LA PROSTITUTA


Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Ella, Nadia –y el nombre importa poco-, se había levantado a la misma hora de todos los días, casi a la hora del almuerzo, pues como todos los días, llegaba a casa no antes de las cinco de la madrugada, después de atender a los clientes que frecuentan el Club de alterne donde ella trabajaba cada día, desde que llegó de Rusia, su país de nacimiento.
Nadia, luego de darse una ducha de agua fría –era costumbre en ella desde que llegó a estas tierras-, vistió su hermosísima desnudez con un albornoz de color rosa que le había regalado unos meses atrás Antonio, su amante y proxeneta. Después de abrir la puerta del baño para que el vaho del espejo desapareciera, quedó inmóvil frente a su propio rostro. Se miró intensamente a los ojos, como si fuera la primera vez que se veía a sí misma frente a un espejo, como si no se reconociera en aquellos rasgos de su cara, de sus áureos cabellos, de sus carnosos y pálidos labios, de sus pronunciados pómulos, de su tersa piel, de sus largas pestañas…Pero Nadia estaba allí, mirándose en el espejo, como una tonta, como si al hacerlo de aquella forma una paz extraña se apoderara de ella. Pero Nadia, un día más, se hallaba sola. Sólo ella y sus sueños, y sus fantasmas, y el miedo.
Nadia, entonces, como una autómata se maquilló rápidamente: un poco de crema en la cara, el rimel para las pestañas, el lápiz negro para el borde de los párpados y un ligero cogido para el pelo. Ya en la habitación, Nadia escogería el conjunto de lencería más sexy, una minifalda y una camiseta escotada; comería junto a otras compañeras de oficio en el bar de la esquina y de nuevo, a la misma hora de todos los días, al Club, a esperar, como siempre, que llegue la noche y con ella sus vampiros. Y ella, Nadia, se acomodará al placer de los hombres, hasta la extenuación.
Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Nadie volvió a su casa acompañada de Antonio, y sin saber por qué, tras pasar la Puerta ocho de la Primera planta del Edificio A, el cuchillo jamonero que escondía entre su ropa su amante y proxeneta, le atravesó el corazón, como un poseso el cuchillo entró y salió del cuerpo de Nadia hasta diez veces. Nadia cayó al suelo y llevándose las manos al pecho sintió que la sangre le quemaba las manos, la vida entera. Luego, un gran silencio, la nada.
Aquel día podría haber sido como otros. Pero no fue así. Nadia volvió definitivamente a casa, para siempre, para siempre.

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