EL ÁRBOL DE LA VIDA. JOSÉ ANTONIO SANTANO



Me vuelven las palabras, sus sonidos de agua y luz. Vuelven a hospedarse en la memoria. Su aleteo constante va y viene, de un lado para otro, abrasándome en sus labios. Una palabra se repite, es un eco que sobrevuela las montañas, los mares y desiertos. Acudo a su encuentro con vehemencia. ¡He esperado tanto tiempo su visita! Y ahora, que la luz del día incendia los campos donde ella habita, es mi deseo caminar el tiempo de esta vida asido a sus manos de hojas y silencios.


El aire me devuelve a sus dominios. Ella me espera. Yo la busco. Ambos sentimos el temblor que sienten los amantes cuando se buscan. Ambos sabemos del dolor de la espera, pero también del goce de la entrega. Ese momento mágico y misterioso en que los labios se rozan y la piel se eriza y los cuerpos tiemblan abrasados. Entonces, la palabra se transforma en un árbol milenario, en el árbol de la vida. Y el árbol, enhiesto, majestuoso, vuelve a ser palabra, y luz, y bálsamo. Y la palabra vuelve a ser árbol, y el árbol la palabra. Por siempre y para siempre la palabra.



Hubo un tiempo de silencios y sombras
arañando la tierra y sus fronteras,
las arrugas del aire en los inviernos,
el fuego de los dedos en la tarde.

Hubo un tiempo de luces y amapolas
preñando los orígenes del beso,
unos senderos de amarillo otoño,
domingos que escaparon de las manos
y unas letras escritas en el tronco
de aquel viejo y solitario árbol.


Hoy, en la triste soledad de esta casa,
aún noto su enhiesto cuerpo leñoso,
su piel mestiza y horadada de siglos,
sus largos brazos de auroras en brasas,
sus claros ojos huyendo a la fuente
donde el fruto destella como el oro.

Aún hoy, cuando una lágrima se abisma
en la tierra del fuego y de la lluvia,
desciendo lentamente hasta los sueños
de una noche cualquiera en sus cenizas
y escribo nuevamente en su corteza,
en la árida comarca de sus venas,
los nombres y signos que siempre quise.

Aún hoy, tú, magnánimo y humano dios.


Aún me queda la palabra, las palabras corales que me abrasan a la vida. Me queda el viejo árbol donde escribo los nombres y signos que siempre quise. Me queda la luz de los silencios en un campo de olivos milenarios. La voz y la palabra, por y para siempre.

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