LA OTRA CHANCA


Había transcurrido poco tiempo desde la última vez. Quizá la segunda en un par de meses. Llegaron a la ciudad al atardecer de un viernes cualquiera. Eran dos hombres y una mujer, treintañeros. Aquella mañana, después de haber dormido todos como verdaderos lirones, se ducharon, se vistieron y desayunaron en el comedor del céntrico Hotel. Afuera les esperaba un taxi. El taxista les abre el maletero en el que depositan la cámara, el trípode y una mochila; entran en el taxi –un mercedes blanco con una franja roja en el lateral y el escudo de la ciudad en las puertas delanteras- y le indican al taxista que les lleve al barrio de La Chanca. El taxista sonríe y les responde con un <>. El taxista les lleva por el casco antiguo de la ciudad, dejan a un lado la Plaza del Ayuntamiento –en obras por reforma-, la Fortaleza-Catedral, el hospital provincial y callejean hasta llegar a La Chanca.

Bajan del taxi y cámara al hombro uno, micro en ristre otra y trípode en mano el último, caminan de un lado para otro, toman imágenes de aquí y de allá, preguntan a quienes indica el guión que siguen meticulosamente y descansan llegada la hora del almuerzo. Reanudan por la tarde las tomas pendientes, preguntan de nuevo y anocheciendo vuelven en el mismo taxi al Hotel. A la mañana siguiente, toman el primer vuelo a Madrid con la satisfacción del deber cumplido. La cadena de televisión espera ansiosamente el reportaje. El material recogido es entregado a los montadores y en unos días queda concluso el vídeo. Luego, a esperar el momento oportuno para emitirlo.

Y llega el día de su emisión. Las gentes del barrio esperan expectantes. Una vez más un canal de televisión se acuerda del barrio de La Chanca. Pero la decepción no tarda en llegar. La historia se repite. Los habitantes de La Chanca no salen de su asombro. De nuevo las deplorables imágenes de siempre. Los mismos protagonistas de siempre. De nuevo el paisaje desolador de siempre.

Aleccionados bien y rápido, lamentablemente, no vieron la otra Chanca. No vieron el blanco resplandeciente de las cuidadas viviendas de sus habitantes, los árboles que han quedado a su atención y mimo, la cálida mirada de sus niños, la voz sosegada de los maestros, los alegres colores de la Escuela o a las nuevas promesas del flamenco. Ellos no vieron la inconmensurable belleza interior de los seres humanos que habitan el dignísimo barrio de La Chanca, ni se preguntaron, al menos, quién o quiénes podrían ser los culpables de tanta dejadez y olvido, de tanta sinrazón e injusticia.
No vieron por ningún sitio el más valioso tesoro hallado en La Chanca: la grandeza de los seres que la habitan y la sueñan.

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