resignifica las palabras amor, milagro, poema. Son palabras migrantes, que se instalan en un espacio y en un idioma distinto. Y ahora suenan y significan cosas diferentes”. Ciertamente nuestro poeta siempre anda a la búsqueda de la palabra exacta, de aquella que exprese lo absoluto de la nada, su silencio último, para crear un universo en el cual el poema en todo su significado sea como un fulgor, inocencia y quietud, tiempo de amor y muerte. Y así escribe: “Para que brote el silencio / abre su herida el poema”. Iris se aparta de la poesía fácil, contempla cuanto a su alrededor vive y luego en un canto invariablemente humano sacude las conciencias, invoca a la Naturaleza como Madre tierra y escribe, escribe desde dentro, muy adentro. Decíamos al principio que en los textos de Manuel Iris encontraríamos respuestas. Así, las razones de por qué escribe quedan patentes en las siguientes líneas, extraídas de la revista Latin American Literature Today “Escribo desde ahí: frente a la luz de esa misma pantalla en la que a veces convoco al silencio, en la que busco que también sucedan la lentitud y la contemplación. El resplandor que cae sobre el teclado y la percusión del texto que nace son mi manera de danzar frente al fuego, como lo hicieron los primeros poetas, cuando apenas empezaban a inventar el lenguaje. Escribo, imagino: veo la tradición literaria como una enredadera con un ancestro común: el deseo de traducir el silencio, de decir lo indecible”, y añade, respecto a ese silencio: “La guardia del silencio es uno de los tallos de la poesía contemporánea, el más urgente, y el que más me interesa. Entiendo, por supuesto, que hay poetas que confían todavía en su vocación de líderes y que quieren mantener su aura de iluminados, pero son la excepción, no la regla”. La poesía testimonial en Lo que se irá se muestra con clarividencia. La hija no nacida es el trasunto, y con esa idea previa trabaja el verso, piensa la vida y traduce sus silencios, porque él es Testigo principal de cuanto acontece, de esa danza primera en el vientre materno: “Está bailando tu hija, dice mi esposa / y se toca la barriga. / Desde hace varios meses / soy testigo de lo que sucede ahí, / debajo de sus manos. / Mi esposa es una casa dentro de mi casa / y yo estoy fuera de mi propio corazón. Seguro está contenta, dice. / Y yo sería capaz de renunciar a la poesía / a cambio de tener dentro de mí a mi hija, / de sentir la danza que las une / a todos los principios”. De ser justo tendría que hablar de cada uno de los poemas, pero ante tal posibilidad abrumadora y quizá cansina para el lector, me acomodo a la luz de algunos versos más, de algún breve comentario imprescindible. Lo que se irá es resultado de un abismarse continuo, de un caer lentamente hasta insospechadas simas para luego levantar el vuelo hacia la altura cósmica y absoluta de cuanto respira vida, un himno al amor. Sí, al amor, a esa palabra que tantos denuestan y aborrecen, por entenderla excesivamente espiritual o mística, banal o de cierto tono sensiblero o cursi. Sin embargo, Manuel Iris la enriquece con sus matices, en esa búsqueda por conocer el misterio de las cosas, la magia que se esconde tras su imagen, por saber que en los asombros fluye la última razón de la existencia, y que bien pudiera hallarse en ese amor que el poeta testimonia a su hija: “todo está a la vista / si prestas atención / a las cosas pequeñas. Hay más verdad en un abrazo que en un libro. (…) Ahora que el mundo / es completamente nuevo / te regalo, también, / estos dos amuletos / para que puedas guardarlos / o llevarlos en tu pelo: El silencio es la música. / Te amo”. Pero Manuel iris también ama la poesía, tal vez como otra hija que el silencio traduce y convierte en grafías que vuelan por el incandescente blanco de la página o la pantalla: “Mi hija se duerme sobre mi pecho / y el poema de silencio se completa”. Este libro tiene mucho de ese sumergirse en la poesía, en su significado, en su invisible universo, en su dolor de madre y de frontera, de exilio y soledades, y que de alguna manera podría resumirse en estos versos pertenecientes al poema El idioma de la casa: “…Últimamente / tengo miedo de los meses / porque tú has nacido aquí, / en este sitio, en este idioma / en el que soy un extranjero // y yo quiero / vivir dentro / de tu mundo, / del idioma que tendrás, / de tus palabras. // Me da miedo / que conozcas / la imposibilidad de pertenecer. // Pero te harás tu patria, como cualquiera. // Si te preguntan de dónde eres / diles que has venido del corazón de tu padre, / de un corazón / que aprendería cualquier idioma / para hablar contigo”. En este diálogo padre-hija se anuncia, también, el calor de lo que humanamente importa, como un lamento que demanda el grito en ocasiones, la presencia de una mirada solidaria y fraterna respecto “al otro” que soy “sin mi yo”. Trasciende la palabra entonces que cruza ríos y fronteras en la búsqueda de la existencia, del sosiego y la dignidad humanas.
Y escribe Iris, desde el silencio de la luz que lo conmina en esa otra tierra fronteriza, la Canción de los que migran: “Migrar es regresar / a lo que nunca hemos tenido: / a la esperanza. / Y usted, que vino del silencio / y va camino a la muerte, / que vive en una lengua / ajena y propia / como el cuerpo, / que busca el pan y el amor / como cualquiera, / que gusta / del olor de la lluvia / y la danza del fuego, / que se ha sentido solo / y que tampoco sabe por qué / vino a nacer / precisamente aquí, / ¿de verdad piensa / que no es un migrante? Estos son los mimbres de la excelsa poesía de Manuel Iris, poeta del silencio, ese que nos abraza en la quietud de las aguas y acaricia el sonido de la noche para saberse libre. Si tienes oportunidad, amigo lector, de acercarte a los textos poéticos de Manuel Iris, no lo dejes para luego, adéntrate en sus silencios y déjate llevar; abre puertas y ventanas y deja que su música, con su multiplicidad de variantes te abstraiga del mundo. Solo así hallarás la verdad y la belleza, de la poesía, que en la escritura de Manuel Iris es, la música en sí misma del silencio.