UNAMUNO
Lo
recordaban severo, melancólico, sencillo y al mismo tiempo elegante. Cuentan
que en cierta ocasión subió a un montículo cercano a su ciudad natal y desde
ahí contempló la inmensidad que se expandía ante su mirada. Quizás buscaba una
respuesta infinita al trágico sentir de su existencia. Quizás trataba de
escuchar el arrullo de la intrahistoria a través de los pastos, los campos y
las rocas del monte. Quizás imitó la suerte del Moisés extraviado que descubrió
aquella Zarza llameante y misteriosa.
Pero no
fue un profeta. No había venido al mundo para dar testimonio de su verdad, sino
para encontrarla en las cosas del espacio. No encontró sino incertidumbres y
ramas que entorpecían su viaje. Así pues, como el pobre niño que ha de
conformarse con un pedazo de pan, tuvo que contentarse con el divino privilegio
de la duda. La duda fue su gran verdad; mas no dio fe de ella porque aquellos
espíritus estaban bastante ligados a la certeza. Más que Moisés fue un Bautista
clamando al infinito. Pusieron precio a su cabeza y quisieron servirsela al
déspota en bandeja dorada. ¿Tanto temor causa la incertidumbre de un sólo
hombre?
Jamás se
consideró profeta. En él convergían la inquietud del discípulo y la ciencia de
los maestros. Enseñaba a otros con el incentivo de aprender de ellos.
Consciente de su sabiduría, la palabra ejercía en él una posesión maquiavélica
que él supo disfrazar con la delicada túnica de la modestia. Quizás aprendieron
de él a amar la duda y el oficio de ser libres. O quizás él mismo aprendió a
desenterrar sus convicciones y a cambiarlas por paradojas. Porque fue dichoso
ejercitándose en las contradicciones. Fue dichoso intentando averiguar la
agonía de las noches más luminosas y el júbilo de las auroras más oscuras. Fue
a un mismo tiempo adalid del progreso y entusiasta de la reacción.
Pero nunca
fue un profeta. Todavía lo recuerdan severo, melancólico, sencillo y al mismo
tiempo elegante, sentado sobre la hierba de aquel monte, contemplando su ciudad
natal. Quizás buscaba una respuesta infinita al trágico sentir de su
existencia. Su mirada palideció en sus últimas bocanadas de aire. Lo recluyeron
en un desierto limitado donde, como Tántalo, estaba rodeado de agua y de
alimentos, pero no podía beber ni comer.
Y, al fin, aquel cíclope ilustrado se
derrumbó ante el "postrer sorbo" de la muerte. Nos dejó vestigios de
su inmensa arquitectura; vestigios que los arqueológos de la palabra aún siguen
descifrando con tesón. Nos dejó su muerte, pero también la incógnita de lo
incierto.
¡Dichoso él, porque ya le habrán sido reveladas las
respuestas que confundieron su vida!