Cada
treinta y seis años una lluvia de estrellas nos sorprende en la
noche y nos extiende un manto luminoso y brillante, un manto que nos
cubre por un instante único y nos evita el frío, un manto
imaginario que nos hace sentirnos nuevamente pequeños, perdidos en
el cielo, (los seres diminutos que finalmente somos), y nos recuerda
un tiempo ya lejano y oscuro, (anclado en la memoria), en que todo
era mágico y todo era posible.
Cada
treinta y seis años ilustres meteoritos desprendidos de la cola de
un astro caprichoso y lejano llegan hasta nosotros para cumplir su
cita, y lo hacen puntualmente, con exactitud cósmica. (Ellos tal vez
no saben que nosotros los vemos).
Cada
treinta y seis años suceden la Leónidas: un fenómeno loco y ciego
y sorprendente. Unas horas fugaces, un tiempo entre paréntesis, una
oportunidad inesperada para seguir pensando (¿y por qué no
pensarlo?) que aún existen las Hadas y que a pesar de todo la vida
continua.
Y
ocurrió aquella noche y por eso lo cuento. Vinieron las Leónidas y
surcaron el cielo anunciando a su paso, lo mismo que un heraldo, que
aquel niño llegaba cogido de su mano.
Y
no las entendimos.
Subimos
al tejado porque las esperábamos (las anunciaron antes los que todo
lo saben), y se quedó la madre con el vientre preñado, cargado de
esperanza, descansando en la casa. Los dos niños y yo estábamos
dispuestos a bebernos el cielo, a no dejar pasar ni uno solo de los
múltiples trozos de aquellos meteoritos que formaban señales
dibujando en el aire sus diagramas de fuego.
Llevábamos
las mantas y también los bolsillos repletos de ilusiones, y
arropados por ellas elegimos sentarnos para observar la noche. Yo
señalaba Venus y contaba los cuentos de la luna lunera, y los dos se
reían, y la noche era clara, y el firmamento obscuro nos guiñaba
sus ojos infinitos y ciertos, y pasaban las horas. Pero el tiempo no
espera, y tras la diversión llego el aburrimiento. Nos habitaba el
frío y hasta la incertidumbre, y luego la impaciencia: la mía y la
de los niños, porque no sucedía.
El
cielo estaba quieto, imperturbable, eterno, y tal vez las estrellas
nos miraban pensando ¿Qué estarán esperando, si ya ha ocurrido
todo mas allá de sus ojos?
El
tiempo de los niños es un tiempo distinto, y no existe el futuro,
ellos no lo conocen porque no es necesario. La vida es infinita desde
su perspectiva, y también instantánea, y siempre tienen prisa, y
todo se produce como en una cascada, y no cabe la espera. Por eso los
dos niños mostraban su impaciencia, casi su desengaño y ya me
preguntaban: ¿Papá, porqué no vienen? ¿Perdieron su camino lo
mismo que en el cuento y no saben volver? ¿ O tal vez son muy
tímidas y se están escondiendo para que no las vean?
El
más pequeño, Paco, se removía en su manta y se estaba durmiendo, y
yo empecé a pensar que no sería esta vez, que debía regresar, que
volvía de vacío, y aunque me resistía ( quedaba la ilusión, que
sería defraudada), parecía inevitable. Virginia, la mayor, leyendo
en mi mirada, tiraba de mi manga mostrándome los ojos de su hermano,
cerrados.
Entonces
sucedió:
Estalló
el firmamento y una lluvia de luces estridentes, de fuegos de
artificio lo surco de repente. Y se despertó el niño y abrió sus
grandes ojos y la niña encantada exclamó su sorpresa y demostró su
gozo, (que eran también los míos). Bajamos animados, risueños
y locuaces, parlanchines y alegres, contando maravillas a la madre
dormida, algunas inventadas y casi todas ciertas, como siempre
sucede.
Unas
horas después se produjo el milagro que anunciaban los astros y
todos comprendimos: nació un ser diminuto, frágil y misterioso (la
esencia del misterio) y llevaba en sus ojos ese reflejo mágico de la
lluvia de estrellas.
Para
mi hijo Miguel Ángel, que nos llegó en Noviembre. Nació con las
Leónidas.
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