GAHETE, MANUEL

MANUEL GAHETE O LA LUZ DE LA PALABRA



Una luz emerge ahora tras el horizonte marino. Nace para todos. Su color es la suma de todos los colores, un perfecto arco iris. Es tal su belleza que quedo inmóvil, sobrecogido en su inmensa claridad. Adonde quiera que miro me persigue su haz dorado. Han transcurrido los años y sin embargo la luz que ahora percibo es la misma que me cegara en otro tiempo ya remoto. Ocurre, además, que, como en los vinos, ha ganado en solera. Esta luz que hallo cada noche impresa en los libros, seductora y amorosamente viva resplandece como un astro, una llama abrasadora que lenta, muy lentamente va creciendo en la infinitud de los días. Es en esa hora misteriosa y mágica de la madrugada y sus silencios, cuando siento su mano cálida en la mía, que no se extingue, que me salva y me conforta, me inventa y se reinventa una vez y otra, hasta el desmayo.
La luz, su luz en la palabra. Asomarse desde el alféizar y adentrarse en su mundo es una misma cosa; caer en su abisal entorno, embriagarse con su aroma y sus latidos; enloquecer con sus sonidos de selva y paraíso; amar su desnudez de diosa o ninfa; recorrer su cuerpo de cristal o llama; beber de sus labios el dulce néctar; descubrir la pasión de los amantes, o, simplemente, vivir, revivir en ella el éxtasis de la entrega.
La luz, la única luz de la palabra, que se agita entre los encinares y almendros, enraizada en la voz y el vuelo de las aves, amamantada en la tierra, doliente, esperanzada, entristecida a veces, alegre otras, que huye de los silencios para convertirse en vivo silencio. La palabra y sus secretos, abandonada a la magia de la noche, fulgente en los atardeceres cordobeses, peregrina en las callejas laberinto de la bien amada judería, aterciopelada en los patios, ardiente en la voz del poeta.
Una luz emerge ahora del intenso verdor de los olivos y el esplendente azul mediterráneo. Nace para todos, imperecedera, la palabra, la luz de su palabra, irrepetible, única, salvadora, ecuánime, eterna y libre.
I

(A Manuel Gahete, a quien me une el vértigo de la edad y la ardentía de la palabra)

Busco, cuando atardece, un son secreto,
un manantial de luz y de palabras,
una voz que sea alimento, anuncio
de otras voces y otras vidas, latido
siempre del corazón de los amantes.

Camino entre la seda de la noche
y sus silencios, sonámbulo, beodo
de un dolor tras otro en la mirada,
ausente, abismado en la clara arista
de un tiempo adormecido entre los labios.

Vivo en las alas del aire, en los álamos
crecidos de la espera, en la garganta
árida y profunda de los sueños
que huyen cada madrugada del fuego
y los cuchillos, el olvido y su eco.

Siento el rumor del viento en el costado,
la herida, el hielo de la infancia, el humo
y el gemido, las sombras, la tristeza
de los días que alientan la distancia,
el miedo y su estallido, las derrotas.

Sondeo la rutina de los días,
el pulso del tiempo y las cenizas
bordado en las cancelas de la tarde,
y vuelvo, vuelvo, y pronuncio su nombre
hasta ver en el cristal de los años
la llama viva de la nada y el todo.



II



Volveré a las calles de siempre, solo,
y a golpes de silencio descubriré
la lluvia en sus aceras, los azules
del tiempo en la piedra. Volveré, solo,
a escanciar las nubes grises de otoño.

Será su risa un astro o la marea
de unos labios que buscan otros labios,
la claridad del agua en las acequias,
el broncíneo destello de la luna,
un bosque misterioso de nenúfares,
la lentitud del beso en los crespúsculos.

Será su luz la luz del nuevo día,
la esencia de la noche en los espejos,
el latido del verso entre las manos,
un beso, lluvia, aire, cristal o llama.

Volveré a las edades de arcilla
para contar contigo las estrellas
y el fuego de su luz en el espacio.

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