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AGUADULCE ( y III)

Aguadulce, calma luminosa. La otra Aguadulce, la desconocida, la ausente y deseada, la enigmática y hospitalaria. La otra, la que retuvo en su retina el intelectual, el arquitecto, el político, el socialista Gabriel Pradal. La otra, la vivida en el silencioso barranco de las Adelfas junto a sus seres queridos. La otra, aquella que habita en la memoria, y se engrandece con la distancia del exilio en Toulouse. O aquella otra de La Franqui Playe que gozara Kalinka Pradal, tan parecida a la suya, la de siempre, la soñada en las noches de invierno, la que ardía en su corazón y en su garganta, la del barranco de las Adelfas de Aguadulce. La que nunca olvidaron desde la Francia del exilio y la desolación, la soledad y el olvido. La mar de los juegos y el pensamiento, la que arrebata la vida en la distancia, siempre la Mar, con mayúscula, la Mar del Sur, su Sur, aquel que diseñara con columnas de sueños y arquerías de esperanza. Y en ella, Aguadulce de nuevo, como grito que se rebela contra tanta estultucia, contra la sinrazón del poderoso cemento y el súbdito ladrillo. Aguadulce en los labios encendidos de la palabra serena, solidaria. Aguadulce en Pericles, Pradal, y viceversa, como un fuego que nace en los acantilados, en las olas y en su cresta se eleva hasta alcanzar el paraíso de todos, antes que el suyo propio.

AGUADULCE (II)

Aguadulce en el sueño. En la altura de un faro que mira a todas partes, como un enorme cíclope. Aguadulce y sus silencios, desconocidos para la gran mayoría de sus habitantes, preocupados por alcanzar la cima de Narciso. La voz del Agua Dulce que el manantial abisma por la escarpada roca, por el barranco. Un lugar donde el tiempo se pierde entre los dedos, sigilosamente, de puntillas. Aguadulce de los sonidos del mar y la soledad de sus playas cuando sus hombres y mujeres paseaban por su orilla lenta y tímidamente, como el que no quiere molestar... Ahora otras voces llegan hasta mi estancia y me hablan al oído para que la noche no delate nuestro secreto, el enigma con el que sellamos un pacto de sangre que tendría que durar ya toda una vida. Ahora que la oscuridad invita a vivir apasionadamente, como un loco que deambula sin rumbo, beodo de estrellas y sueños. Navegante en tierra firme.
Aguadulce en el sueño. Aguadulce en la espera, creciéndose después de haber jugado con las sombras del Barranco de las Adelfas, paraíso, cielo, Jardín de jardines, idílico paraje para vivir sueños y quimeras.
Aguadulce en la alborada, bajo la luz marina del Mediterráneo, viva. Aguadulce en la memoria y el exilio.
Aguadulce trémula en los ojos, en la mirada del joven Gabriel Pradal, en el grito y la desesperación, en las calles de Toulouse, en su humilde casa y en su gran corazón. Aguadulce desterrada y sola. Aguadulce sonora en la palabra justa, libertaria, solidaria, hermanada a la causa, brillante, hospitalaria.

AGUADULCE (I)

El tiempo no pasa en balde. Los años se suceden con la rapidez del rayo, y cuando quieres darte cuenta los días se han convertido en años. Ahí es nada. Y los años en décadas, y así los recuerdos te llegan desde la lejanía más dramática. Tiempo atrás, quizá dos décadas, pisé esta tierra, este lugar de playa y sol, abiertas ya sus puertas y ventanas de par en par para el turista. Sin embargo, todavía en aquellos ya lejanos años, Aguadulce guardaba el sabor de las aldeas o pueblos marineros, el perfume salino y la luz azulada del mar que baña sus orillas. Sólo afeaba el paisaje, unos gigantes de hormigón y ladrillo que se levantaban muy cerca o medianamente alejados de la playa. Una carretera, hoy convertida en un sucedáneo de bulevar, dividía el norte del sur, a los ricos de los pobres, por decirlo de una manera gráfica. Hoy, veinte años después, esa misma diferencia está más acentuada, si cabe. El poder municipal lo ha hecho posible, distinguiendo a los unos y olvidando a los otros. El egocentrismo de los nuevos ricos del norte -médicos, docentes, funcionarios, etc.- ha marcado un antes y un después. Las pistas de padel han absorvido a los espacios deportivos públicos, practicamente abandonados a su suerte. Las grandes casas se pavonean en el paisaje ajardinado de sus miles de metros cuadrados.

Una fiebre constructura ha deteriorado en pocos años lo que tanto le costó mantener a la propia naturaleza. La inexistencia de zonas verdes y deportivas es un drama que el paso de los años recordará a las generaciones venideras. La destrucción de los acantilados por el fervor ciego en el devastador ladrillo pasará factura un día no muy lejano. Demoledora la fotografía de las viviendas en las faldas de la autovía, y así todo un rosario de sinsentidos, de analfabetismo urbanístico y político de quienes abusan del poder otorgado por sus habitantes.

Si venimos de Almería el espectáculo está servido, pues después de atravesar un escenario impresionante de túneles, cornisas, paredes verticales y fortísimos escarpes que se adentran en el mar, llegamos a Aguadulce. Mas tampoco la carretera del Cañarete, que así es como se conoce, presenta ya estas condiciones naturales. Poco queda, pero confieso que, para mí el fulgor de amaneceres en el trayecto que me separa de Almería. No hay nada más bello que un amanecer marino. Menos mal que, por ahora, nadie puede apropiarse de este maravilloso espectáculo natural. En algo tendría que salir favorecido, después de todo, yo también pago mis impuestos puntualmente.