EVOQUÉ
UN PÁLPITO Y FLORECIÓ UNA ROSA...
(A
ti, que te entierro y desentierro).
Evoqué
un pálpito y floreció una rosa
con
la timidez que un niño manifiesta
cuando
aún no ha volado del recinto maternal.
Cuando
forjé mi evocación, estallaron pétalos desordenados,
prístilos
luminosos, tallos feroces como el hierro.
Aquella
era una rosa milenaria, no como las que el hombre
amamanta
en las ubres de la tierra.
Aquella
era una rosa encrespada,
un
arroyo de fugaces cordilleras,
un
manantial de inexpugnables fortalezas y párpados.
Quiso
ser una rosa ordinaria,
pero
mi evocación truncó, sustentada tal vez por las intrigas,
su
hermosa ordinariez.
Las
agujas que urdieron mis palabras
la
condenaron siempre a la excepcionalidad,
a
ser un monasterio ignoto entre las cumbres.
Creo
aún, desconcertado,
que
la he maldecido, sin quererlo,
que
la he destinado al reino de las islas tenebrosas
donde
la raíz de sus esplendores
permanecerá
virgen bajo un celoso velo.
Sufro
un injusto arrepentimiento;
la
reduje, a pesar de su leyenda, al hábito solitario.
No
gozaré de su misericordia;
su
rencor engendrará camadas fratricidas e insaciables
que
no se detendrán hasta averiguarme.
Por
mi inocente invocación,
seré,
desde este instante, presidiario
sin
calabozo. Mi cárcel será el páramo insondable
de
esas manos malditas, de esos pensamientos que evocaron
la
rosa excepcional y que a su vez la aislaron.
Evoqué
un pálpito y floreció una rosa...
Sólo
aspiro al aroma que engendre su clemencia.
©
Abraham Ferreira Khalil