LA TORRE DE PIEDRA
Compadece mis
músculos, tenaz escalador de la penumbra,
antes de que el
estiércol libere sus termitas
y con sus cuchillas
digieran tu madera.
Antes de que su
cóncavo esqueleto
caiga desde esta
torre injerta en piedra
y la esfinge de
Selene
restaure el
candelabro.
Esta torre que
reposa sobre la epidermis del páramo,
sin que apenas un
aura acaricie su intestino
de estrellados
obsequios y raíces.
Acaso sea colmena de
telúricos anhelos
donde pastan los
cómplices del "No" absoluto,
donde tras cada
recoveco se clausura una lágrima
vertida desde picos
que nunca conocieron especies de clemencia.
¡Oh, torre de
fructífera indecencia!
Libertadora de la
hambruna
sin dimensión. De
la misma destemplanza
que gime tras los
óbitos
apenas sosegados por
cátedra dulce y externa.
Una vez consumada tu
elegía,
reaparece el
graznido, ese feroz espanto,
tan ausente de
carne,
tan visceralmente
devorado,
tan oscurecedor
cual país que las
sombras incendian
y en cuya geografía
reina el artificio del insecto,
la
transubstanciación del jaguar,
la mueca de un niño
con rostro de Moai.
Solo los astros con
sus sonrientes satélites
conocen el augurio
que en cada vuelo
ingiere aquella torre;
embrujo que voltea
su osamenta
y obliga al
mensajero enmascarado
a surcar, liviano,
traslúcidos estanques en los cielos,
o a que inversos
pináculos de magma
por su cráneo
derramen un bautismo.
¿Aún hallas
resistencia?
¿No vendrá a
descifrar este delirio
hasta el último
tuétano del cuerpo?
Mi cuerpo,
vacuo y pétreo,
prójimo acaso de tu
colmena.
Tal vez fuese el
delirio
quien proyectó en
su cámara estas ensoñaciones
mientras,
amenazante,
hacia su torre de
piedra me empujaba.
© Abraham Ferreira
Khalil