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RADIO TRISTEZA

Ocurrió muchos años atrás. Se hallaba en casa, acompañado de su esposa y su hija recién nacida. Comenzaba entonces su carrera profesional como profesor en un Instituto del norte, del noreste para ser más exactos. Era su primera vez y en los días iniciales estuvo muy nervioso. Juventud e inexperiencia fueron su carta de presentación. En el claustro se le acercaron el resto de compañeros, se presentaron y conversaron durante unos minutos, los suficientes para romper el hielo, para que la andadura que comenzaba resultara algo más grata. No era fácil, la Universidad le había proporcionado conocimientos, teorías y las mejores lecturas de la literatura clásica y universal, pero ahora se hallaba solo ante aquellos adolescentes, sin saber muy bien qué hacer ni cómo hacerlo, o mejor dicho, no sabía qué método elegir para contagiar a sus alumnos, para convencerlos de cuantos tesoros se ocultaban en la palabra escrita. No obstante, y a base de esfuerzo y dedicación llegó a ser muy respetado y querido, sus clases eran amenas y la didáctica la adecuada. Pasaron los días y el joven profesor se fue afianzando en las relaciones con el resto de profesores y con todo su alumnado. Su rostro era el reflejo del alma, de un alma serena y feliz.
Aquella lejana tarde, el profesor se hallaba en casa. Escuchaba la radio. Afuera nevaba. A través del cristal observaba cómo caían pequeños copos, de nieve, lentamente, dibujando en el aire un paisaje indescriptible. El frío penetraba por todos sitios, a pesar de tener los radiadores encendidos y no el comedor muy grande. Escuchó primero algunas voces, luego una interminable ráfaga de disparos y más tarde la música militar ocupó por entero la estancia, y un dolor intenso recorrió su cuerpo de arriba a abajo. Supo entonces que la vida valía muy poco. El nerviosismo se apoderó de él. Durante el tiempo que duró la carrera había estado comprometido con el movimiento estudiantil y fue un agitador nato, un defensor de causas perdidas. La vida –pensó- vuelve a estar en manos del ejército: los tanques en la calle, los dimes y diretes de un lado para otro, la urgencia de la palabra era decisiva: unos esperaban órdenes, otros las daban sin más, y en aquel desaguisado, la tristeza y el miedo volvió a instalarse en todos los hogares.
En cada casa la radio se convirtió en principio y fin de la propia existencia, también de la del profesor y su familia. Todo parecía retroceder muy rápidamente a un tiempo de oscuridad y silencios, a un mundo demoníaco y salvaje, aterrador. El profesor miraba a su esposa de soslayo e intentaba aparentar una calma inexistente. A partir de entonces las cosas cambiaron radicalmente, en lo más profundo de su ser sintió la desolación y la angustia de quien se sabe perdido en un inmenso bosque.
Después del tiempo transcurrido, nada más y nada menos que treinta años, la herida sangra aún, y el recuerdo, una radio: Radio Tristeza.

FUEGOS DE ARTIFICIO


Comenzaba a sentirse cansado, harto de tanta parafernalia y tanto relumbrón. Su vida no había tenido grandes sobresaltos y, por lo tanto, podría decirse que nació, creció y envejeció inexpugnable al más entre los mortales. Igual en unos casos y diferente en otros, como corresponde a la propia naturaleza humana. Sin embargo, en los últimos meses sentía como si algo que amorosamente sostuvo largo tiempo entre sus manos se le escapara ahora, casi sin darse cuenta, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Estaba inquieto, y esa misma inquietud lo hacía vulnerable. En los años vividos no había nunca había sentido aquella desazón, aquella angustia que le despertaba de madrugada como si de la alarma de un despertador se tratara. Estaba sucediendo a su alrededor y no podía evitarlo. Veía cómo el hombre desnaturalizaba todo lo que tocaba o pensaba y la impotencia le embargaba hasta límites insospechados. El viejo profesor, alejado ahora de las aulas, no podía entender qué estaba pasando, qué le ocurría a los hombres que lo destruían todo con la excusa del progreso por bandera.
Pero los días, los años y los siglos se sucedían y nada había cambiado lo suficiente para sentirse satisfecho, feliz y, sobre todo, libre. La libertad era una quimera, una abstracción, un paisaje nebuloso, lúgubre y maléfico; y la verdad, una simple entelequia. El gusto por lo superficial, por lo vacuo se había convertido en la verdadera religión del hombre. Allí andaba el hombre de un lado para otro, pueblo a pueblo, nación a nación arreciando con su discurso grandilocuente, sinfónico e hipócrita, dejándose vitorear por las masas cada vez que subía a la tribuna de oradores y acompañado por el estridente sonido y la luz irisada del fuego dibujando miles de estrellas en el oscuro firmamento, voceaba nombres y odios hasta sentirse conquistar por la afonía.
¡Han vuelto de nuevo! –se dijo el profesor, mientras miraba fijamente la pequeña pantalla del televisor- Vienen con los antiguos fueros de la inquisición y el garrote vil, nada los detendrá, su seguridad depende de la debilidad de los otros, del desamparo y la decrepitud a la que sean –serán- sometidos los otros, los que escuchan al orador sin preguntarse, sin dudar siquiera un momento de sus palabras, creyéndose sabedores de la verdad absoluta. Después del espectáculo ofrecido el profesor se levanta del sofá, desconecta la televisión y sube lentamente las escaleras hasta llegar a la biblioteca que siempre espera ansiosa su llegada. Los libros reposan en los estantes, otros aparecen dispuestos anárquicamente sobre la mesa, los menos por el suelo, apilados los unos sobre los otros. En los libros el conocimiento y los sueños.
En ellos, la palabra escrita cohabitando en armonía, la diferencia y la libertad, sin fuegos de artificio.

LA LUZ DE LA PALABRA

Una luz emerge ahora tras el horizonte marino. Nace para todos. Su color es la suma de todos los colores, un perfecto arco iris. Es tal su belleza que el viejo profesor quedó inmóvil, sobrecogido en su inmensa claridad. Adonde quiera que mira le persigue su haz dorado. Han transcurrido los años y sin embargo la luz que ahora percibe es la misma que le cegara en otro tiempo ya remoto. Ocurre, además, que, como en los vinos, ha ganado en solera. Esta luz que halló cada noche impresa en los libros, seductora y amorosamente viva resplandece como un astro, una llama abrasadora que lenta, muy lentamente va creciendo en la infinitud de los días. Es en esa hora misteriosa y mágica de la madrugada y sus silencios, cuando siente su mano cálida en la suya, que no se extingue, que le salva y le conforta, le inventa y reinventa una vez y otra, hasta el desmayo.
La luz, su luz en la palabra. Asomarse desde el alféizar y adentrarse en su mundo es una misma cosa; caer en su abisal entorno, embriagarse con su aroma y sus latidos; enloquecer con sus sonidos de selva y paraíso; amar su desnudez de diosa o ninfa; recorrer su cuerpo de cristal o llama; beber de sus labios el dulce néctar; descubrir la pasión de los amantes, o, simplemente, vivir, revivir en ella el éxtasis de la entrega.
La luz, la única luz de la palabra, que se agita entre los encinares y almendros, enraizada en la voz y el vuelo de las aves, amamantada en la tierra, doliente, esperanzada, entristecida a veces, alegre otras, que huye de los silencios para convertirse en vivo silencio. La palabra y sus secretos, abandonada a la magia de la noche, fulgente en los atardeceres, peregrina en las callejas laberinto de la bien amada judería, aterciopelada en los patios, ardiente en la voz del poeta.
Una luz emerge ahora del intenso verdor de los olivos y el esplendente azul mediterráneo. Nace para todos, imperecedera, la palabra, la luz de su palabra, irrepetible, única, salvadora, ecuánime, eterna y libre.
La palabra que el viejo profesor dejase escrita es ahora una luz deslumbradora que se agita demencial en su interior, en su arrebatado espíritu y vuela por los cielos de la esperanza para seguir viva entre sus amados libros, en las paredes de su casa. Y así, día tras día, la palabra germina en los rincones de una calle cualquiera o en los escaparates de los comercios; se reproduce y crece hasta alcanzar la misma cima de éxtasis definitivo.
La palabra que el viejo profesor, como un poema infinito sobre las olas del Mare Nostrum, dejara escrita: Busco, cuando atardece, un son secreto, / un manantial de luz y de palabras, / una voz que sea alimento, anuncio / de otras voces y otras vidas, latido / siempre del corazón de los amantes. / Vivo en las alas del aire, en los álamos / crecidos de la espera, en la garganta / árida y profunda de los sueños / que huyen cada madrugada del fuego / y los cuchillos, el olvido y su eco.

CANTO A TERESA

Anochecía en los campos de olivares. El intenso frío le fue adormeciendo los brazos y las piernas. A poco que quiso darse cuenta la oscuridad le asaetó una y otra vez el cuerpo entero, la vida misma. Todo le pareció distinto aquella noche gélida de diciembre, hasta el leve rumor de su propia soledad. No pudo evitar que una sensación de ansiedad y desvalimiento creciera en él. Caminó entonces sin rumbo fijo por las empinadas y estrechas calles de la Almedina, apartado de los hombres y sus inútiles guerras. Allá en la cima, con el inmenso dolor de la muerte desgarrándole las sienes y el alma, sollozó hasta la extenuación, mientras la luna cubría de plata a los milenarios olivos. Al otro lado, la mar en toda su grandeza y su silencio. La triste melodía de una sirena que huye hacia los fondos marinos, sabedora de hallar allí su última morada. Anochece en la mar y es diciembre un infierno de alaridos y llantos, un oscuro túnel donde nada existe y todo es vacío y atormentadas soledades. La mar –lo recordaba ahora- les unió en un tiempo lejano, cuando llegó de tierra adentro, con la maleta repleta de sueños y la mirada límpida y serena. La mar azul y el verde mar de olivos al unísono, como única estrella del universo, arco iris de infinitos y fraternos abrazos. Desde entonces, y mientras hubo vida, ella, su amiga, se agarró a la vida, y fue feliz y desbordó alegría por doquier, como si cada segundo fuese el primero y el último. Y así pasaron los años, y en sus grandes ojos negros la vida era un océano de vida; y su palabra, un tierno beso en las mejillas; su voz, rumor de caracola, candente luz del universo. Era diciembre y la muerte se hizo verbo. Arremetió contra ella y contra todos como un insaciable y devastador huracán, y lo dejó –nos dejó- huérfanos, perdidos, abandonados al azar. El aire heló la estancia aquella noche. Mas ella, una vez más, estaba allí, corpórea en los recuerdos, viva en los afanes de quienes la amaron sin reservas. Estaba allí, sentada a su lado, y él la recordaba en los versos de Espronceda en su Canto a Teresa: <<¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías, / ¡Ah ¿dónde estáis que no corréis a mares? / ¿Por qué, por qué como en mejores días / No consoláis vosotras mis pesares? (…) Aún parece, Teresa, que te veo / aérea como dorada mariposa / en sueño delicioso del deseo, / sobre tallo gentil temprana rosa, / del amor venturoso devaneo, / angélica, purísima y dichosa, / y oigo tu voz dulcísimo, y respiro / tu aliento perfumado en tu suspiro>>. Es de noche en los olivares, y en la mar, mas una estrella fugaz cruza el firmamento. La tierra entera es silencio. Entre las ramas del centenario olivo y en la mar, un único canto es sinfonía, asciende y desciende, vuela libre por el planeta. Es diciembre y el aire trae consigo un solo canto, inolvidable, este Canto a Teresa, por y para siempre viva, purísima y dichosa.

2011

Había regresado del pueblo con una inexplicable sensación de vacío. Los días se sucedieron con la velocidad del rayo y cuando quiso darse cuenta se hallaba de nuevo en su casa, sentado en su sillón de siempre y escribiendo un nuevo artículo para el periódico. El último día de estancia en el pueblo, al oír el triste sonido de las campanas de la iglesia, recordó otros momentos vividos en los albores de su infancia. Se condujo por aquel laberinto de calles estrechas y empinadas del que fuera su inolvidable barrio, y se vio corriendo de un lado para otro, después de haber merendado, eso sí, su buen hoyo de pan con aceite recién prensado días antes en la almazara. Los atardeceres de aquellos lejanos años fulgían en su memoria con la misma intensidad que lo hicieran en el pasado, cuando descubriera la luz y los sonidos de la soledad. ¡Una vez más de vuelta a casa! Así ocurría desde que doce años atrás decidiera afincarse en tierras de sol y desiertos, de azules encendidos y mar de lunas infinitas. Concurrían todas las circunstancias con las que había soñado a lo largo de los años. Y estaba alegre por cómo se desarrollaban los acontecimientos. Volvía a sus mares de sueños y lo hacía con la certeza de hallar en las incontenibles aguas, la luz y la belleza, la razón de cuanto deseó y aún a pesar de los años transcurridos deseaba. Esa y no otra era la única verdad, su verdad.No era la primera vez ni sería la última. Confiaba en que la monotonía de los días transformara en sueños toda su vida, y por eso, llegada la hora de los atardeceres, sin importarle el lugar donde se encontrara, se abismaba en los silencios de su propio ser, y hablaba para sí durante horas y horas, y miraba al horizonte como si fuera la última vez, el último adiós. Todo había sucedido con excesiva rapidez, como si la vida fuera un minuto, un soplo o un suspiro. Así pensaba en aquella hora del atardecer, cuando aún sentía en sus oídos el son triste de las campanas de la iglesia Mayor. De vuelta a casa las cosas parecen distintas –pensó-, y calló durante algunos minutos. El silencio se apoderó de las paredes de la casa y de los libros apiñados en las estanterías, y sin más miramiento que el de sus propios pensamientos se hizo aire, y viento, y nube y sombra, hasta desaparecer invisible entre los hombres que habitaban aquella tierra tan roja como la sangre. Regresaba, una vez más, para confundirse entre la maleza de la magia y los secretos que la vida enseña a cada paso. Y gozaba por ello, él que tanto había soñado siempre con un tiempo de infinita quietud, sin más sonidos que el silbo de los pájaros o el rumor del mar sobre los acantilados. Todo estaba decidido ya, nadie ni nada podía derrotar al mal que le acechaba cada tarde, después de oír el son triste de las campanas de la iglesia; llegado era el fin de un año más . La vida es un suspiro –se dijo- y comprobó en el calendario la presencia del nuevo año 2011.

MORENTE



Andaba inquieto aquella tarde. Iba de un lado a otro de la casa, agitado, como si presintiera alguna desgracia. No era la primera vez que le sucedía y por eso, cuando no podía dejar de moverse, se acrecentaba la angustia y un dolor insoportable le oprimía el ser entero. Su boca, entonces, supo del amargo sabor de la muerte, y el tiempo se detuvo en los lejanos años de su juventud, en el despertar de aquella primavera numinosa y brillante en las encaladas casas de su pueblo sureño, cercano a la Granada de sus sueños.
Fue por aquellos días de un mayo florido de amapolas silvestres en los campos de la campiña, a la hora del ángelus, cuando las campanas de las iglesias del pueblo sonaban al unísono; cuando los campesinos poblaban las tabernas y acodados en la barra conversaban unos, silenciaban otros y bebían vino o escuchaban el cante salido de las gargantas como un grito o un quejío que hacía temblar la tierra entera. Fue la primavera descubriendo los sonidos y los aromas quien despertó en él la esencia, la magia y el duende del flamenco. Fue su voz, aquella voz desgarrada, liberadora, un mundo en sí mismo, un universo paradisíaco. Nada más grande y sencillo a la vez que la fuerza rompedora contenida en el negror del vinilo, que giraba y giraba como una noria, imparable, creadora, iluminada y cristalina tal manantial de agua.
No era tiempo entonces de muchas alegrías, la escasez era la norma y los hombres se tragaban las palabras, silenciaban sus vidas a la luz del día y lloraban en la oscuridad de la noche. No, no era fácil la vida en los pueblos, controlada siempre por la mano demoníaca del poder. Mas fue entonces, cuando la primavera derramaba su luz y sus colores por la faz de la tierra, cuando la voz del joven Morente entró por ventanales y balcones, hospedándose para siempre en todos los rincones de la casa. Una nueva vida, un horizonte distinto apareció ante él y esperanzado anduvo desde entonces por la vida. Nunca más olvidó sus orígenes, y junto a él, acompañado por su inconfundible voz creció y vivió.
Ahora, cuando le amarga el sabor de su temprana muerte, él vuelve a sus orígenes, y piensa en el poeta, cantaor y maestro, en el hombre, y a pesar de todo, se ve a su lado contemplando un atardecer cualquiera en el mirador de San Nicolás, abstraídos, abismados en sus propios silencios.
Él sabe bien que, como el leve rumor del agua, la voz de Morente recorre las estrechas y numinosas calles del Albayzín, los muros de las mezquitas y conventos; se adentra en el fresco verdor de los jardines del Generalife y acaricia las yeserías, mocárabes, azulejos, salones, patios y celosías de la Alhambra, y vuela libre como un pájaro por el intenso azul del cielo hasta alcanzar la nívea cima del Mulhacén y el Veleta, todos y cada uno de los rincones de la tierra.
El aire, en esta hora del crepúsculo, nos devuelve, definitivamente, el último quejío desgarrador y profundo del maestro Morente.
¡Morente, por y para siempre vivo!

CASA MARUJA



Llevaba tiempo sin volver a aquel lugar tan misterioso como mágico. Descubierta la belleza de su paisaje y la sencillez de sus gentes cada vez que su trabajo y sus obligaciones familiares se lo permitían volvía a reencontrarse con ella, la mar, que le esperaba ansiosamente también. La luz crepuscular derramaba sus haces dorados por doquier. Las aguas, trémulas, centelleaban en el infinito, y él, ante tan inefable ceremonia, quedaba siempre absorto. Había vivido muchos momentos como éste, pero cada uno era distinto al otro. Para él, viajar hasta aquel rincón perdido del Levante era toda una aventura, una mezcolanza de sensaciones difíciles de definir. Se acostumbró de tal manera a ellas que, ciertamente, tampoco se empeñó en buscar más explicaciones que las que la soledad y el silencio del lugar proclamaban cada vez que se acercaba a su mar, al mar de Baria.
Baria se repetía como un eco incansable. Era Baria un rumor de antiguas civilizaciones en las torres vigías, en las rocas y calles del actual Villaricos. Cada vez que regresaba a la magia de aquel asentamiento, la brisa golpeaba suavemente sus recuerdos, y ya nada le parecía lo mismo. Un cúmulo de sensaciones se apropiaban de su voluntad, y entre todas y la más insistente, el sabor de la cocina marinera de Casa Maruja –el tiempo cambió su nombre por Playa Azul-, en la que hallaba siempre algo nuevo y distinto a sus anteriores visitas. Maruja, junto a su familia, ha sabido mantener la tradición culinaria del Levante. El pescado que entra en su casa viene del mar de Baria, de las aguas del Mare Nostrum en las que cada día faenan su esposo e hijos, y alrededor del pescado (gallospedro, gallinetas, rodaballos, salmonetes, lenguados o corvinas), el arroz con Bogavante de La Piedra de las Herrerías o el pimentón de raya, que de forma ritual se elaboran en sus fogones y se sirven con suma diligencia a los comensales, está la magia, la fantasía creadora.
Baria y Casa Maruja se funden en el tiempo para proclamar la esencia de la cocina mediterránea, del hacer lento y el sabor desnudo de la mar en la mesa. Maruja es, ha sido y será siempre esa mujer sencilla de pueblo que aúna dedicación y esfuerzo, generosidad y sabiduría popular para crear un universo marino único, en el que los sentidos y hasta el alma se transfiguran. Junto al mar de Baria, la casa de Maruja es un paraíso de olas y cantiles, de azules y sones, de silencios que al atardecer reviven en su memoria. Por eso asiste al milagro de la vida en las mediterráneas aguas de Baria. Por eso huye de la estulticia del hombre y viene a refugiarse en casa Maruja, pues a su cuidado feliz y libre se siente.
Atardece sobre Baria. La mar, una inmensa lágrima que recorre sus mejillas mientras conduce de vuelta al hogar.

EL ARABISTA


Llegaba con suficiente tiempo de antelación. Desde la carretera del Cañarete la ciudad mostraba un espectáculo único. La mar oscura y serena se dejaba acariciar en la bahía por una infinitud de luces y destellos que espejeaban en las mediterráneas aguas. En la cúspide del monte, perpetuándose a lo largo de los siglos como memoria sólida e indestructible de un pasado numinoso en las artes, la literatura y el pensamiento, la Alcazaba. ¡Qué poco –pensó en aquel instante- han aprendido nuestros gobernantes del que fuera gran rey de la taifa de Almería, y también poeta al-Mut'asim Bi-llah (el Protegido de Dios)! Conducía por la serpenteada carretera sin prisas, embriagado por el paisaje que ante sus ojos descubría toda su desnudez y su inefable belleza. Llegado a la ciudad, se dirigió hasta los aparcamientos del puerto, y de inmediato recordó la importancia de aquel puerto en otros tiempos más lejanos; se dejó acariciar por el aire que en ese preciso instante levantó levemente el vuelo y vio las embarcaciones cargadas de toneles de uva y de sedas multicolores, y como en un sueño, surcó mares y océanos, y se dejó guiar por los silencios de la tarde y la luz primera de la luna. ¡El puerto y sus soledades tuvo por abrigo aquella noche! Llegada era la hora.
Mientras caminaba hacia el aula Juan Goytisolo –cubo mágico del ser de La Chanca y sus silencios-, abundaba en el recuerdo de una carta que el arabista le remitió meses atrás. Por el camino trató de imaginárselo y por mucho que lo intentó fue en vano, nada se acercaba a la imagen del hombre que minutos más tarde le dedicaría su libro. Sin embargo, nada más verlo supo quien era: cubría la cabeza con una gorra negra, níveo cabello en rizos –también el bigote- y unos ojos claros y brillantes delataron su presencia en el recinto adornado con múltiples fotografías relativas a recientes manifestaciones de protesta por los sucesos de Palestina.
Allí estaba él, el arabista, abrigado por una única idea, por un convencimiento y una lengua. Allí, el profesor, tan exigente como generoso, la voz de la experiencia y el conocimiento, la fuerza de la razón, el grito de la tolerancia, de la justicia y la solidaridad, del compromiso con la historia y sus recónditos espacios, y en todos los lugares del mundo, el hombre y el amigo, la cálida y aterciopelada luz cenital que alumbra los caminos hacia Oriente. Estaba allí, junto a las calmas aguas del Mediterráneo, honrado y cabal, independiente y libre pensador.

Allí, sobre la tarima del aula, el intelectual y el humanista, el hombre y sus circunstancias, el arabista Pedro Martínez Montávez abriendo paso entre Oriente y Occidente con la luz de su palabra. Entonces recordó los versos del poeta palestino Samih Al Qasim cuando dice: ¡Vamos despierta! / Sin ti el sol no se pondrá, / Sin ti el sol no saldrá.!

LA OTRA CHANCA


Había transcurrido poco tiempo desde la última vez. Quizá la segunda en un par de meses. Llegaron a la ciudad al atardecer de un viernes cualquiera. Eran dos hombres y una mujer, treintañeros. Aquella mañana, después de haber dormido todos como verdaderos lirones, se ducharon, se vistieron y desayunaron en el comedor del céntrico Hotel. Afuera les esperaba un taxi. El taxista les abre el maletero en el que depositan la cámara, el trípode y una mochila; entran en el taxi –un mercedes blanco con una franja roja en el lateral y el escudo de la ciudad en las puertas delanteras- y le indican al taxista que les lleve al barrio de La Chanca. El taxista sonríe y les responde con un <>. El taxista les lleva por el casco antiguo de la ciudad, dejan a un lado la Plaza del Ayuntamiento –en obras por reforma-, la Fortaleza-Catedral, el hospital provincial y callejean hasta llegar a La Chanca.

Bajan del taxi y cámara al hombro uno, micro en ristre otra y trípode en mano el último, caminan de un lado para otro, toman imágenes de aquí y de allá, preguntan a quienes indica el guión que siguen meticulosamente y descansan llegada la hora del almuerzo. Reanudan por la tarde las tomas pendientes, preguntan de nuevo y anocheciendo vuelven en el mismo taxi al Hotel. A la mañana siguiente, toman el primer vuelo a Madrid con la satisfacción del deber cumplido. La cadena de televisión espera ansiosamente el reportaje. El material recogido es entregado a los montadores y en unos días queda concluso el vídeo. Luego, a esperar el momento oportuno para emitirlo.

Y llega el día de su emisión. Las gentes del barrio esperan expectantes. Una vez más un canal de televisión se acuerda del barrio de La Chanca. Pero la decepción no tarda en llegar. La historia se repite. Los habitantes de La Chanca no salen de su asombro. De nuevo las deplorables imágenes de siempre. Los mismos protagonistas de siempre. De nuevo el paisaje desolador de siempre.

Aleccionados bien y rápido, lamentablemente, no vieron la otra Chanca. No vieron el blanco resplandeciente de las cuidadas viviendas de sus habitantes, los árboles que han quedado a su atención y mimo, la cálida mirada de sus niños, la voz sosegada de los maestros, los alegres colores de la Escuela o a las nuevas promesas del flamenco. Ellos no vieron la inconmensurable belleza interior de los seres humanos que habitan el dignísimo barrio de La Chanca, ni se preguntaron, al menos, quién o quiénes podrían ser los culpables de tanta dejadez y olvido, de tanta sinrazón e injusticia.
No vieron por ningún sitio el más valioso tesoro hallado en La Chanca: la grandeza de los seres que la habitan y la sueñan.

LA CARTA

La letra era inconfundible. El trazado de cada vocal y consonante sobre el papel blanco del sobre solo podía ser de una persona, muy querida para mí, lejana ahora pero que en otro tiempo compartió conmigo, y yo con él, muchos momentos que ya han quedado grabados para siempre en la memoria y en ella campan, inolvidables. Me había llegado una carta, algo casi inexistente ya en el hábito de los españoles. Sin embargo yo, un privilegiado del género epistolar, había recogido del buzón el correo existente, con la grata sorpresa de la carta de mi tito Manolo, nonagenario ya pero con la lucidez necesaria todavía como para escribir una carta. ¡Qué mérito y qué ejemplo! Con toda seguridad que nosotros, tan maravillosamente agasajados por la sociedad de las nuevas tecnologías y la información no llegaremos a tanto, ni siquiera a su edad.
Noventa años cumplidos y una letra admirable; cierto que con alguna falta de ortografía, pero no lo es menos que perdón solicita por ello en las últimas líneas, encima que la única escuela que conoció fue la de trabajar de sol a sol en el campo primero y, luego, con los años, en los albañiles, en la recogida de la uva en Francia, en las aceitunas... Él, humilde defensor de la democracia durante la República, represaliado por el Régimen de Franco y condenado a trabajos forzados en los campos de concentración que poblaron las tierras de España... Él, que lleva con orgullo haber sido sargento republicano, con la humildad que siempre le caracterizó y con su bella y recta grafía manchando la blanca cuartilla, me da las gracias por recordarle y me cuenta, con sencillez sus recuerdos.
De la guerra del 36, dice, son tres cosas las que quiere contarme, las tres buenas, claro. La primera que se fue al frente el año 37 para defender junto a sus compañeros la Libertad que la derecha siempre les negó y aunque esa libertad tardó muchos años, llegó; la segunda que, por muchas balas que le tiraron ninguna le rozó y que nunca podrá olvidar cuando reconocieron a los sargentos de la República una paga, y la tercera, la alegría de haber formado desde el año 1964 parte de nuestra familia al casarse con mi tita Lola.
Es ésta una carta sencilla, venida de tierras aragonesas, las que ahora le acogen. Al leerla no puedo sino sentirme muy orgulloso de mi tito Manolo: un hombre bueno, cabal donde los haya, defensor a ultranza de los derechos humanos, solidario siempre, nonagenario y lúcido aún, querido por todos.
No es ni ha sido ésta una carta cualquiera, no. Esta escueta pero precisa epístola llega con la fuerza del trueno para ser, de nuevo, la voz del pueblo humilde y trabajador, sin más. ¿No les parece grandioso?

LA CHANCA Y GOYTISOLO


Causa sorpresa que quienes ostentan la vara de mando y todos los sacristanes que les secundan –gentes de cerebro gris-, mediocres y pancistas de bien vivir, filibusteros y pícaros en general sean blanco de la noticia antes que quienes por su trayectoria, coherencia, intelecto, sabiduría, honradez y buen hacer profesional deberían ser el centro de atención por excelencia. Cuando escribo esto estoy pensando en Juan Goytisolo, reciente Premio Nacional de las Letras. Confieso que no le conozco personalmente, que nunca intercambié una sola palabra con él, pero a veces solo con mirar a los ojos a una persona es suficiente. Eso es justamente lo que me ha ocurrido a mí con Juan Goytisolo, con independencia del reconocimiento que su obra me merece.
Decía, volviendo al hilo de la escritura, que a veces basta con mirar fijamente a los ojos de una persona para saber de él. El problema, el gran problema de hoy es que estamos demasiado pendientes de nosotros mismos como para mirar a quien tenemos enfrente. Vamos muy rápidos y cuando queremos darnos cuenta es demasiado tarde. Hemos perdido la buena costumbre de mirarnos a los ojos mientras hablamos; no hay contacto, no sentimos al otro. Su presencia nos es tan ajena como lo pueda ser Marte.
Sin embargo, la excepción –dicen- confirma la regla. Sirva como ejemplo el protagonizado por los escolares del Colegio La Chanca. Ellos, que también han sentido la presencia del escritor, que le han mirado a los ojos, le han besado, caminado junto a él por su barrio, que viven en el deseo de un nuevo encuentro y le han sentido muy adentro, le llaman amigo y lo felicitan como mejor saben hacerlo: con el corazón y en una pizarra. Ellos quieren leer todos sus libros, y ser unos grandes lectores y escritores, como él. Mas Juan Goytisolo no es sólo el escritor, es el hombre comprometido con sus gentes -provengan de donde provengan- y con su tiempo.
No sé si alguna vez tendré la oportunidad de conocer a Juan Goytisolo en persona, espero que sí, pero si así no fuera, siempre diré que me bastó mirarle a los ojos para sentirlo cercano. Tan cercano como lo está en la fotografía que ahora contemplo: él en el centro, rodeado de niños y niñas del barrio de La Chanca, su barrio. Juan, con los brazos sobre las caderas, los mira atentamente, escucha sus explicaciones. El tiempo no existe. Juan Goytisolo entre todos y con todos. El escritor y el hombre, inseparables.
Juan Goytisolo en el silencio de las noches de Marrakech y de La Chanca, en la soledad de la mar, en los espejos del alba.

TALLERES


Desde hace unos seis o siete años la moda de los talleres de escritura se ha implantado en España. Crecen por doquier estos talleres en los que se pretende, por un precio nada desdeñable y unas horas, enseñar a los asistentes a escribir correctamente poesía en unos casos y prosa en otros. Se anuncian estos santuarios para nuevos escritores en Internet, en las páginas de los periódicos más prestigiosos, en las Universidades, en las bibliotecas o en los lugares más insospechados. En ellos, el ponente o profesor, que a veces es un escritor y otras algún joven licenciado en Filología, enseña, en un tiempo excesivamente corto, las reglas fundamentales para una escritura correcta. El perfil de quienes se acercan a este tipo de enseñanza es variado: desde el estudiante universitario hasta el jubilado. Asisten a estos talleres con la esperanza y el deseo de poder alcanzar un estatus social que en los últimos tiempos se ha puesto de moda en nuestra sociedad: escritor. Y es curioso, porque esta digna y noble profesión que siempre fue silenciada, en el mejor de los casos, y denostada, en el peor de ellos, parece que ahora remonta el vuelo para convertirse en un hecho trascendente, relevante.
Hoy, en los albores del siglo XXI, ser escritor es un signo de distinción social. De ahí que sean muchas las personas que se acercan a estos talleres de creación, en la creencia que encontrarán la varita mágica, o que, incluso, se les desvelará los secretos de la composición poética o narrativa. Acuden a los talleres con la convicción de que en unos días habrán aprendido lo que otros tardan toda una vida. Pero para ser escritor, un buen escritor, que de eso se trata, supongo, hace falta mucho más que unos días y una determinada cantidad de dinero. Es posible que en estos talleres se alcancen algunas habilidades, pero entiendo que el proceso de creación de una obra literaria, sea poética o narrativa, necesita de esfuerzo, tiempo, meditación, infinitas lecturas, conocimiento de la lengua, etc.
Vivimos un tiempo de extremada confusión. Todo se sucede con la velocidad del rayo; el éxito y el poder la meta, sea cual sea su precio. En el caso que nos ocupa, el de ser escritor, también.
Para ser escritor, además de la técnica y el dominio del lenguaje, hace falta algo imprescindible, alma. Se podrá escribir correctamente un poema o una novela, pero si una u otra no conmueven al lector, de nada habrá servido la técnica.
Escribir es vivir en cada personaje su propia vida hasta las últimas consecuencias; encadenarse a sus sentidos hasta dejar de ser uno mismo para ser el otro. No existe escritura sin entrega, sin alma.

LA UNIVERSIDAD


Nunca le abandonó la necesidad de conocer, incluso ahora que, cumplidos los cincuenta años, había decidido matricularse en la Universidad. Aún hay tiempo, se decía a sí mismo una vez y otra, convencido de que el deseo, la voluntad y la constante y creciente curiosidad que le caracterizaban harían el resto. Volver a la Universidad después de tantísimos años era todo un reto, y el tiempo, su principal enemigo. Primero tendría que cumplir con su jornada laboral, luego con sus obligaciones familiares, y, finalmente, robarle horas al sueño para estudiar.
Sabía bien que su aventura universitaria no sería fácil, y a pesar de todo, estaba ilusionado. Los ojos le brillaban con una intensidad desconocida. Le temblaban las manos con solo pensar que en ellas se alojarían, después de tanto tiempo, los libros de texto, como cuando era joven y acudía al Instituto, con la diferencia de que para este viaje tendría como compañera a su propia soledad.
El primer día que acudió al campus se ruborizó un poco, incluso dudó de haber actuado correctamente. Por segundos tuvo la certeza de creerse rematadamente loco. Entre ellos él, que doblaba sobradamente la edad de aquellos pipiolos; sintiéndose observado por todos desde la más absoluta indiferencia, como si no existiera realmente. Aún así, volvió al día siguiente para completar la matrícula. Los días sucesivos los empleó en contactar con los profesores para concretar las tutorías. Cuando quiso darse cuenta ya era un nuevo alumno de la Universidad, y se sintió afortunado, descaradamente afortunado.
Había soñado tantas veces con aquel momento que le parecía imposible estar allí, en el campus de la Universidad, en su biblioteca, en las aulas (aunque no pudiera frecuentarlas como el resto de los alumnos). Allí, con el único deseo de aprender, de descubrir y aplicar luego los conocimientos. Sin prisas pero sin pausa.
Ajeno a los dimes y diretes, que los habría, la Universidad comenzó a ser su único refugio, y su horizonte. Había encontrado una nueva razón de ser, un nuevo mundo. El saber como meta. La luz del conocimiento como guía. Ahora tendría que comenzar desde cero y no sería fácil, pero nada de esto le importó. Consciente de hallar en el camino cientos de obstáculos, no desfalleció, todo lo contrario, se sobrepuso a ellos y con denodado esfuerzo fue conquistando su gran sueño.
Hoy, sexagenario ya, deambula por el campus universitario, solo y silencioso. El eco de una voz le susurra al oído: ¡Universitas... In lumine sapientia!

CULTOS

Aquella mañana el cielo amenazaba con descargar toda el agua-barro del mundo. El color gris anaranjado de una única y gigantesca nube parecía presagiar el final o acabamiento de todo. No obstante, y a pesar del estado agónico del cielo sobre la mar y los hogares, un calor sofocante emergía del mismo centro de la tierra. La luna, como una tímida dama en el cielo, asomaba por segundos su deslumbrante blancura. Reconozco que el paisaje, aunque hosco, no dejaba de ser conmovedor. La vida estaba en cada átomo o partícula, ofreciéndose desnuda y libre, y a mí esta circunstancia me pareció extraordinariamente bella. La razón de mi culto a estos días grises unas veces y otras lluviosos viene de antiguo, pero no me pregunten la razón. Tal vez, se me ocurre a bote pronto, mi madre sea la causa, que siempre confesó su deleite por ellos, contagiándome a mí de la misma querencia. Realmente, todos los seres humanos mostramos una tendencia hacia algún culto, con independencia de cuál sea su naturaleza. Los hay hacia el poder, la imagen, el dinero, la religión, y un largo etcétera. Los cultos pueden ser tantos como personas existen en el mundo.
Por la tarde, todo fue distinto. Ante mí, el bullicio de la gente de un lado para otro, subiendo y bajando escaleras, mirando escaparates o en las cafeterías componía el nuevo paisaje. En las entrañas del gran centro comercial la vida discurría aceleradamente. Entre tanta gente una joven pareja suscitó mi atención. Ella cubría su cuerpo con un manto negro, bajo el cual asomaban los bajos de un pantalón blanco, y la cabeza, con un pañuelo también negro; él, una camisa blanca y desabotonada hasta el pecho, así como unos destintados y modernos pantalones vaqueros. Al verlos pensé enseguida en los cultos y en las diferencias que los marcan, pero lo hice sin acritud alguna, desde el respeto que merecen las costumbres y tradiciones de cada pueblo, su singular cultura.
Durante el resto de la tarde no pude apartar de mí aquella imagen. Él, igual a sus iguales, consumiendo los mismos objetos o productos que sus iguales; normalizado en sus costumbres; ella, en cambio, anclada en el pasado, conservadora de un culto ancestral, diferente a sus iguales. Ambos, seguramente, educados en la misma cultura.
Cada vez que visito el centro comercial pienso en aquella joven pareja y no puedo evitar que una cierta tristeza me asalte. El hombre, por mucho que nos pese, sigue siendo ese ser egocéntrico e insolidario, incapaz de compartir con sus iguales las grandezas del mundo, una sonrisa siquiera.
Atardece, delante del escaparate, la joven pareja. Él, habla y habla; ella calla, y sueña.

DESMEMORIA


Existe un dicho popular que dice "siempre". Cuando se hace uso de él, al menos en el noventa por ciento de las ocasiones, mi experiencia me dice que acierta de pleno. Y es que en esta España nuestra siguen hablando los de siempre, que no son otros que los que debían de callarse, y no meter la pata hasta el corvejón que es lo que hacen un día tras otro delante de las cámaras de televisión, en los periódicos o en la radio. A veces tengo la sensación de hallarme en otro tiempo, un lugar que atisbo todavía en blanco y negro, en ocasiones gris, donde la luz casi nunca se advierte. En ese mundo, quienes me rodean –hombres y mujeres humildes- evitan hablar por temor a ser castigados, y la hipocresía, la mentira y el boato campan a sus anchas por doquier. Quienes vivieron ese tiempo de riguroso silencio, de miedo continuo y humillación, ahora, sólo pretenden que se les devuelva la memoria, por justicia y dignidad.


Quienes tuvieron que soportar durante tantos años el desprecio, la soledad y el silencio como una losa tan pesada como insoportable y dolorosa, tienen derecho a que se les escuche ahora, a hablar, y si me apuran, por qué no, a gritar de impotencia y de rabia por tanto desagravio. Todos ellos, sin exclusión, no existieron ni vivos ni muertos. Hurgaron en sus cerebros con la intención de desmemoriarlos, pero no lo consiguieron, y ahora, cuando están dispuestos a desenterrar tanta angustia y desesperación también se les quiere silenciar.



Lo que sé lo sé de oídas, eso sí, quienes contaban las historias de sus vidas lo hicieron siempre en voz baja, muy baja, porque hasta las paredes creían que escuchaban. Sucedía a la luz de una vela y al calor del brasero de picón, en las noches de invierno, de vuelta de la recogida de aceitunas. Así fue durante muchos años, con la expresión del miedo en los ojos; temiendo una llamada en la puerta de la casa mientras se dormía plácidamente, aterrorizados día y noche.



Nadie escapó a la venganza y la vileza de un tiempo gris, a la ignominia y el sufrimiento de la oscuridad y el silencio. No había nada que hacer, la vida era un túnel sin salida.



Aún hoy, la vida es una secuencia en blanco y negro, y los rostros que se muestran lo hacen escondidos tras unas grandes gafas de cristal negro. El origen de todo es la total oscuridad, el silencio que nace de las entrañas de la tierra, de una tierra regada con sangre y fuego. Todo acabó tiempo atrás, y sin embargo, preciso es que se restituya la memoria colectiva, la de todos, sin exclusión, por dignidad.

LA GALLINA CIEGA


Vendar sus ojos tan azules como la mar que baña esta orilla fue algo mágico. Luego, después de que la oscuridad se convirtiera en el único universo existente, la desnudez de su cuerpo iluminó la estancia. Aquel resplandor cegó a quienes contemplaban silenciosos tanta belleza. En cambio, hubo quien no sintió nada, y con los ojos vidriosos de ira salió del lugar raudo y despotricando de unos y otros, escupiendo palabras y vomitando insultos. La pobreza de su mirada no pudo captar el verdadero sentido de aquel espectáculo de luz y materia, de lienzos y mármoles, de blancos y negros, y rojos, y amarillos, y paisajes convocados del futuro, cristales y arcilla, maderas y tela, papel y bronce...Todas las miradas al frente, buceando por las entrañas de la materia y del espíritu, conquistando nuevos reinos para el sosiego y la paz que todos deseamos perpetuar en lo más profundo de nuestro ser. Ahí estaban todos, hombres y mujeres, objetos, la nada y el abismo, el todo y el paraíso. Y en cada uno una concepción distinta del universo, la diferencia como ley, la fusión de lo absoluto y la nada para ser más libres, más puros, más solidarios.

Vendar sus ojos tan azules como la mar, vendarnos los ojos todos, sin excepción, y dejar que el aire nos acaricie los labios llegada la tarde, que la luz de la mirada nos perfore la carne, que las sombras nos brinden sus silencios, que el trazado del pincel o de los lápices sea un rosario de sueños y quimeras, que el blanco y negro del pasado nos alerte de la noche y sus cuchillos...


Jugar a la gallina ciega en la negrura y la soledad de A Costa da Morte, en el olvido del Cortijo del Fraile, en la sangre de una pasión crucificada, en la blancura cúbica y solemne de la Chanca, en la pobreza secular de Andalucía, en la estulticia del poderoso, en la rancia tradición del nacionalcatolicismo, en la belleza marmórea de una sonrisa o en el dolor callado del miedo y sus fronteras.


Permanecer con la mirada atenta a los paisajes interiores del alma y sus aristas; alzar el vuelo hasta la cúspide de nuestra propia clausura, de nuestro destino global y único; abrir las puertas del conocimiento y la sabiduría a un tiempo sin límites ni barreras o abismarnos en nuestras propias miserias y contradicciones. Salvarnos los unos a los otros en el tránsito de esta vida. La magia de la soledad creadora, provocadora, libre y desnuda, esperanzadora, y en el Todo la gallina que nos observa, y que de ciega, nada de nada.

 
(Ilustraciones: Goya, Golucho, Ontañón, Antonio López y Noé Serrano)

SALA DE ESPERA


Sucedió todo muy deprisa. Fue como si de pronto el día se convirtiera en noche, una noche espesa, abisal. Ellos se miraron fijamente a los ojos, sin entender nada. La niña, sobre el sillón del salón, estaba pálida, triste, sin ganas de nada, como si un extraño ser se hubiera apoderado de ella y no supiera responder a ningún estímulo, a las carantoñas o a los disparates gesticulares de sus progenitores. Una sensación de vacío se apoderó de la casa y una tormenta de angustia creció y creció hasta inundarlo todo. A veces, la vida nos depara momentos dramáticos, de verdadera locura, en los que el camino se hace interminable, infinito, y en los que no sabemos cómo actuar, si lanzarnos al vacío o luchar con todas las fuerzas para salvar lo que amamos.
Cuando toda la luz del día se transforma en una densa nube negra, como si una lluvia de gritos estuviera a punto de estallar sobre la faz de la tierra, una absurda música se instala en los tímpanos y los hace sangrar para siempre. Quizá, ellos, incomprensiblemente, vencidos por el dolor de la herida, no supieron sino abrasarse en el fuego de los ojos y ocupar el espacio de los besos con el agrio silencio de un cuerpo de niña en los brazos.
Un solo gesto bastó, una sola mirada, para que el llanto rompiera dentro, en las profundas aguas, en el cálido vientre del alba, en los alrededores de la calle, en los acantilados, en un mar de caricias y labios.
Todo ha cambiado, así, en un segundo. Ellos, que sintieron en sus dedos la luz de los amaneceres y el silencio de las noches de otoño, nada pudieron contra la oscuridad de la tarde. Y huyeron, hacia otra ciudad. A la ciudad de los sueños –sus sueños-, al jardín de la infancia que ella, ahora, en su regazo arropa.
El tiempo fue un cuchillo afilado. Transcurrieron los días, y en las paredes de aquella estancia blanca y fría quedaron las huellas de unas manos de niña. Acecharon las sombras que en la noche se ocultan y nada fue ya lo mismo. Fue cayendo la lluvia en los tejados del alma, y entre tanto, sus dedos de niña a los silencios se enredan.
La soledad sitia la blanca espera. Y ellos, desde la nada, la vida entera abarcan. Mediaron madrugadas y silencios en aquella sala de espera que anhelaba la vida. Temblaron las baldosas cuando, la niña, abriendo los ojos, el corazón y el alma, de nuevo vida fuera.
Sucedió todo muy deprisa, al filo del alba. El tiempo despierta con la sonrisa encendida por el claro rumor de las aguas, de la vida, los sueños, la esperanza.

SÓLO OLVIDO


Aquella mañana María no supo bien dónde se encontraba. Miró a su alrededor y todo le parecía extraño, ajeno, desconocido. Se levantó y fue al baño. Quedó inmóvil frente al espejo, mirándose a sí misma, sin reconocerse siquiera. El rostro de mujer que veía frente a ella no le decía nada. Era como si el tiempo lo hubiera transformado todo. Aquellos ojos claros, los pronunciados pómulos, la nariz perfilada, los carnosos labios, las arrugas de la cara, los dorados cabellos.

No escuchó las campanas de la iglesia, ni los pasos de Juan, su marido, que la seguía de cerca, observándola preocupado, porque algo no iba bien. Lo sabía, ya había ocurrido otras veces. Pero él no quiso preocuparla. Lo supo entonces y antes que María comenzara a abismarse en un mundo desconocido para ambos. Mas Juan, que siempre estuvo a su lado, ahora no podía abandonarla. Ni siquiera se le había pasado por la imaginación. Toda una vida juntos y así seguiría hasta la extenuación. Juan sabía, había escuchado a otros jubilados como él que quienes caían en el precipicio del olvido, difícilmente se recuperaban. Aun así, él no quería hacerles caso. Seguramente estarían equivocados. Los viejos pierden pronto el sentido de la realidad, chochean con frecuencia –se decía a sí mismo. Y eso no le iba a pasar a María, su esposa, no estaba dispuesto a que ocurriera.

Y luchó con todas sus fuerzas por que así no fuera. Y a su lado estuvo mientras pudo. Observando cómo recorría lentamente el pasillo de la casa, cómo se paraba frente a él y le preguntaba, mirándole a los ojos: ¿papá, qué haces ahí quieto como un poste? ¡Anda, vamos a tu cuarto, que tienes que descansar! Y lo cogía de la mano, y él, Juan, su marido, se dejaba llevar hasta el dormitorio, y se echaba boca arriba sobre la cama, y ella, sentada a su lado, recordaba cosas que sólo ella había vivido y que para Juan, su marido, no existieron nunca. Pero Juan hizo del silencio su vida, y nunca la contrarió, nunca le dijo nada que pudiera molestarla, y ella, María, siempre en la casa, de aquí para allá, una vez y otra, incansable. Hablando para sí. Y Juan siempre tras ella. Cuidando de ella, protegiéndola, para que no se hiciera daño con nada. Juan siempre ahí, a su lado.


Pero un día, María se abismó definitivamente en su extraño mundo de fantasmas y sombras. Y calló. Aquel día, María se detuvo delante de la ventana del dormitorio, fijó la mirada en el infinito de la nada, y sollozó sin saberlo. Juan, su marido, tras ella, observándola desde la puerta, silencioso, vencido.

LA PROSTITUTA


Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Ella, Nadia –y el nombre importa poco-, se había levantado a la misma hora de todos los días, casi a la hora del almuerzo, pues como todos los días, llegaba a casa no antes de las cinco de la madrugada, después de atender a los clientes que frecuentan el Club de alterne donde ella trabajaba cada día, desde que llegó de Rusia, su país de nacimiento.
Nadia, luego de darse una ducha de agua fría –era costumbre en ella desde que llegó a estas tierras-, vistió su hermosísima desnudez con un albornoz de color rosa que le había regalado unos meses atrás Antonio, su amante y proxeneta. Después de abrir la puerta del baño para que el vaho del espejo desapareciera, quedó inmóvil frente a su propio rostro. Se miró intensamente a los ojos, como si fuera la primera vez que se veía a sí misma frente a un espejo, como si no se reconociera en aquellos rasgos de su cara, de sus áureos cabellos, de sus carnosos y pálidos labios, de sus pronunciados pómulos, de su tersa piel, de sus largas pestañas…Pero Nadia estaba allí, mirándose en el espejo, como una tonta, como si al hacerlo de aquella forma una paz extraña se apoderara de ella. Pero Nadia, un día más, se hallaba sola. Sólo ella y sus sueños, y sus fantasmas, y el miedo.
Nadia, entonces, como una autómata se maquilló rápidamente: un poco de crema en la cara, el rimel para las pestañas, el lápiz negro para el borde de los párpados y un ligero cogido para el pelo. Ya en la habitación, Nadia escogería el conjunto de lencería más sexy, una minifalda y una camiseta escotada; comería junto a otras compañeras de oficio en el bar de la esquina y de nuevo, a la misma hora de todos los días, al Club, a esperar, como siempre, que llegue la noche y con ella sus vampiros. Y ella, Nadia, se acomodará al placer de los hombres, hasta la extenuación.
Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Nadie volvió a su casa acompañada de Antonio, y sin saber por qué, tras pasar la Puerta ocho de la Primera planta del Edificio A, el cuchillo jamonero que escondía entre su ropa su amante y proxeneta, le atravesó el corazón, como un poseso el cuchillo entró y salió del cuerpo de Nadia hasta diez veces. Nadia cayó al suelo y llevándose las manos al pecho sintió que la sangre le quemaba las manos, la vida entera. Luego, un gran silencio, la nada.
Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Nadia volvió definitivamente a casa, para siempre, para siempre.