Estrella
del Norte
Es
sábado por la tarde, la sierra está atestada de turistas que
resuelven en un imposible acercarse al río y encontrar el binomio de
frescor y tranquilidad. Pasan demasiados coches. Demasiados coches
son diez u once a la hora, y diez u once a la hora son pocos en
cualquier parte menos aquí, que son muchos, demasiados.
Eva
pinta de azulete el techo de la terraza; me ha pedido que no salga,
porque piso el plástico que resguarda el suelo y me mancho las
suelas de los zapatos. Y aquí dentro no se está mal: he tenido la
precaución de cerrar las ventanas antes de que diera el sol y calor
no hace.
Leo…
Releo a Jules Verne. Varios de sus libros a la par: “Viaje al
centro de la tierra”, “De la tierra a la luna”, “La vuelta al
mundo…”, “Veinte mil leguas…”, “Cinco semanas en globo”,
“La isla misteriosa”. ¿Cómo te enteras?, me preguntó
Eva anoche. Me entero, le contesté.
Aun
así, me desespero y, al poco, dejo los libros sobre la mesa y le
digo a Eva que a pesar de que le parezca una solemne tontería su
petición de que no salga a la calle para que no pise el puto
plástico que recubre el suelo, en estas circunstancias, es propia de
un carcelero sin escrúpulos; porque no quiero asomarme al río y ver
demasiados turistas medio en cueros, sin embargo, sí deseo salir a
caminar a derecha o izquierda y mirar con cierto desagrado a los
conductores de los coches. Y no puedo por un azul tan asfixiante como
el cielo, ¡joder!
Entonces
abro una de las ventanas y saco la cabeza. Imagino que para escapar
un tanto, todo lo que da ese gento. Y mira por donde, echo la vista
hacia arriba y me tropiezo con una estrella. Una estrella ahora, sí,
a las siete y algo de la tarde, clavada en el cielo de agosto, bien
brillante, insultantemente brillante, en una sierra del noreste
andaluz.
—¡Eva,
mira, ven!
Eva
no puede venir ni mirar. Me lo dice con un tono de voz muy elevado,
como si en lugar de encontrarnos a cinco metros el uno del otro y
apenas separados por una puerta mosquitera, la estuviera llamando
desde el río. ¿Qué sentido tienen explicarle que estoy divisando
una estrella? Está pintando, ejerciendo el esfuerzo titánico (así
me lo parece) de pintar un techo, y es seguro que el atoramiento que
provoca semejante esfuerzo le impide tomar conciencia de lo que le
digo: que estoy viendo una maldita estrella en el cielo, a las siete
y pico de la tarde del mes de agosto, en la sierra que habitamos. Y
es seguro también que si lo hago, si termino informándole, me
responderá que ya las verá en un rato, cuando anochezca; de esa
manera, usando el plural, desproveyendo de toda singularidad a la
estrella que ahora veo en el cielo.
El
astro se encuentra más al norte de la estrella a la que nosotros
llamamos Polar. Al pronto se me antoja que es como si una madre,
perenne y originaria, apareciera ante nuestra cama cada noche para
arroparnos y besarnos sobre el beso que ya nos dejó nuestra madre,
la de todos los días. Y me descubro diciendo eso: mamá.
—Mamá
—repito.
A
ver, con esto no estoy pretendiendo dar a entender que he descubierto
una estrella nueva en el firmamento, desde mi ventana serrana, en una
tarde solariega de agosto. Pero no puedo evitar pensarlo. Y tal cual
lo hago, devuelvo mi cabeza al interior de la casa y voy en busca de
Eva.
—Eva,
me gustaría que vinieras un segundo y me ayudaras con una cosa —le
digo, mientras me encamino hacia a la puerta. Luego, cuando la abro e
insisto en mi mensaje, sin obtener respuesta, y me decido entonces a
apartar el plástico para doblar la esquinita que forma el cuarto de
baño en la terraza sin mancharme las suelas de los zapatos, veo que
no está.
Recoloco
el plástico, vuelvo a entrar en casa y dejo que transcurran algunos
minutos, mirando de cuando en cuando a través de la ventana, para
cerciorarme de que la estrella continúa en su sitio: un poco más al
norte que la estrella Polar. Después salgo de nuevo a la terraza
(esta vez sin apartar el puto plástico. La pintura está seca. ¡Por
todos los diablos!), bajo las escaleras y elijo caminar hacia mi
izquierda, porque presumo que Eva, aun sin avisar, ha ido al pueblo a
tomar un refresco en el bar o a airearse charlando con cualquier
vecino.
Me
dicen que no, regreso a casa, no entro, llamo su atención desde
afuera, mirando el techo, el azul del techo de la terraza. No
contesta. Insisto con la voz en cuello. No contesta. Y comienzo a
caminar hacia el lado contrario, por si ha preferido airearse lejos
de cualquier persona, a pesar de los diez u once coches que
transitan, cada hora, por la carretera.
Observo
que la estrella se desplaza con una parsimonia parecida a la que yo
le imprimo a mis pasos. Tal vez se trate de un meteorito que, por
alguna razón, se ha quedado suspendido al entrar en contacto con la
atmósfera y ahora, por una razón distinta, ha recobrado su
actividad. No tengo ni la más remota idea de astronomía. Hasta ahí
llegan mis explicaciones.
Me
atuso el pelo con las dos manos. Me cubro los ojos. Mamá,
digo de nuevo. Mamá, repito. Y opto por volver a casa: ya no
hay estrella ni meteorito, ya no hay nada que contarle a Eva; y si ha
elegido este camino es porque necesita estar sola, descansar un poco
de la pintura, de los diez u once coches y de todo lo demás.
Llego
y la encuentro subida a la escalera, con el rodillo en la mano,
pintando de azulete el techo.
—¿Dónde
estabas? —le pregunto.
—¿Por
dónde has salido? —me pregunta.
—Por
la puerta, claro. No querrás que salte por la ventana. ¿Dónde
estabas? He ido a buscarte.
—¿A
buscarme dónde?
—Deja
de responderme con preguntas, Eva, por favor. ¿Dónde estabas?
—¡Aquí!
¡No me he movido de aquí!