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70 MENOS UNO. ANTOLOGÍA EMOCIONAL DE POETAS ANDALUCES




70 MENOS UNO

ANTOLOGÍA EMOCIONAL DE POETAS ANDALUCES



Es cierto que la poesía no goza del beneplácito mayoritario de los lectores, que prefieren la novela o el relato. Esa misma mayoría de lectores achaca su desinterés a la dificultad para comprender los textos poéticos, con el consiguiente esfuerzo caso de aproximarse a ella. Si tenemos en cuenta que en la sociedad actual el esfuerzo ha sido suprimido de la formación integral del individuo y sustituido por una constante servidumbre a lo frívolo y anodino. Sin embargo, y a pesar de todas estas circunstancias, la poesía está ahí, fervientemente viva, gracias a la resistencia impagable y la férrea voluntad de sus creadores, también de sus valedores, como en el caso que nos ocupa del antólogo, poeta, escritor y ensayista occitano Antonio Enrique que, junto a los poetas también Rafael Ballesteros y Juan Ceyles, han hecho posible la edición de este hermoso volumen, “70 menos uno. Antología emocional de poetas andaluces”, que viene a ocupar un lugar destacado en el conjunto de las antologías de poetas andaluces publicadas hasta la fecha. Y viene a ocupar ese lugar preferente porque se trata de un «original proyecto literario que tiene en cuenta un texto poético dentro de su contexto personal». Encomiable trabajo este que agrupa a 70 poetas (69 vivos y uno fallecido durante el tiempo de elaboración de esta antología: el poeta y profesor Rafael de Cózar). Esta es una antología de poesía emocional, en la que se dan cita las más variadas voces poéticas de Andalucía: cuatro nacidos en los años 20, diez en los 30, dieciséis en los 40, veinticinco en los 50, diez en los 60 y cinco en los 70. La respuesta de una buena parte de los poetas andaluces está contenida en este libro, cuya razón de ser es la “emoción” como particular reclamo, y así se entiende cuando se afirma: «la emoción transforma; es el motor de todo acceso placentero, de toda catarsis y plenitud sensorial». Conviene resaltar y así lo afirma el antólogo que: «Los poeta aquí encartados son de todos los caracteres y temperamentos, ideologías y corrientes estéticas…Diferencia y Experiencia ya no se enrocan en posiciones inamovibles, sino que se observa lo que ha de ser: el juego en el tablero, el intercambio de piezas, el trueque de posiciones; y es esto beneficioso para la salud de la literatura». 

Dada la imposibilidad técnica (falta de espacio) para reproducir todos los poemas contenidos en esta antología, transcribiremos sólo algunos fragmentos del mayor número de poetas participantes, a manera de muestra representativa. De los poetas nacidos en los años 20 reproducimos este del cordobés José de Miguel: El libro esculpe, fija, proclama y eterniza / la cálida palabra, / la fecunda palabra, / la creadora palabra, / la Palabra, / quizá el mayor presente / que a los hombres los dioses concedieron. / Al principio fue el verbo», o, este otro del poeta almeriense Julio Alfredo Egea: « No encontrarán los seres / camino de regreso, / ni ya nunca será posible el pájaro, / ni la mano desnuda sobre la mano herida, / ni agarrarse a una rama de paraíso / cuando el Ordenador tenga voz propia, / salga de la oficina y del laboratorio / a decretar la Muerte… / Y Dios… ¿se hará el distraído?; de los nacidos en los años 30 nos quedamos en este del poeta granadino Rafael Guillén: «He venido sin flores y sin luto. / He venido a fumarme este cigarro / delante de tu muerte; / solamente un cigarro, por aquello / que fue una gran borrasca de ternura»; pertenecientes a los años 40 señalamos al poeta gaditano Antonio Hernández: «He entendido por fin / que escribir es amar / sin amor que te bese. / Comprendo que la luz / solamente se enciende / cuando se va apagando»; para los años 50 la voz del poeta malagueño Francisco Ruiz Noguera: «Con tan breve equipaje / trabaja la memoria, / maestra en levantar / -a base de un desorden de retazos- / un retablo de humo / sobre el fondo de sombras / que dominan las piezas del olvido», o, este otro del poeta Rafael de Cózar (Tetuán 1951-2015): «Qué puedo decir de ti si ya no queda / ni un mínimo rescoldo en la penumbra / del fondo acristalado de mi copa…»; de los nacidos en los años 60 destacamos al poeta onubense Manuel Moya: «y saber que la vida, toda vida, cabe en esto, / en una mujer desnuda escribiendo un poema, / en unos dedos que nunca se cansan de ser dedos, / en la harina de estas letras torpes / manchadas de dedos y de vida», y, para cerrar esta muestra, perteneciente a los años 70, estos versos del poeta Vicente Luis Mora: «Arrójate al vacío, crea mundos, / convierte en ser la nada que te aguarda. / Así debiera ser la poesía, / así debiera ser / el último poema: / hacia delante, nada: todo en blanco». Una antología que nos permitirá conocer la poesía emocional de “70 menos uno” poetas andaluces de hoy. 
 

Título:70 menos uno
Antólogo: Antonio Enrique
Autor: VV.AA
Edita: El toro celeste y Fundación Unicaja (Málaga, 2016)

La insistencia del daño. Fernando Valverde



LA INSISTENCIA DEL DAÑO



Otro tiempo y otro espacio es preciso para la poesía, otra alma. Huir del hermetismo y la ambigüedad, de ese abismo al vacío en el cual se había convertido en los últimos años, fría como un témpano de hielo, superficial en su forma y en su fondo, disfrazada de modernidad, era una cuestión ineludible. La poesía es un viaje continuo a lo desconocido desde el conocimiento y la emoción, un viaje que ha de vivirse y sentirse dentro muy adentro, que nos ha de producir el más grande de los temblores, que ha de desangrarnos hasta el desfallecimiento. La poesía es la palabra trascendida, rebelión, ese despertar a la vida después de la oscuridad y los silencios, y por eso fluye en las venas y late el corazón acelerado. Nada se le opone, porque es vuelo, profunda ensoñación, otredad, un camino hacia la nada y el todo, misterio, magia, luz de luz, de tal manera que el poeta no puede ser ajeno al mundo en que vive, separarse de él, mirar hacia otra parte. Solo la palabra poética como arma para transformar el mundo, desde el dolor y la herida. En este sentido, Ana María Matute escribe: «El escritor, para hablar del ser humano, tiene que conocer lo que es el dolor, saber lo que son las lágrimas». Quizá nos hayamos alejado excesivamente de esa concepción humanista de la escritura, de ese profundo sentimiento de vivir en el otro, y de ahí que hoy el hombre viva en una incertidumbre continua. Fernando Valverde pertenece a esa generación de “poetas de la incertidumbre”, convertida en movimiento poético que proclama una poesía más cercana de lo humano, capaz de conjugar emoción y pensamiento. Su último poemario “La insistencia del daño” es una nueva aportación a esa manera del entender el mundo, la poesía, la vida. Para el también poeta Luis Alberto de Cuenca “alegría y dolor, exaltación y melancolía son los dos polos sobre los que gira la esfera de la creación poética”. El poeta, como creador, ha de dirigir la mirada al mundo que le rodea, sentir y vivir en los demás, ser el otro. Y en este poemario uno puede apreciar que la palabra se alía con la emoción para construir unos poemas que aroman y saben a verdadera poesía, esa que es asombro y mágica luz, y que hallamos ya desde el comienzo, en los versos contenidos en “Babel”: «Seiscientos mil pulmones serán aire podrido / en las calles de Delhi, / después serán el fuego y la ceniza, / ascuas sobre los ríos, / restos de carne y muerte que camina hacia el mar / en busca de otras bocas. / Todo sucede al mismo tiempo». El poeta vive en él lo que sucede y su voz es el eco amplificado del dolor anónimo de la muchedumbre. Ha comenzado el camino y ya no puede detener su paso, ha de adentrarse en la piel de la vida y la muerte para sentirlas en toda su plenitud, también cuando se simboliza en el mal (Ratko Mladić conversa con la muerte): «Ratko Mladić ya sabe / que tampoco la muerte va a respetarle a él, / fiel domador de ejércitos, / general de sus sombras», cuando camina al encuentro de Ernesto en el hospital de Malta: «un joven atraviesa la hierba en una silla, / ahora dice tu nombre / como quien busca alivio en medio del dolor, / allí fuiste a morir / con los ojos abiertos», y cuando se hace voz en la voz dolorosa de otro poeta: «Izet Sarajlić mira la forma en que la lluvia / es una puerta abierta hacia el dolor, / el recuerdo de un nombre o de un jardín, / una ventana al este que un día fue una casa. […] Él sabe que está muerto, / nadie conoce aquello que le hace sufrir»; poemas todos pertenecientes a la primera parte del libro, “Cruces y sombras” que se inicia con unos versos esclarecedores de Blas de Otero: “Madera dulce de la luz: estría / triste del día que se va. Nos vamos”. En la segunda parte, “El viaje del mundo”, el poeta vuelve a ser voz y amorosa entrega con el poema “Celia” (incluido en la recientemente publicada en la antología “Humanismo Solidario. Poesía y compromiso en la sociedad contemporánea”), sinfónica obertura, primigenia aurora: «No conoces el mar, ni el barro, ni los árboles, / pero ya eres un bosque por el que pasa un río». Pueblan la parte tercera del libro, titulada “La tristeza en los mapas”, una serie de poemas breves, precedidos por una cita del poeta Luis Rosales, “La tristeza es anterior al hombre, es la tierra del hombre”, que constituyen todo un itinerario poético por distintas ciudades del mundo, una herida abierta, esa tristeza que invade los hogares en este tiempo de olvido y soledades. Y así lo expresa, por ejemplo, en el poema (San Salvador): «Hoy sé que la esperanza / es el miedo / con los ojos vendados» o en este otro (Levizzano): «Los tristes nunca llenan de luz las estaciones / pero miran la luz / con la cadencia lenta del que sabe / lo que dura la noche». De la última parte, “La luz no llegará viva a mañana” destacamos el poema “El Daño” –su insistencia-, que viene a ser corolario de esta singular obra, y de aquél, estos versos: «Porque tal vez la vida no nos perteneció / y se fue consumiendo / como todas las cosas que hemos creído nuestras / y son parte del daño / que dibuja las líneas de la historia / derribando ciudades con sus muros». Poesía verdadera, sin duda, la del poeta granadino Fernando Valverde.





Título: La insistencia del daño
Autor: Fernando Valverde
Editorial: Visor (Madrid, 2014)



Duermevela. Eduardo García

DUERMEVELA

“Duermevela”, con el que obtuvo, merecidamente, el XXXV Premio Internacional de Poesía “Ciudad de Melilla”. Brasileño de nacimiento (S­­āu Paulo, 1965), Eduardo García es uno de los poetas más sobresalientes del actual panorama poético español, y “Duermevela” es un buen ejemplo más en su brillante trayectoria.

Mirar hacia el infinito de uno mismo para encontrar otras miradas y otros sueños, abismarse en las procelosas aguas de la poesía para sentirse vivo en el otro o adentrarse en la herida para saberse herida es, tal vez, la razón del ser, latente en el poeta que vislumbra a duras penas, en el sueño interrumpido y fatigoso, ese estado de duermevela continuo. La voz, otras veces silenciada, emerge entonces de las entrañas de la tierra y crece día a día; es la voz del poeta sobrevolando la ciudad en un tiempo nebuloso, lo es cuando se transforma, se siente trascendido, y escribe: «Me gusta pensar que el tiempo impregna la mirada, que los sueños de un hombre son hermanos de sangre de los de sus contemporáneos. Ojalá mis visiones, lector, también pueblen tus sueños». Este es el deseo del poeta Eduardo García, en su nota final al poemario

La poesía concebida como un viaje interior –intimista- hacia la nada de un mundo que el propio poeta va creando en la soledad de los días, como un leve rumor que trasciende en la palabra escrita, esa que siempre es vuelo y noche, y sueño interrumpido:

«Escribir un poema es pedirle el teléfono a una desconocida,
/ arrancarle una hoja a un árbol extraviado en un jardín con
/ vistas al futuro / o jugar con palabras a la ruleta rusa,
/ una vez iniciada la partida no hay vuelta atrás,
[…] con la palabra no hay trampa ni cartón, ni es prodigio al
/ alcance del simple ilusionista,
/ todo sucede en el cuadrilátero de la página, pero no hay
/ árbitro, ni campana que dé fin al combate,
/ el contrincante se aloja en nuestros huesos».

La palabra es el frontispicio con el que el poeta Eduardo García nos invita a acompañarle en su singular “Duermevela”. El poemario consta de cuatro partes: “Encuentros”, “Rituales”, “Duermevela” (que da título al libro) y “Pasadizos”. El tiempo habita el recuerdo del poeta y así nos invita en la primera parte a un “banquete desierto”, donde el juego mágico de las palabras hierven a borbotones:







«Las legumbres sollozan
/ tanta ración sin pan días tras día,
[…] Mamá llama a comer, quizá es domingo,
/ queso rallado a discreción
/ esmaltando la pasta y el tomate,
[…] ya nada sabe igual, la cocinera
/ se disolvió en el mar, polvo en la espuma»,

la nostalgia es un temblor, un eco, un nuevo despertar de la materia, una canción o unas manos que sienten la fuerza de la vida:

«Mis manos son la puerta entornada al espacio,
/ la frontera entre el gozo y las hostilidades,
/ Mis manos son el puente que conduce a tu piel
/ y a la piedra cansada de las cosas».

Pero el poeta sabe que la vida es un ritual y que lo cotidiano refulge como un diamante en la oscuridad de una gruta, que es luz de amaneceres:

«Si una boca se posa en unos labios,
/ tan dulce y lenguaraz, tan clandestina,
/ puede ocurrir de pronto, a la carrera,
/ que amanezca en lo hondo de una gruta»;

esa chispa cotidiana del tiempo en ”Ritual del reloj”, del desaliento en “Ritual del periódico”, del vacío en “Rumbo a nada” o del positivismo en “Ronda del sí” («digo sí por el sí es la luz primera, / la espontánea eclosión, el resplandor, / callo el no porque el no seca mi cauce, / digo sí porque el sí me desemboca»), surge del horizonte en arcoíris. La brevedad de los poemas contenidos en la tercera parte “Duermevela” contrasta con la forma versicular de la última parte, “Pasadizos”. La fatiga y la interrupción continuada del sueño –duermevela- del poeta se hace verbo y nombres, palabra que otea el universo, el cosmos entero, y es “Firmamento”, “Eco” («Todo lo roba el tiempo. / Pero nos deja su eco, prendido en las palabras»), “Páramo y pájaro”, “Insomnio”, “Telón”, “Polvareda”, “Frío”, “Clamor”, “Precipicio” o “Grito” («Este grito encallado / ha roto la barrera del sonido»). En la cuarta y última parte “Pasadizos” el poeta se rebela ante sí mismo y la realidad que habita, la palabra se desata y parece no querer acabar nunca en la página, es como un terremoto que sacude el alma, un rayo que todo lo devasta y arrasa, nada ya puede interponerse en el camino elegido, y así escribe:

«Me estoy muriendo un poco cada día,
[…] vivir, a fin de cuentas, es un proceso irreversible,
[…] me he muerto un poco más que de costumbre,
/ la cuestión /
es cómo hacer ahora, sin reparar en bajas,
/ para sobrevivirme».

Es el dolor que se clava en el corazón amigo, se perpetúa en “Anónima voz”. Incluso asiste el poeta a la “Rebelión de los números”:

«Ya no cuadran las cuentas,
/ se sustraen los sumandos, se emborronan las cifras, sólo se
/ multiplica la inquietud…»,

también “Rescatar la alegría”: «decretar en la piel y en los sentidos una fiesta perpetua hasta / abrir las cancelas del ensueño, celebrar el encuentro de / las aguas, sembrar el calendario de ocasiones, / como salpica el sol de su ebria luz las cosas / hasta inundarlo todo, hasta entregarse». Poesía auténtica la que contiene “Duermevela”, del destacado poeta, afincado en Córdoba, Eduardo García.


Título: Duermevela
Autor: Eduardo García
Edita: Visor (Madrid, 2014)

La gruta y la luz. Francisco Ruiz Noguera












LA GRUTA Y LA LUZ



 La palabra poética vuelve a este tiempo triste que vivimos mostrándose en todo su esplendor, renaciendo como el ave Fénix de las cenizas para convertirse en la única luz capaz de servir de guía entre tanta oscuridad y desaliento. No es casual el título de este poemario “La gruta y la luz”, ganador del XVI Premio de Poesía Generación del 27, que el poeta frigilianense Francisco Ruiz Noguera nos presenta. El poemario está estructurado en cuatro partes: Interiores, La mirada del paseante (Para una galería imaginaria de arte urbano), Celebraciones y Nuevo límite. Ruiz Noguera nos propone un viaje al pensamiento clásico, a la filosofía como ser primero y a la palabra que sustenta todo discurso. El poeta abandona toda certeza y se adentra en la caverna –principio del todo-, en la oscuridad misma para sentir el temblor del silencio y la soledad, y alcanzar así el misterio y la magia de su propia invisibilidad. A solas con la infinitud de la piedra que lo abriga vive, pues en ella reside todo el saber, la inasible luz. Sin embargo, el poeta sabe bien dónde habitan los sueños, dónde se halla esa hebra de luz que los alumbra y los dibuja sobre el lienzo de la roca: «En lo hondo, / se arrellanan los sueños del pasado: / los cimientos del hoy, / el vestigio de un tiempo / que es extremo […] Así, como la gota en su caída / -fragilidad potente-, / la ficción –verdadera- del ahora, / el pulso de la vida». Es el comienzo, la primigenia voz del poeta anudada al aire que respira; es su mirada atenta a los matices en la hondura de la nada y el todo, en las sombras y la luz que interioriza en cada minuto, cada segundo de vida: «Detalles claramente definidos / junto a la sugerencia / de unas líneas apenas si esbozadas. / ¿Qué fue de la certeza, qué del hilo?» Pero el poeta no puede olvidarse del hombre que vive en su interior –conoce sus interioridades- y es esta razón suficiente para librar una dura batalla con su yo desdoblado y de ahí su invocación, sus rogativas: «Líbranos de lo plano y lo obvio, / de las cuentas monótonas / de un rosario de días / teñidos de grisura», que nos recuerda ese “tiempo gris” que vivimos, también de la engañosa calma y sus silencios: «Líbranos de las aguas de la calma, / de la corriente plácida / que no se altera nunca / y todo lo envenena», para concluir con estos luminosos versos: «Líbranos. No te olvides de este ruego: no nos dejes caer / -sin salvación posible- / en negra tentación de oscuridades, / pero mantennos –pido- / no lejos del misterio: siempre al borde». Insiste el poeta: «Cierra los ojos / y mira, mira dentro»; nuevamente en la gruta, a solas con la oscuridad y el húmedo sopor del silencio (el monstruo duerme en la gruta) se pregunta: ¿Despertarlo y dejar / que empiece la tormenta, / o velar su reposo y su silencio / y mantener, así, la falsa calma? De Cernuda se vale el poeta: «Y tu cuerpo escuchaba la luz. / Si algo puede atestiguar en esta tierra / la existencia de un poder divino, es la luz… que en mis temas literarios hubiera siempre un asidero plástico», para convertirnos en paseantes apresados por los versos en prosa que fluyen continuadamente en formas y figuras, objetos tras el cristal, en una colección inagotable de arte urbano (La mirada del paseante) como un espacio y un tiempo trascendido por la contemplación serena del poeta que encuentra en la materia otra realidad atrapada en lo conceptual y la ensoñación y compartida con la abstracción del arte: «Los puntos dispersos de la policromía chispeante en el agua (¿un lienzo de Seurat?) son como teselas que configuran un mosaico y van perdiendo su carácter de individualidades para difuminarse en un todo que avanza hacia la línea falsa del horizonte: esa que, ingenuamente, soñaba el paseante alcanzar algún día». 
Título: La gruta y la luz
Autor: Francisco Ruiz Noguera
Edita: Visor (Madrid, 2014)  
De la tercera parte, “Celebraciones”, destaca el poema “Roma”: «y es Roma loq eu habla cuando la boca abre: / cuanto su lengua dice no es más que la palabra / romana madurada por el sol de la Bética», o ese otro que habla de la belleza, de los ángeles, en claro homenaje al pintor Ginés Liébana: «Es la acción la belleza, / ráfaga y lengua y fuego, / devastación y vida, / pozo de luz, cima de oscuridades. / Habita la belleza entre las líneas / apenas esbozadas de los ángeles de César Ginés Liébana», o en reconocimiento a Vicente Aleixandre al hablar de la “Ciudad de la memoria”: «Se esconde esa ciudad en la memoria / de todo lo vivido, / en la mirada joven, / en el espacio aquel que, no en la tierra, / con las alas abiertas, se levanta a los cielos». Y ya en “Nuevo límite”, la palabra es un desbordamiento, la única verdad para el poeta, aunque le aceche la duda de su propia escritura: «La angustia de elegir en la escritura… / ¿no es igual que la angustia / de elegir, en la vida, las ofertas / que los días te brindan (o te roban)?». “La gruta y la luz”, una obra que viene a confirmar a Ruiz Noguera como uno de los grandes poetas de nuestro tiempo.





Ahora que amaneces. Felipe Sérvulo




SALÓN DE LECTURA_
Por José Antonio Santano


AHORA QUE AMANECES

Busca el hombre, el poeta, ese espacio colmado de ensoñaciones, donde la realidad y la ficción se mezclan y alteran en un baile de percepciones enfrentadas unas veces y armoniosas otras. En esa búsqueda por lo desconocido y el misterio, la palabra es lucerna que ilumina el universo, voz primigenia que habita la tierra y los mares, los ríos y las montañas en perfecta simbiosis. Desde sus inicios hasta este último poemario “Ahora que amaneces”, el poeta jienense, con residencia en Castelldefels, Felipe Sérvulo, propone una viaje hacia el verdadero cosmos de la poesía, esa que se incrusta en la piel primero para luego adentrarse en la sangre –embeleso de forma y fondo- hasta hallar el preciado amanecer del amor. De amor, sin más, trata este poemario, y desde su título nos lo anuncia ( Ahora que amaneces). Sí, el amor, pero entendido en su más excelso significado, ese que renuncia al “yo” para convertirse en “tú”. De amanecida el poeta renueva su deseo de conocer, de descubrir el amor en lo oculto, cuando despierta el día y está a solas con el aún somnoliento rostro de la amada: «Lo sé, no te gusta que escudriñe tu rostro / mientras duermes. Puedo explicarlo: / no es sensato perder la ocasión / de amarte un poco más, mirar calladamente, sí, / y ver la pequeña cicatriz que ocultas con maquillaje». Felipe Sérvulo conoce bien el sabor de la nostalgia, ese hálito de melancolía que fluye en sus versos como necesaria luz: «Hoy el vuelto a mi barrio. / No lo recuerdo con tanto silencio. / ¿Dónde están las rayuelas, / los balcones tallados de perfume? / Los terrados que eran horizonte, / las palabras de amor de Lucía, / o las risas de Juanito, / (se nos fue con casi nueve)». Y a pesar de todo, de lo vivido, del tiempo transcurrido el poeta sigue escribiendo cartas de amor, : «Porque, después de todo, me gusta escribirte / sólo cartas de amor». El amor como principio y fin, motor de vida, pues Sérvulo sabe bien de su existencia; su romanticismo bebe de la más profunda tradición literaria, esa que nace de un hondo sentimiento de idealización de la realidad misma, de cuanto rodea al poeta, pero sin renunciar a lo vivido, a la melancólica mirada de amante. Y por ello proclamará una vez y otra al otro, al “yo” trascendido en el “tú”, para escribir: «Amar, si duda. / Y mi lengua sin discurso. / Pero sé tus labios, / melodías que llegan lejanas […] Cuántos enigmas tiene tu cuerpo. / Cuántos solsticios, savia, pasión / y caribes alojas…/ Ocurre que esparces el día / y deslumbras. […] Cuando te nombro, / parece que está todo escrito.[…] Cuando no estás, / falta el sutil lenguaje de las flores, / los días sin horas, / la avidez indómita de la carne / que sólo sacias tú». Mas el poeta nos muestra la más cruda realidad, mira a su derredor y como un notario da fe de cuanto ve, y así nos dice: «Te hablo de trabajos basura, / de cuestiones perentorias, / asfixiantes y odiosas / que nos impone / el Banco Central Europeo». Es el día a día, la esencia de lo cotidiano, el pálpito de la ciudad y sus barrios, de las estaciones de metro, las calles, pero siempre consecuencia del reclamo amoroso: «Luego, me sumerjo / en Las Ramblas, los turistas / inventan letras para nombrarte / y casi siempre hace buen tiempo. […] Iré donde estés: / Horta, La Pau, San Adrià, Palau Reial o Gavarra; qué sería un metro sin tus hellas. […] Se adormece Barcelona / y la plaza ya es invierno, / hay un paisaje para un poema, / brisa que pasa y ya no vuelve. […] Pero buscaremos habitación / para pasar el destierro, / sincronizar latidos / y al amanecer, / cuando escampe la lluvia, / abriremos las calles / para volver a oír t’estimo / en las esquinas del Raval». La importancia del lenguaje poético en los nombres, simbolizados en Antonio y Ana, Federico, Salinas…: «Esta mañana, antes de la vuelta, / dejé flores y poemas con tu nombre, / en la tumba de Antonio y Ana. […] Qué consuelo sería, al menos, / escuchar la voz de Federico, que dicen está perdida. […] Y en la provincia más remota, volvería a llamarte Ángeles o Silvia o Llüisa. / Tal vez, Carmen, Elena, Montse…, / que es como llamarte y nombrar / a todas las mujeres del mundo»; también de los verbos: retorno, escudriño, descubro, laten en ese amoroso juego de la poesía de Sérvulo, que en el transcurrir de un día nos acerca al hecho amatorio con fruición. El amor al fin, como única verdad: «Cuando apagues la luz de la mesilla, / sabrás que no soy yo quien te vela, / sino la ciudad que guarda / tantos secretos. […] Cerré la puerta y olí tu madrugada».
Título: Ahora que amaneces
Autor: Felipe Sérvulo
Edita: La Playa de Ákaba (Madrid, 2013)

Arcadia desolada. Pedro Juan Gomila Martorell

Título: Arcadia desolada
Autor: Pedro Juan Gomila Martorell
Edita: La Lucerna (Palma de Mallorca, 2013)

Me acerco por vez primera a la obra del poeta mallorquín Pedro Juan Gomila y he de decir que quedo gratamente sorprendido. No es frecuente hallar una concepción poética como la suya, tanto desde el punto de vista estético como ético. Gomila es un poeta que bebe de la más pura tradición cultural greco-latina, y por ello, en su poesía está muy presente la mitología, la épica y el simbolismo, además de la experiencia que viene a ser el eje central, el ser mismo como ente primigenio, lo vivido trascendido en emoción siempre, arrebato, asombro continuo. 

El poeta es un buscador de palabras, un loco rebelde que se enfrenta al sistema, porque el sistema oprime y humilla, reduciendo al hombre a mercancía. El poeta nos hablará entonces de sus miedos, certezas y dudas, será su voz un grito contra una sociedad hipócrita y falaz. Mas Gomila se opone a todo tipo de privación, y busca su paraíso, el edén, la soñada Arcadia, tal vez un refugio donde solo habitan los libros, la palabra escrita como única salvación, fulgor entre tanta mediocridad y sombras. Arcadia desolada”, del poeta mallorquín Pedro Juan Gomila es todo eso y más. Dedica este poemario «A todos los que, tentados por la voz del miedo, no sucumben» -¿ha sido el poeta una víctima más de ese miedo que se adentra en las entrañas?-; preceden a los poemas tres citas esclarecedoras y premonitorias de lo que será el contenido, de autores tales como Javier Sologuren, Alberto Escobar y Rimbaud, y que nos hablan del dolor, el amor y el sexo. La palabra fluye y el poeta bucea en sus orígenes y siente al niño que respira sueños en «algunos cromos de parejas célebres / de la Historia Antigua y la Literatura; / masculino, femenino, azul y rosa, / dinosaurios de cartón o bien muñecas, / el patrón original para los niños, / desde aquel Adán primero y su Costilla», los libros como continuada referencia de lo vivido y amado en la fantasía de Julio Verne o el descubrimiento de una sexualidad distinta y oculta:«la beligerancia creciente y alarmante / de mis tensas relaciones escolares / está a punto de prender la de Verdún: / ¿tal vez porque intuyen mi placer oculto, / o acaso perciben de algún modo extraño / cómo el grano de mostaza va creciendo, / penetrando en la ternura de mi corazón, / aunque nunca me han llamado maricón / todavía como burla en plena cara?». El poeta se desnuda ante sí mismo y el mundo en el amor, la única verdad –su verdad-, y así escribe: «Ábreme las puertas, Amor, y no consientas / que usurpe esa calima la cálida morada, / potencia que se place en encarnarse / según la apariencia que invoca el deseo». 

Llama la atención de este poemario su estructura, en la que el tiempo irrumpe a manera de interludio, en un juego de espejos que propician el recuerdo mostrado en las horas del día, dolorosas en el insulto y las vejaciones: «mediodía, la costumbre fija la hora / del paseo por el patio de la cárcel; / se acerca el momento de lapidaciones / con balones de cemento y el milagro / cotidiano, tanto que pierde su misterio, / de los salivazos en mi bocadillo / de jamón, tortilla, mas bien untado / con la miel amarga de las vejaciones».

 Luego, el poeta vuelve al hilo de su discurso poético, a su particular Arcadia, y siente el dolor de nuevo en las risas de sus verdugos, y el miedo vuelve como vuelven los fantasmas en la idea del suicidio: «ni las dagas afiladas contra el César, / ni tampoco la bañera de Petronio; / si no tienes las agallas, o las alas, / de quien salta con desprecio a los vacíos, / no mereces más castigo que el severo / cumplimiento de la dura penitencia / del seguir con esta vida…»; Gomila recupera la dolorosa experiencia de la milicia en los años tempranos: «¡Cien flexiones ininterrumpidas / por cargar, bulto sin nombre, / sobre el hombro equivocado tu fusil! […] ¿De qué te lamentas, pedazo de animal? / ¿Tal vez porque no encuentras en los patios / del Todo por la Patria, placenta de varones, / algún bardaje hambriento que comparta / contigo íntimamente la manta y el jergón?», ese nefasto lugar, casa de locos habitada por la crueldad humana: «me travisto con la piel de los civiles, / y cruzo las puertas de los bedlamitas». Mas el poeta, en su solitario camino, halla siempre esa luz resplandeciente aun a pesar de la desolación, la libertad al fin, la verdad de la existencia –su existencia-, la razón del ser. Sin duda, Pedro Juan Gomila, nos convoca en la verdadera poesía, la que nace del silencio y fluye viva por sus venas.

Lectura del mundo. Salón de lectura.


LECTURA DEL MUNDO

                   Para José Ángel Valente la poesía es «antes que nada y por encima de todo conocimiento, y más concretamente conocimiento “haciéndose”, es decir, la poesía no transmite conocimientos previos, sino conocimientos que “se hacen” a la vez que el poema se hace y que se hacen en cada lectura de un modo nuevo», lo que entronca conceptualmente con el poemario que esta semana reseñamos en este espacio. Nos dice el poeta en el último verso del poemario: «La poesía siempre será lectura del mundo», y así es como ha titulado precisamente Enrique Villagrasa su libro“Lectura del mundo”.


Entronca este libro con lo señalado anteriormente respecto al concepto de poesía de Valente, porque en sí mismo el poemario es un único metapoema dividido en trece capítulos, además del introito o proemio y la coda, cada uno dividido a su vez en dos poemas o partes. La metapoesía, si nos atenemos a la definición que Guillermo Carnero da sobre ella, no es sino  «el discurso poético cuyo asunto, o uno de cuyos asuntos, es el hecho mismo de escribir poesía y la relación entre autor, texto y público», de tal manera es así que esta y no otra es la propuesta de Villagrasa, hecho que podemos constatar desde el introito, en el poema titulado “En el quehacer demiurgo”, cuando escribe: «La única poesía es el silencio / revelador, / el espacio ignoto y el tiempo / suspendido» y “En el poema”, al decir: «La memoria del verso / es la voz de la poesía. / A ella le es dada la palabra». La relación autor, texto y público de la que nos hablaba Carnero al referirse a la metapoesía es una constante, es el núcleo, la savia de este poemario, en el cual el poeta creará para crearse y recrearse en la construcción del poema, para ofrecer –ofrecerse- al lector entero a través del poema en sí mismo: «Explicar el poema / no se puede: / es volver a escribir. / Es el lector quien / reescribe, da fe / y el poema es». Pero el poeta indaga, reflexiona sobre el poema en sí, se pregunta y se responde en un soliloquio intenso y filosófico por el cómo o qué es poema: «¿Hasta qué punto es poema el poema, / si el verso es sometido, / a su vez, por la necesidad / poética que tiene de ser verso?». En la búsqueda por la verdad poética el poeta entra y sale en el universo de la palabra, pues es esta la que fundamenta la creación, y juega y niega y afirma en un caos previo a la construcción de su propio universo poético, que no es otro, en este caso que el metapoema. Y vuelve una vez y otra a la poesía, a su alma: «Tal vez la poesía no es geografía / y sí geología que arroja luz, / a lo enterrado y olvidado», apostando así por un tiempo distinto, en ese camino de encuentro hacia “una cuarta persona gramatical”, que señala Siles. Hay, tiene que haber algo más que conocimiento, como dijera Valente, y este “hacerse” quizá debería llamarse, ensoñación, extrañamiento, emoción, deseo: «El poeta escribe y va al encuentro del verso: / deseo y conocimiento; / pues sin la página en blanco, abierta, no hay nada». Traza el poeta Villagrasa un camino real del tiempo presente y futuro, en el cual la palabra es la única verdad existente, como lo es también esa vuelta atrás a la memoria o el recuerdo del pasado, al origen del cosmos, al reencuentro con la tierra: «Muerte y vida: origen / infancia en Burbáguena, camino de la viña. / ¡Todo es un juego! Balbuceo del ser / en la página no escrita. ¡Vuelo a ser niño! El poeta se ha convertido ya en esa “cuarta persona” que mira desde fuera y siente muy adentro, como alguien que está en ti pero que te habla del otro lado, como un narrador omnisciente: «No eres de aquí y marchaste de Burbáguena. / Sin pasado, ni presente, ni futuro alguno. / Tan solo un desconocido por descubrir. / La palabra otra leo. Espero que germine». Y ya lo creo que germina, la palabra es la vida del poeta Enrique Villagrasa, y a ella se debe y por ella vive, desangrándose en cada letra que la constituye y abrasa hasta crear un mundo propio, pues «La poesía siempre será lectura del mundo». Sin duda, un poemario para la reflexión y el disfrute de la auténtica poesía.

Título:  Lectura del mundo
Autor: Enrique Villagrasa
Edita: La Isla de Siltolá (Sevilla, 2014)

Ártico. Juan de Dios García

Ya desde el título de este poemario “Ártico”, su autor, el poeta cartagenero Juan de Dios García nos convoca a la reflexión, a indagar en su significado, que viene a ser como ahondar en las particularidades de su poética. Para adentrarnos en ella, la primera pista nos la sugiere Víctor Hugo, cuando dice: «La desgracia educa la inteligencia», cita que precede a los poemas que integran “Ártico”. Ya desde el primer poema “Instrucciones”, el poeta nos invita a dejarnos llevar por el sonido y la fuerza de la palabra, su colorido y aroma penetrante, libre y desnuda: «No tiene que buscar sentido a nada. / Mate la mariposa que ha escondido / dentro de su cabeza», esta es la propuesta al lector, como si se tratara de un simple manual de instrucciones. Pero “Ártico” es mucho más, quizá la solución a todos los fracasos y a las adversidades de la vida, por ello el poeta nos golpea primero con versos contundentes y seguidos del punto y aparte, en un afán descriptivo que se repite a lo largo del poemario una y otra vez, como una leve descarga eléctrica que nos alerta ante las vicisitudes del tiempo que nos ha tocado vivir. Quizá pueda que se trate de una huida, de escapar de la realidad para atender solo a los sueños, porque nada nos ata ya a este mundo que huele a podredumbre: «Escapar antes de que la realidad nos detenga y nos pudra. / Abrir un mapa y comprobar hasta qué punto mienten los cartógrafos. / Contratar un poeta a sueldo. / Seguir leyendo, seguir viviendo». El poeta construye un universo propio, en el cual la memoria de lo vivido y el presente conforman una sola voz, inconformista, que a veces se rebela: «No sé qué significan las palabras / religión, academia o general. / Si me das a elegir, / siempre estaré de lado de los griegos», para culminar el poema con un «Adoro los mercados populares, / el color de las tardes como miel de Cerdeña». En ese deambular del poeta del pasado al presente, y viceversa, el dolor de la muerte también aflora, tal y como ocurre en el poema “Benjamín”, cuando dice: «Venimos de la nada / y a la nada llegamos, / eso dijo mi madre en el entierro. / No lo leí en Albert Camus ni en Sastre, / lo dijo madre, negro riguroso, / mirando un crucifijo tachonado / en el ataúd blanco de mi hermano». 



Escritores y poetas, cineastas, escultores, forjadores de la voz del poeta se reparten por las páginas de “Ártico”, como cuando alude a Valente: «Escribiré un poema después de Auschwitz», a Theo Angelopoulus: «Era extranjero, pero entonces supo: / la guerra está tan cerca que parece estar lejos», a Nancy Spungen: «Sobre el televisor / papel plata, cucharas calcinadas / y comida podrida. / «¿Morirías por mí?», preguntó Nancy», a Jan Arp: «Y de repente para el viento afuera. / Todo esto sucedía terminando / estatuas de mujer. / La casa está encendida, el vino derramado», o al matemático Quételet: «El licenciado Quételet cabalga / definitivamente enamorado». Todos, de una manera u otra forman parte de la experiencia vital del poeta, como lo es también el temblor salvaje y natural del paisaje en el Cabo de Gata: «Coge esa caracola, escucha este equilibrio, / cómo se derrumba un acantilado, / cada piedra ocupando su lugar, / cómo muerde la música del sur, / la conquista de la naturaleza / despeinando las olas y las dunas…». No obstante, destaca el poema narrativo “Proceso”, cuando el dolor por la muerte de su padre oprime el alma del poeta: «Entonces estalló en su plenitud / el dolor comprimido. / Nuestro corazón ártico volvió / a latir con el fuego de su muerte», y cómo no, el que titula “Autorretrato”, que viene a ser definitivo respecto a la comprensión de la poética de Juan de Dios García: «¿Soy real o estoy escrito? / A veces, caminando por la acera / de cualquier ciudad, paro e imagino / convertirme en poema entre la multitud». El poeta ya no es “yo”, sino otredad, afortunadamente.



Título: Ártico

Autor: Juan de Dios García

Edita: Germanía (Valencia, 2014)

SALÓN DE LECTURA  //  José Antonio Santano

Los colores del mundo. Fernando de Villena












El granadino Fernando de Villena es sin duda alguna uno de los poetas españoles más relevantes del siglo XX y XXI. Su producción literaria es tan extensa como deslumbradora. Doctor en Filología Hispánica ha sido galardonado recientemente con el Premio Andrés Bello, por su labor Lingüística y Filológica, como también con el premio Andalucía de la Crítica de narrativa 2009, por su libro El testigo de los tiempos. El motivo que nos convoca en esta ocasión es la publicación del libro Los colores del mundo, integrado por cuatro poemarios ya publicados con anterioridad (Conticinio, Por el punzón oscuro, La década sombría y La hiedra y el mármol) y otros cuatro inéditos (Cinematógrafo y otras elegías, El palacio íntimo, Repúblicas del ensueño y Una oscura gaviota). Será de estos últimos poemarios los que ocuparán mi atención en esta reseña crítica. El poemario Cinematógrafo y otras elegías atrae por ese aire nostálgico que nos envuelve en ese recorrido por los cines granadinos de la infancia (Cine Olimpia), adolescencia (Cine Gran Vía) y juventud (Cine Cartuja). Fernando de Villena nos descubre y revive el miedo a la soledad: 

«¡Qué congoja sentí en aquel instante,
sentado entre mis padres,
con miedo de perderlos algún día
y hallarme ante la vida,
tan brumosa,
nadando como un náufrago
sin tabla donde asirse,
sin islas a la vista»,

 también el tiempo y sus heridas: «Y tan lejos estaban / el lunes y la angustia de las clases, / las bofetadas crueles / de aquellos reprimidos sacerdotes / con caspa en las sotanas y en las almas». Cada cine es una remembranza de esa película inolvidable, de ese mundo de los sueños donde el poeta se acomoda y refugia ante la acechanza continua de los muchos abismos existentes, pero igualmente esperanzador si el amor se muestra: «Desde entonces luché por que en mi vida / el amor siempre fuese / una apuesta total de eternidad». Con versos endecasílabos, mayoritariamente, construye Las otras elegías, a excepción de la decimosexta (Plaza de Mariana Pineda) que lo hace en alejandrinos. En el siguiente poemario, El palacio íntimo, el poeta esculpe el más grande y hermoso monumento a la amistad, dedicando algunos poemas a personas como Antonio César Morón, Encarna León o Juan J. León, o a figuras como Jacinto López Gorgé o José Heredia Maya, sonetos casi siempre, los contenidos en este libro. Pero Fernando de Villena es un poeta de mirada limpia y abierta, sobre todo a la Naturaleza, de ahí que declare no ser un poeta urbano: «Existe desde luego una belleza / concreta de lo urbano; / pero dejadme a mí / las rubias alamedas en otoño, / la gran Sierra Nevada / en días soleados del invierno, / las muchas rosaledas / que ornan la primavera / cuando no los jazmines en verano / y, en cualquier mes, dejadme, sobre todo / nuestro Mediterráneo». En Repúblicas del ensueño el poeta nos invita a viajar por el tiempo de los sueños y las tierras de conquista: Marraquech, Bogotá, Buenos Aires, Uruguay o hacia la India, y así se escribe: «…pienso en todas las tierras / que a través de los años visité, / en todos los horizontes, / en los rostros que vi sólo un instante / y eran de gentes / con vidas e inquietudes / iguales a las mías… / Y pienso en los caminos recorridos / y en cuanto de valor saqué de ellos». Mas el poeta no puede sino regresar a su Mediterráneo (Grecia, Túnez, Balcanes), tantas veces cantado, y amado hasta el dilirio: «Soñé que te veía / como un gran río de ceniza o lava seca. / Pero no escribiré tu epitafio, / mar de mis ensueños, mar sagrado». El último libro de este libro de libros lo titula el poeta Una oscura gaviota y los temas tratados van desde el amor (Amor), el paso del tiempo (Arrugas), la preocupación social (Mísera España o La nochebuena del mendigo) a lo más cercano, la familia, con el poema A mi esposa e hijos, en el cual el poeta resume su propia vida: 

«Empezar otra vida diferente
a pesar de mi edad;
no ser este Fernando de Villena
que tanto daño ha recibido,
que tan cansado está,
que apenas ya comprende
el mundo que lo cerca. 
Empezar otra vida… Sí; de acuerdo,
pero siempre a tu lado, a vuestro lado».

 Así es el poeta universal Fernando de Villena.

Título: Los colores del mundo
Autor: Fernando de Villena
Edita: Carena (Barcelona, 2014)








Antonio Praena. Yo he querido ser grúa muchas veces


_Por José Antonio Santano

YO HE QUERIDO SER GRÚA MUCHAS VECES

Lo primero que uno se pregunta cuando tienes este poemario entre las manos es la causa, el motivo que llevó a su autor a titularlo así: Yo he querido ser grúa muchas veces. ¿Por qué ese deseo de ser grúa? ¿Qué representa la grúa para el dominico y poeta Antonio Praena, qué proceso de selección le llevó a determinar esa máquina, su simbolismo, por qué esa aspiración, ese anhelo? ¿Qué vio en ella, su altitud paradigma de ascensión al cielo, paraíso, edén celestial? ¿Quizá su función de máquina que soporta la carga –¿de los pecados del hombre en la sociedad actual?- y la traslada hasta el lugar más idóneo; tal vez la idea de refugio y nido de las bandadas de pájaros que vuelan la ciudad en sus migraciones? Por separado o unidos todos los motivos caben en el discurso poético contenido en este poemario galardonado con el XXVI Premio Tiflos de Poesía. El planteamiento textual pasa, inexorablemente, por su carácter místico, quizá no tan hondo y apasionado como lo hallamos en Fray Luis de León o Santa Teresa de Jesús. El misticismo en Praena es más reservado y atemperado, sin negarle su esencia. La cruda realidad que observa a su derredor hace que el verso se revista de humano sentir y vuele trascendido a otros lugares.

De ahí la necesidad del vuelo, de la libertad como el más preciado tesoro; en esa simbología del vuelo, la otredad: «No el ser. / No lo uno. / No lo bello. // Lo otro. // Tú.», en este poema perteneciente a la primera parte del libro “Horas de vuelo”, con referencias constantes y continuadas a los pájaros, cuyo vuelo sigue una vez y otra, en la esperanza del encontrar el camino, o crearlo. Mas el hombre como tal ha de pagar un precio alto en la sociedad actual: conocerá de la soledad y la niebla: «cuando en los centros comerciales estoy solo […], cuando el no de los hombres se consuma / y el sí de Dios es carne aniquilada, / no sé muy bien por qué, / me acuerdo de aquel nido», de la vuelta al hogar (nido) primigenio. Igualmente en “Pájaro de providencia”, el poeta viaja hasta el convento de Santo Domingo (Scala-Coeli) en Córdoba para reunirse con Luis de Góngora y Fray Luis de Granada, y sollozar cuando oye los pájaros, sentir el vaciamiento (Kénosis): «salió del gran silencio para darnos / la eterna condición / que sólo a su bondad pertenecía» o vivir en El tiempo de Planck: «Cero coma (45 ceros) / un segundo después del gran silencio», el tiempo del amor. Praena juega con la palabra y en esa búsqueda incesante prevalecen y se repiten, por su simbolismo: vuelo, pájaros, nido; en otros casos son como luminarias de un tiempo oscuro, o cuando menos, gris. Así en el apartado correspondiente a “Pájaro de esperanza”, la palabra es cercana, cotidiana: «Ha estado en el sicólogo. / Le ha dicho que ya es hora de saltar / del nido, que la vida está en el riesgo, / que rompa el cascarón, estrene alas […] Ha estado en el sicólogo. / Buscaba un poco de aire. // Le ha cobrado 100 euros». Con “El amor a los pájaros”, vuelve a incidir en la necesidad del vuelo (libertad), y con versos heptasílabos nos dice: «Poca cosa es un ala. / Por profundas razones / sabemos todos bien / que sin otra no es nada», en clara correspondencia con su sentido humanista: el hombre solo no es nada, no es si no está en el otro, si no vive en el otro. ¿Es su visión religiosa de la vida o su humano sentir que vive en Dios, la única y verdadera respiración (Ruah)? Praena, de una u otra forma, busca conmoverse en las cosas sencillas que la ciudad ofrece, tal vez una simple grúa: «Me conmueven las grúas en invierno. / Parecen estar vivas y cumplir / su vértigo llenándose de grajos / que bordan en su acero un pentagrama. La esencia de las grúas son las aves / de paso. / Las cruces de este siglo / donde todo se mueve, son las grúas: / inmóviles, calladas, imposibles. […] Las grúas son amigas de los pájaros». Y el recuerdo persiste en salir a la calle, tomar el aire y expandirse desnudo y libre, como así sucede en el poema Tu vientre, que dedica a su madre: ¿Recuerdas la alameda de los pájaros, de los corzos, de Las Vargas, de los años, de tu madre? Conviene señalar de la parte denominada “Stripper” unos versos que nos devuelven al poeta humanista: «aquí soy vuestro hombre porque un hombre / que es pájaro y que es canto y aire mismo / de voces muchas otras y otras alas / concurro a vuestro aliento y me desnudo / de todo lo que soy para ser vuestro». “Écfrasis” sea quizá la parte en la que simbología ocupa un lugar más destacado en poemas como Quizá una golondrina, Anunciación del Prado, Pelícano o :Siempre. Concluye el poemario con un “Prólogo” que es epílogo, o viceversa, y en el que el poeta halla la verdad –su verdad-: «Le aguarda al hombre un tiempo y no depende / de la destreza de sus alas: la más honda / verdad está en el viento». Dos voces en una, la del dominico y la del poeta, el misterio y la cruda realidad son un mismo canto. Y yo añado: también en mis brazos de grúa decenas de pájaros descansan y miran al infinito. La simbología y la mística danzan en el aire, vuelan hacia un cielo azul de mar.
Título: Yo he querido ser grúa muchas veces
Autor: Antonio Praena
Edita: Visor (Madrid, 2ª ed. 2014)