
La Palabra Muda
Después de
tan huera poesía actual y tantos presuntuosos poetas como existen en este país
uno se siente aliviado cuando alguien, desde adentro, en comunión perfecta con el
alma o el espíritu, la emoción o la substancia, la esencia o los orígenes, el
corazón y la inteligencia, es capaz de transformar todas las visiones posibles
que del hombre se puedan tener con solo la palabra, “La palabra muda” que no es
ni está, porque el poeta, abducido por la palabra trascendida “la palabra sin
palabras” ha sido capaz de crear y recrear cuanto acontece y es no siendo, y
viceversa, el ser humano, constructor de un verdadero universo de la conciencia
, tan impropia en estos tiempos que corren. La mirada del poeta es tan amplia,
tan abarcadora que no hay ser en el mundo que llegue donde llega él.
Nadie que
sienta como siente él la sangre y la piel del otro, los huesos y el dolor del
otro, la muerte de todos los muertos de la tierra, los otros todos en su alma
toda. Casi transfigurado, mudado de su yo y convertido en otredad, el poeta
socava en la naturaleza humana. Detenido el tiempo, huérfano entre tanto
desamor, la rutina de los días se propaga y nos apresa, sutil y silenciosa. Pero
nunca el olvido, bien lo sabe el poeta que regresa una vez y otra a los
recuerdos, a la memoria de un tiempo gris, desvaído. El último poemario de
Antonio Enrique (Granada, 1953), “La palabra muda”, en una bellísima edición de
“El Gallo de Oro” es, por definirlo en una sola palabra, estremecedor,
verdaderamente de una conmoción inusitada, de principio a fin. No hay un solo
poema, de los 22 que integran el libro, un solo verso que no nos haga pensar y
emocionar hasta el punto de producir en nuestro interior un estertor, una
convulsión tan exageradamente humana como poética. Veintidós poemas como
veintidós son las letras del abecedario hebreo y un epílogo componen este texto
difícil de olvidar después de su lectura. Poesía en estado puro, casi dictada
verso a verso en una suerte de éxtasis, de levitación interna. Visiones de un
realismo tal que nos aproximan al verdadero ser del hecho poético, sin
maquillaje alguno que distraiga de su esencia como tal, sin impostura.
Aleph,
la primera letra del abecedario hebreo, resume lo que podría o puede ser el
final de todo, el holocausto, el horror: «El horror es lo que no se cansa, / lo
que nunca deseperaq ni se entretiene. / El ruido vayas donde vayas / y el
zumbido que queda cuando cesa. / Los muros del mar recorriendo el mundo. / Un
espejo que te mira / y te sigue mirando / cuando ya te has ido. / Lo que nunca
muere pero mata. / Lo que mata sin que mueras». En esa mirada a la Historia el
poeta es todos los hombres del mundo, porque como dice el filósofo Emilio Lledó
«Más duro que la muerte es el olvido. Éste podría ser el lema que sobrevuela
los orígenes de la cultura europea. […] Ser inmortal era parar el río de la
vida, cuyo ser es, precisamente, fluir».
Es precisamente la poesía lo que fluye por las páginas de “La palabra muda”, la
voz de los que no fueron sino muerte en las aguas del Danubio a su paso por
Budapest: «Quedaron así, como los dejaron / cuantos hubieron de descalzarse:/ de cualquier manera, / a la
orilla del río de la muerte. / Quienes los calzaron ya no están. / Los
obligaron a arrojarse. / Habitaron el horror». El poeta se desnuda, se
convierte en esqueleto, en sangre y piel, en despojo humano para sentirse
humano y vivo ante la devastación y la muerte: «Y la carbonilla cayendo del
cielo, / la del tren no, la de los hornos […] Llueve sobre la luna carbonilla /
de los calcinados. / Se posa sobre los hombros la ceniza / y se respira las
almas que ya no vuelve». Todo se ha convertido en vacío, la tierra toda grita
después de silenciar el gas la humanidad entera: «Grito como este no lo hay /
desde el comienzo del mundo. Se abrazaron, no sabemos más; nadie hubo nunca que
lo supiera. Que llovía gas. Que el agua lo era de muerte». La guerra, el hambre
y la usura, el poder enloquecido, alimaña que oscurece el día, la piel y los
cabellos de las mujeres; el terror y el miedo, una escalera por posesión: «No
tengo yo padre ni madre. / Esa escalera es lo único que tengo, / ya sólo queda
arrojarme al vacío». Nadie como el poeta, el verdadero poeta que abrigan estos versos
para hablar en nombre del amor, de ese que parece no cabe ya en la tierra: «Lo
que yo amo de ti / son tus huesos. / Es tu cuerpo y lo más interno / de tu
cuerpo, / allí donde nace tu saliva, / tu sangre, la luz con que miras / el
mundo, la vida y hasta mí mismo […] porque tú y yo vamos a morir, / pero tus
huesos y los míos / seguirán amándose / y propagándose / más allá del humo y
del mundo / y de la nada». Y después del amor, más amarga la vida que acontece
en el campo de exterminio: «Los crematorios estaban allí… Un diluvio de
lágrimas sin sal, / para que no chisporroteen. / Para extinguir tanto fuego /
como asaba las almas».
El poeta ha querido dejar aquí su testimonio de un
tiempo atroz para que nunca sea olvido, porque este es un canto del horror humano
(recordando a Blas de Otero que dejó escrito: “Esto es ser hombre: horror a
manos llenas”) y en é la poesía es el vuelo necesario hacia la luz y el alma:
«Horror es la palabra muda / porque nada puede definirla. / Excede a lo que
dice. / Pues lo que dice es el regreso / a la nada, el maldito descenso / a lo
que es, sin que pueda serlo. / Horror es
la palabra sin palabras». Un gran poemario, “La palabra muda”, y un gran poeta,
Antonio Enrique, que renueva la fe en la verdadera poesía, capaz de conmover
y perturbar.
Autor: Antonio Enrique
Editorial: El Gallo de Oro (Bilbao, 2018)