SALÓN
DE LECTURA_
_______Por José Antonio Santano
EL AMIGO DE LA LUNA MENGUANTE
Se sabe que la fase que cierra el ciclo lunar es el de la luna
menguante. Si nos atuviéramos a otros significados podríamos hablar
de decrecimiento o de madurez, esa que hace posible tratar asuntos de
honda sabiduría. Por eso quizá, el título de este poemario: “El
amigo de la luna menguante”, cuyo autor no es otro que el gran
poeta granadino Antonio Enrique, una de las voces más sugestivas de
la poesía española contemporánea. ¿Qué nos quiere decir con este
título el poeta, hacia qué lugar del cosmos desea que nos
aventuremos en su compañía? Sin duda alguna, “El amigo de la
luna menguante” es un poemario concebido desde el conocimiento
y la sabiduría que el paso del tiempo ha ido acopiando en el hombre
y el poeta, indistintamente, que es Antonio Enrique. De alguna manera
ese ciclo vital de la luna (nacimiento y muerte) acontece también en
las páginas de este poemario, en los textos que lo contienen. Ya
desde el proemio se aprecia la consecuencia del haber vivido todas
las soledades y silencios, de ser la nada misma, cuando el poeta se
sabe casi abatido por el paso del tiempo, incluso hasta ver a Dios en
los ojos de una perra: «Dios, el Todopoderoso, / no puede librar al
hombre / de su inútil sufrimiento. / Ni a una perra de la maldad /
de los seres humanos hechos / a su imagen y semejanza. / Por eso
estaba triste Dios / en los ojos de una perra». Conocimiento,
asombro y emoción en la voz del poeta, la palabra trascendida es luz
y aire que habita el cosmos. El poeta es ahora “el amigo de la luna
menguante”, el único ser capaz de desmembrarse en el silencio de
la noche, de abismarse. En “Arco de las ardillas” plantea
un diálogo continuo con la Naturalaza: árboles, nubes, pájaros,
agua, tal milagro y explosión de vida: «El milagro de la creación
/ es lo instantáneo. Se acerca sobre mí y pasa. / Palpita su carne
caliente. / El tiempo nace de la ceniza. / La luz, de la nostalgia
del fuego. / Piaba casi humana», dice el poeta en el poema “Luz
de enero”. En “Delicias de estío”, será el mar, el
juego de los niños, el agua, y la mirada del poeta que observa y
capta ese instante mágico, el reencuentro con la infancia, la vida
misma en lo aparentemente intrascendente: «El mar también respira,
/ inspira, espira. / Su pecho huele a sal, / como las algas huelen a
leche / y los peces a pájaros. / Un olor no es más que un estado
febril. / El mar a estas horas / despierta. Quién supiera su olor, /
cuando sueña».
En la tercera parte, “Viene gente”, las nubes, la nieve («Es un absoluto, el absoluto, la nieve. / Y es blanca, el absoluto de lo blanco»), diciembre («Qué quietud, diciembre. / El silencio es el de la tierra que duerme / y la luz perfila los árboles / con más suavidad»), el otoño en “madre naturaleza”, como único credo del poeta: «Gracias, Madre Naturaleza, […] Gracias por existir dentro y fuera de mí, / porque todo ser es de tu aliento / que está en los cielos y en la tierra / y en el agua, en la paz, en el silencio, / en el aire y en la sangre. / Gracias por morir y por vivir». Y en ese transcurrir del tiempo, el invierno en “Madre Tierra”, en el verde de clara resonancia lorquiana («Verde y el ruiseñor, / verde y las brisas, / verde el ópalo del cielo. / Huele a luz. / Y el caserío blanco / del pueblo a lo lejos», en la ciudad de Granada, cara y cruz, alborada y noche; lo existencial, el ser del ser: «Qué milagro yo / andando, respirando, mirando / en medio de tanta vida. / Qué vida tan buena ser, / solamente ser». En “El valle del Caracol” el poeta ahonda, interioriza, se pregunta y responde, filosofa, bucea en lo desconocido, es alma, puro misticismo en el poema “Mirando la salida del sol”: «Húndete en mí / y lléname de vida / cólmame de luz […] Húndete en mí, hiéndeme / mitad por mitad / para que aflore en mí el sol, / y sea como tú, incandescente», o cuando el “yo” se convierte en el “otro” y es entrega, alteridad al fin: «Amar es gravitar. Nunca estamos solos / porque un corazón y otro corazón / es un solo corazón / en el frío de la deriva sideral. […] Pero somos un solo corazón / esparcido por la galaxia. / Una sola constelación cada cuerpo / que se extiende por el infinito». Concluye el poeta Antonio Enrique con “Despedida en Isleta del Moro”. De vuelta al mar, al recuerdo de un tiempo pretérito, al fulgor de los blancos y azules de la paradisíaca Isleta del Moro: «La raíz del tiempo es el mar, / nosotros apenas uno de sus pálpitos. / Juega el niño-ola de Luis Rosales, / mientras Egea ríe y ríe sintiendo en la espuma / el vértigo que le queda por vivir. / Isleta del Moro, / donde el mar se ve llegar de lejos». Demuestra Antonio Enrique, una vez más, su sabiduría y madurez poética en este prodigioso poemario.
En la tercera parte, “Viene gente”, las nubes, la nieve («Es un absoluto, el absoluto, la nieve. / Y es blanca, el absoluto de lo blanco»), diciembre («Qué quietud, diciembre. / El silencio es el de la tierra que duerme / y la luz perfila los árboles / con más suavidad»), el otoño en “madre naturaleza”, como único credo del poeta: «Gracias, Madre Naturaleza, […] Gracias por existir dentro y fuera de mí, / porque todo ser es de tu aliento / que está en los cielos y en la tierra / y en el agua, en la paz, en el silencio, / en el aire y en la sangre. / Gracias por morir y por vivir». Y en ese transcurrir del tiempo, el invierno en “Madre Tierra”, en el verde de clara resonancia lorquiana («Verde y el ruiseñor, / verde y las brisas, / verde el ópalo del cielo. / Huele a luz. / Y el caserío blanco / del pueblo a lo lejos», en la ciudad de Granada, cara y cruz, alborada y noche; lo existencial, el ser del ser: «Qué milagro yo / andando, respirando, mirando / en medio de tanta vida. / Qué vida tan buena ser, / solamente ser». En “El valle del Caracol” el poeta ahonda, interioriza, se pregunta y responde, filosofa, bucea en lo desconocido, es alma, puro misticismo en el poema “Mirando la salida del sol”: «Húndete en mí / y lléname de vida / cólmame de luz […] Húndete en mí, hiéndeme / mitad por mitad / para que aflore en mí el sol, / y sea como tú, incandescente», o cuando el “yo” se convierte en el “otro” y es entrega, alteridad al fin: «Amar es gravitar. Nunca estamos solos / porque un corazón y otro corazón / es un solo corazón / en el frío de la deriva sideral. […] Pero somos un solo corazón / esparcido por la galaxia. / Una sola constelación cada cuerpo / que se extiende por el infinito». Concluye el poeta Antonio Enrique con “Despedida en Isleta del Moro”. De vuelta al mar, al recuerdo de un tiempo pretérito, al fulgor de los blancos y azules de la paradisíaca Isleta del Moro: «La raíz del tiempo es el mar, / nosotros apenas uno de sus pálpitos. / Juega el niño-ola de Luis Rosales, / mientras Egea ríe y ríe sintiendo en la espuma / el vértigo que le queda por vivir. / Isleta del Moro, / donde el mar se ve llegar de lejos». Demuestra Antonio Enrique, una vez más, su sabiduría y madurez poética en este prodigioso poemario.
Título: El amigo de la luna menguante
Autor: Antonio Enrique
Edita: Carena (Barcelona, 2014)