EL DELIRIO
Pompeya, visión invernal.
Tras
cada víspera,
pinta
el delirio mosaicos inconclusos
con
maquinarias que desgarran
la
potestad del Vesubio.
Y
aún no ha sido abierto el himen de Pompeya;
su
vértigo conserva entre doradas ánforas
mientras
otra virilidad retoza:
la
que tal vez fue alquimia de tu escultura,
la
que tal vez asalta mis vigilias
y
acaricia mi espíritu con ciclos desvelados.
Fue
el delirio también
una
escala de lámparas hacia los dioses,
catarata
de furias en la carne,
un
clímax que entre el magma se descubre.
Un
espasmo que no bastó para dilucidar
si
esta desgarradora no presencia
envió
hacia mi lecho legiones de reptiles.
No
existe en los estómagos de Pompeya
amuleto
capaz de arrastrar al delirio
hacia
su propia sima.
No
habita en sus pulmones hálito alguno
que
pueda descifrar su maldición.
El
delirio es brutal resurrección,
arqueología
que palpa la palabra
al
retornar al humo de la escritura
¿Cuándo
descenderá su estampa
para
purificarse en la hoguera de mi sangre?
Después
del tránsito, mis ojos se petrifican en su liberación
y
delirante es cruzar el vientre de Pompeya.
De
lo contrario, los pastores del sueño,
cargados
de tapices y extrañas baratijas,
no
harían con su sombra tráfico de deleites.
¿Y
si el delirio fuese la prosa necesaria,
o
el refugio mesiánico que construye la anochecida?
Yo
he ascendido a las esferas
donde
ejerce su despotismo.
Y
sobre horrores
el
delirio levantaba su monasterio
como
un bautismo que flota en las mansiones de Pompeya.
Mas
fue una gesta épica galopar tras sus yeguas,
pues
a menudo cubre con celajes
los
establos donde moran.
Ven,
delirio noctámbulo;
ven
y eleva hacia mis labios tu impuro cáliz.
Ven
hacia mí y derrama por mi pecho
vivíficos
licores.
©
Abraham Ferreira Khalil