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ÚLTIMAS EPÍSTOLAS DE KALINKA


Retomo para esta ocasión aquel verso de Rafael Alberti que decía “Nunca fui a Granada”. Hoy, lamentablemente, yo también escribo: “Nunca fui a Toulouse”. Nunca estuve en la Rue General Faidherbe de Toulouse, donde vivió Kalinka Pradal. Sin embargo, desde que inicié mi relación epistolar con ella y en muchos momentos, me he imaginado cómo sería su calle, su casa y, cómo no, cómo sería realmente esta mujer almeriense, víctima de un tiempo incivil que la llevó, siendo una niña, al más cruel de los exilios.
A veces, en la vida, un cúmulo de circunstancias por impensables y extrañas nos acercan a la vida y obra de otros seres. Es mi caso. Allá por el año 98 llegaba a este paraíso de mar, desierto y cine. Al poco tiempo descubrí a uno de los personajes almerienses más interesantes y extraordinarios –también más desconocidos para sus propios paisanos- de la historia reciente de Almería: Gabriel Pradal. En los libros que leí: Gabriel Pradal o el honor político, con prólogo de Felipe González y de autores varios; Gabriel Pradal (1891-1965), de Gemma Pradal Ballester y Comentarios de Pericles García, por Gabriel Pradal, en sus ediciones de Toulouse 1967 y Almería 1991, hallé la honestidad política, el humanismo y la generosidad de un ser extraordinariamente comprometido con su tiempo y sus principios. La lección aprendida por aquellos días fue la verdadera lección de una vida entregada al conocimiento, la libertad y a los desheredados del mundo.


Tuve entonces la sensación, y aún hoy la tengo, que estaría unido a los Pradal el resto de mis días. Luego conocí a Gemma Pradal. Muchas fueron las horas y los días que tuve la oportunidad de hablar con ella de su tío-abuelo Gabriel Pradal. Gemma hablaba y hablaba con pasión de la vida y obra de Gabriel. Yo, que sólo había sido un ferviente lector, reconocía en su voz, quizá también en sus gestos y expresiones, al político honesto, al intelectual, al escritor, pero sobre todo, al hombre en su más extenso y valioso significado. En todas esas ocasiones veía al hombre que de pie, sereno y atento, con cabello cano, gafas de concha, traje negro y a rayas, lee un periódico que sostiene en su antebrazo izquierdo y en la mano un sombrero de fieltro, mientras que los dedos de la mano derecha acarician levemente el bigote y la barbilla. Creo que fue por aquellos días cuando decidí escribir sobre su vida. Durante algún tiempo estuve dándole vueltas y vueltas a esta idea. Un capítulo del libro de Gemma titulado “Salida de España” y concretamente este pasaje: “…el día 23 del pasado trasladamos la Comandancia de Obras Militares desde Barcelona a un pueblecito cercano a Figueras, llamado Villanant. Fue un día de preocupación. Al anochecer salí en el coche con los niños” (refiriéndose a sus dos hijos mayores, Gabriel y Mercedes), fue el detonante. A partir de entonces el nombre de Mercedes ocupó los días y las noches, las horas y los minutos que dedicaba al noble arte de la escritura. No había otra salida, tenía que contactar con Mercedes Pradal, aquella niña que en aquel frío día de febrero de 1939 cruzó la frontera francesa camino del exilio. Y así fue como comencé mi relación epistolar con Mercedes Pradal, desde entonces Kalinka. En la primera carta le hablaba de mi interés por conocer detalles de la vida de su padre, Gabriel Pradal, de cómo fue el exilio, de sus sentimientos, de sus deseos, en definitiva, de todo aquello que afectó a su vida. Kalinka me acusó recibo a los pocos días. Yo estaba entusiasmado y agradecido a su pronta respuesta. Luego volví a escribirle, le insistía para que me abasteciera del material necesario para iniciar la narración. Recuerdo que en aquella carta le envié, también, un poema dedicado a ella:
COMO TUS OJOSYo quiero ser la voz tan alta que mereces,
definitivamente.
Arturo Serrano Plaja


a Kalinka Pradal, hija de la guerra y el exilio.

En sus ojos de oscuras soledades
los tuyos reclamaban la luz, vuelos
de mariposas tiñendo los días
de esta triste y extraña primavera.
En sus labios de encajes y silencios
los tuyos emergían como un trueno
de límpida mirada que recorre
la tierra cincelada de cenizas.
En sus manos de mármol veteado
las tuyas derramadas en latidos
de agrestes despertares y de asedios
clavándose en la carne como un llanto.
En sus pechos de ninfa vegetal
los tuyos abiertos en honda herida
rebelándose tras saberse noche
de aquel tiempo incivil y tenebroso.
En la memoria, lejanos los días,
el viento acuna voces de una infancia
cualquiera, como luces emergentes,
como azules desbordando el ocaso.

Estallan los silencios esta noche.

De nuevo el invierno en las calles, su luz
cegadora, su plateadas manos


sobre la estatua marmórea del parque,
sobre la mar, el aire, los cantiles.
Esta noche, estallidos de silencios
en la estancia, golpes de frío y lluvias
galopan sobre la mesa y los dedos,
amargos, como nunca antes lo fueran.

Estallan esta noche los silencios,
el universo entero en mis pupilas,
la doliente presencia de la espera
junto al triste ciprés de los vencidos.

Estallan los silencios esta noche...

Han pasado los años y aún te veo
clavar los ojos en la noche negra
de aquel febrero negro que imponía
el horror de la sangre y las trincheras.
Aún te veo, con el cuerpo entumecido
de miedo y soledades, recorrer
el silencioso túnel del espanto
en el trémulo asiento de la huida.
Te veo tras los cristales de un viejo tren
en la gélida estación de Cerbère;
veo la triste y desolada mirada
de un hombre abismándose en el fracaso.
Veo el dolor del exilio en la Bretaña
marina y distante de los sin patria
y unas cartas de amor que llegan siempre
al mismo destino y destinatario.

Te veo en las índigas y claras aguas
del Mediterráneo, ahora que la luz
del día comienza a lucir el ímpetu
vivo y ardiente de tu voz en las olas.

Kalinka tardó en contestarme, pero su carta fechada el 8 de julio de 2002 en Toulouse, me llegó unos días después. En ella me pedía disculpas por la tardanza en contestar debido a su mal estado de salud: “El corazón acusa, a mi edad, los sufrimientos de toda una vida, que no fue particularmente dichosa” –decía-, y continuaba agradeciéndome el poema dedicado “que me emociona y me sorprende. No sé por qué mis ojos. Usted no me conoce, ni sé cómo puede evocar ciertos recuerdos que están en el fondo de mi alma. El horror de la guerra, ese tren oscuro en Cerbère, la Bretaña…”. Concluía su carta Kalinka con una invitación para que visitara Toulouse. Volví a escribirle para darle las gracias por sus cálidas palabras, por su comprensión y generosidad. Kalinka respondía de nuevo con una postal fechada el 3 de agosto de 2002 desde un lugar llamado La Franqui, donde veraneaba aquellos días: ”Mis hermanos y mi padre escogimos este lugar pues, contrariamente al resto de Francia, que es un país verde y risueño, esta región, que es árida y seca, nos recordaba a nuestra Andalucía y a Aguadulce, donde pasábamos los veranos en nuestra infancia. A mí me apasiona este “Mare Nostrum” que es toda nuestra cultura”.
Después de aquella bella postal, que ciertamente recuerda las playas de Aguadulce, paraje conocido en vida de su padre como “El barranco de las adelfas”, no recibí carta alguna. Pasaron los meses. Alguna vez en encuentros casuales con Gemma pregunté por ella, pero ya su estado de salud empeoraba aceleradamente. Hasta hace unos días, que al leer el periódico, me encontré con la triste noticia de su muerte. De inmediato llamé por teléfono a Gemma para darle el pésame, y volvimos a hablar de Kalinka con el corazón estremecido. Gemma, con un hilo de voz emocionada, caminaba de la mano de Kalinka por las calles de Almería, observando el espectáculo de los Gigantes y Cabezudos y escuchando los versos de Federico García Lorca en la voz de Kalinka; luego ha viajado con ella hasta Collioure para homenajear a Antonio Machado y a la rue del Toro, en Toulouse, donde se reunían los socialistas españoles exiliados.
Ahora sé y lo sabré siempre que Kalinka vive y vivará eternamente entre nosotros. Que vive como viven sus ojos en mi memoria.