Su vida eran los libros. Daba igual el género, su mundo comenzaba y concluía en las páginas de un libro, inevitablemente. En los últimos días le habían enviado decenas de libros, unas veces amigos y otras las editoriales directamente. Entre ellos, dos libros cuyo traductor era la misma persona. Se trataba de «Erasmo, Tomás Moro. Melancthon», de Desiré Nisard y «La muerte de las catedrales y otros textos», de Marcel Proust, ambos traducidos por Máximo Higuera. Habitualmente no le damos importancia a la figura del traductor, pero sí que la tiene, ya lo creo. El texto original está escrito tal y como lo concibió su autor, pero el traductor viene a ser otro autor, un creador también, aunque lo sea de una obra ya creada. El traductor crea y recrea cuanto halla en el texto original, le da vida, otra vida tal vez, pero vida al fin y al cabo. Esta y no otra es la grandeza de la traducción, pues no hay que situar al traductor en el ámbito simple de la reproducción. El traductor, el buen traductor literario profundiza en los textos hasta conseguir de ellos la calidad que los lectores merecen. Es un trabajo arduo y constante, en el cual el traductor deja lo mejor de sí mismo para difundir con garantías la obra traducida.
Podríamos decir que los libros que traemos hoy a este espacio son muy oportunos. Los tiempos que corren, desgraciadamente, no son buenos. De tal manera que, ante la escasez de ideas y pensamiento con el que somos azotados diariamente, hallar la fuerza de tres grandes humanistas, como lo fueron Erasmo, Moro y Melancthon, a través del estudio de sus vidas por quien fuera Decano de la Universidad Católica de París y miembro de la Academia Francesa, Desiré Nisard (1806-1888) es un hecho relevante, de la misma manera que lo es adentrarse en la sugerente prosa de Proust. En ambos casos la traducción requiere una mirada distinta, capaz de viajar a los más recónditos espacios de la palabra. Lo habitual en ese bello universo de la edición de libros es el reconocimiento al autor del texto, al diseñador, al editor, pero casi siempre se soslaya la ardua y extraordinaria labor del traductor. La grandeza del libro toma otro cariz, adquiere más valor, por así decirlo, cuando se trata de una traducción, pues el traductor a fin de cuentas es como un artesano, un orfebre que engarza una pieza tras otra hasta concluir en una verdadera obra de arte.
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