LA CARTA

La letra era inconfundible. El trazado de cada vocal y consonante sobre el papel blanco del sobre solo podía ser de una persona, muy querida para mí, lejana ahora pero que en otro tiempo compartió conmigo, y yo con él, muchos momentos que ya han quedado grabados para siempre en la memoria y en ella campan, inolvidables. Me había llegado una carta, algo casi inexistente ya en el hábito de los españoles. Sin embargo yo, un privilegiado del género epistolar, había recogido del buzón el correo existente, con la grata sorpresa de la carta de mi tito Manolo, nonagenario ya pero con la lucidez necesaria todavía como para escribir una carta. ¡Qué mérito y qué ejemplo! Con toda seguridad que nosotros, tan maravillosamente agasajados por la sociedad de las nuevas tecnologías y la información no llegaremos a tanto, ni siquiera a su edad.
Noventa años cumplidos y una letra admirable; cierto que con alguna falta de ortografía, pero no lo es menos que perdón solicita por ello en las últimas líneas, encima que la única escuela que conoció fue la de trabajar de sol a sol en el campo primero y, luego, con los años, en los albañiles, en la recogida de la uva en Francia, en las aceitunas... Él, humilde defensor de la democracia durante la República, represaliado por el Régimen de Franco y condenado a trabajos forzados en los campos de concentración que poblaron las tierras de España... Él, que lleva con orgullo haber sido sargento republicano, con la humildad que siempre le caracterizó y con su bella y recta grafía manchando la blanca cuartilla, me da las gracias por recordarle y me cuenta, con sencillez sus recuerdos.
De la guerra del 36, dice, son tres cosas las que quiere contarme, las tres buenas, claro. La primera que se fue al frente el año 37 para defender junto a sus compañeros la Libertad que la derecha siempre les negó y aunque esa libertad tardó muchos años, llegó; la segunda que, por muchas balas que le tiraron ninguna le rozó y que nunca podrá olvidar cuando reconocieron a los sargentos de la República una paga, y la tercera, la alegría de haber formado desde el año 1964 parte de nuestra familia al casarse con mi tita Lola.
Es ésta una carta sencilla, venida de tierras aragonesas, las que ahora le acogen. Al leerla no puedo sino sentirme muy orgulloso de mi tito Manolo: un hombre bueno, cabal donde los haya, defensor a ultranza de los derechos humanos, solidario siempre, nonagenario y lúcido aún, querido por todos.
No es ni ha sido ésta una carta cualquiera, no. Esta escueta pero precisa epístola llega con la fuerza del trueno para ser, de nuevo, la voz del pueblo humilde y trabajador, sin más. ¿No les parece grandioso?

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