Cuando
hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la
mecedora de mi balcón. Soy yo, sentada, leyendo después de que haya
amainado el poniente y sea de noche esta noche y no estés tú ya
conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien
iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial,
fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara
de lo que es y no haya vida después de la muerte. O sea ésta.
Yo puedo decir lo que quiera, por ejemplo eso que has leído, soy la autora y nada me impide escribirlo. Para que existas puedo llamarte Z —lo que no tiene nombre no existe—y gritar que te queda muy gracioso mi chal, el que te has puesto sobre los hombros. Esto último puedo decírtelo a voces, «¡Te queda muy gracioso mi chal!», desde lejos para que vuelvas la cabeza y me sonrías, porque en mi historia estás ahí, de espaldas, apoyado en la barandilla de mi terraza mirando una ciudad que no comprendes, y he decidido que, aunque tú nunca tienes, hace un poco de frío. Tus codos están apoyados en el metal de la barandilla y las palmas de las manos fabrican un triángulo que sujeta una zona indeterminada entre tu barbilla y las mejillas, pareces un niño contrariado, pero no, sólo estás sorprendido. El mundo sorprende a poco que te detengas a observarlo. Detenerse a ver el mundo es como pasear por tu ciudad mirando hacia arriba, parece distinta, irreconocible, otra, ¿qué ciudad es ésta? Tienes en el balcón el pelo negro, Z. No. Negro no. Lo tienes oscuro, pero entreverado de canas, un poco largo para tu edad, la verdad, y la pierna derecha la has liado en la izquierda, que es la única que apoyas, echado sobre la barandilla, pareces un flamenco, qué postura más incómoda para un hombre maduro. En realidad te he dicho lo del chal por puro egoísmo, como todo lo que se hace por amor. Para que sonrías, porque así puedo ver yo esos hoyuelos tan raros que te salen a ambos lados de la cara, me encantan, te los he puesto yo ahí, yo elijo, mando yo, pero te quedan geniales, admítelo. Sería más exacto decir que por ahora te quedan bien, pues tal vez dentro de diez años sean horribles y en lugar de graciosos agujeritos sean nidos de arrugas. No estaré yo aquí para verlo, eso te lo digo ya. Me agacho. Fallaste. Qué carácter tienes para no ser real. Como vuelvas a tirarme un cojín te cambio el perfil psicológico y puede que hasta el nombre, te pondré de nombre una consonante más común, como B. Ahora que lo pienso, B es la siguiente consonante a Z, es un patrón, una secuencia natural, pues la A es una vocal y no cuenta en la serie. Vaya rollo. Paso. Te cambio de consonante otra vez. De ahora en adelante, aunque seas el mismo, en lugar de Z, te llamaré T. Eso es. Me pone ese nombre, T.
Yo puedo decir lo que quiera, por ejemplo eso que has leído, soy la autora y nada me impide escribirlo. Para que existas puedo llamarte Z —lo que no tiene nombre no existe—y gritar que te queda muy gracioso mi chal, el que te has puesto sobre los hombros. Esto último puedo decírtelo a voces, «¡Te queda muy gracioso mi chal!», desde lejos para que vuelvas la cabeza y me sonrías, porque en mi historia estás ahí, de espaldas, apoyado en la barandilla de mi terraza mirando una ciudad que no comprendes, y he decidido que, aunque tú nunca tienes, hace un poco de frío. Tus codos están apoyados en el metal de la barandilla y las palmas de las manos fabrican un triángulo que sujeta una zona indeterminada entre tu barbilla y las mejillas, pareces un niño contrariado, pero no, sólo estás sorprendido. El mundo sorprende a poco que te detengas a observarlo. Detenerse a ver el mundo es como pasear por tu ciudad mirando hacia arriba, parece distinta, irreconocible, otra, ¿qué ciudad es ésta? Tienes en el balcón el pelo negro, Z. No. Negro no. Lo tienes oscuro, pero entreverado de canas, un poco largo para tu edad, la verdad, y la pierna derecha la has liado en la izquierda, que es la única que apoyas, echado sobre la barandilla, pareces un flamenco, qué postura más incómoda para un hombre maduro. En realidad te he dicho lo del chal por puro egoísmo, como todo lo que se hace por amor. Para que sonrías, porque así puedo ver yo esos hoyuelos tan raros que te salen a ambos lados de la cara, me encantan, te los he puesto yo ahí, yo elijo, mando yo, pero te quedan geniales, admítelo. Sería más exacto decir que por ahora te quedan bien, pues tal vez dentro de diez años sean horribles y en lugar de graciosos agujeritos sean nidos de arrugas. No estaré yo aquí para verlo, eso te lo digo ya. Me agacho. Fallaste. Qué carácter tienes para no ser real. Como vuelvas a tirarme un cojín te cambio el perfil psicológico y puede que hasta el nombre, te pondré de nombre una consonante más común, como B. Ahora que lo pienso, B es la siguiente consonante a Z, es un patrón, una secuencia natural, pues la A es una vocal y no cuenta en la serie. Vaya rollo. Paso. Te cambio de consonante otra vez. De ahora en adelante, aunque seas el mismo, en lugar de Z, te llamaré T. Eso es. Me pone ese nombre, T.
Eres
un mentiroso, T. Dijiste que yo iba a ser tu casa, eso dijiste.
Sonaba genial cuando lo susurrabas jadeando en mi oído, «tú vas a
ser mi casa, tú vas a ser mi casa». Lo dijiste dos veces. Yo te
creí sólo una de las dos. Pero cuando estás dentro de mí piensas
que te quedarás ahí para siempre. Y no. Cuando terminas sales por
la ventana sin hacer mucho ruido y ya no recuerdas por qué habías
llamado a mi puerta para entrar, no sabes qué haces aquí, no
reconoces las cortinas ni comprendes la distribución de colores en
el papel pintado de las paredes, ni los impresionistas, ni por qué
Chagall sobre la cama, ni nada. No te enteras de nada cuando te has
corrido. Así de claro te lo digo, T.
Sé
que puedo decir cualquier cosa sobre ti, eso lo sé, y sobre nuestra
casa. Eso también. Puedo hacer que tú me digas cosas que sean
mentira. Como ahora. Que me digas que me quieres, «Te quiero, Madie»
Puedo hacerte decir lo que me dé la gana, una autora es una especie
de diosa omnipotente. Ándate con ojo.
Ahora
te has acercado por la espalda, traidor, muerdes mi cuello. Estate
quieto, joder. Te mando a la mierda. Cuando escribo estoy de mal
humor, soy una diosa omnipotente y malhablada, tengo mala leche y
lanzo rayos como Zeus. Y tú, ni caso. Tú a lo tuyo. Y lo tuyo soy
yo. Me convences y nos vamos al sofá. No me dejas escribir. Ven
aquí.
Sé
que resulta raro preguntarle a un personaje acerca de un texto
literario en el cual aparece, pero tu opinión sobre ti mismo me
interesa mucho. Además, como soy la que escribe puedo decir lo que
yo quiera, cualquier cosa. Ya lo he dicho. Me gusta dejar claro quien
manda. Por ejemplo, quiero que digas de nuevo eso de «Tú eres mi
casa». Puedo añadir que en ti habito, por dentro, no sólo cuando
gimo de placer, sino también después, cuando te vas, cuando sales a
la calle con esas gafas de sol tan grandes y no regresas en días o
en años —no sé bien calcular el tiempo—. Y cuando no estás,
añado, sigo yo dentro de ti, riego nuestras plantas, salgo al
balcón, leo y rara vez me siento en el sofá si tú no estás, eso
hago. No sé por qué demonios esto es así, pero mi casa y yo apenas
hemos hablado de nuestras cosas si no estás presente como mediador.
Mi casa y yo nos evitamos si no estás tú. Todo el mundo tiene algún
amigo con el que se encuentra cómodo si, a la vez, está en compañía
de un tercero, ambos son amigos indisociables, quedas siempre con los
dos, no sabrías qué decirle a cada uno de ellos por separado, sin
embargo eres feliz junto a ellos dos, sonríes, abrazas. Esta casa y
tú sois esos dos amigos. Esta casa vacía eres tú si te has ido, y
yo cuando vuelves. Esto último que he escrito sería una buena frase
para cerrar el texto, es enigmática. Recuérdamelo. No sé
exactamente qué significa, pero como puedo decir lo que quiera, pues
ahí se queda, seguro que alguien la entiende, la hace suya. Escribir
es ser un ventrílocuo, pulsar las teclas en vez de mover la boca de
un muñeco al que has metido la mano por la espalda. Por ejemplo,
ahora me apetece meterte mano y la mano, las dos cosas, tirarte de
espaldas a la cama, y tú a reír. Calla, que me desconcentras. Pues
claro que no puedo parar de hablar cuando lo hacemos, ¿no ves que
soy escritora?, estoy tomando apuntes. Soy una especialista en
finales, esa soy yo. No quiero que se malinterprete esto último.
Describir una escena de sexo es tener sexo virtual, aunque también
podríamos llamarlo sexo oral, si te lo cuento. Eso es muy ocurrente,
pero odio los juegos de palabras cuando escribo. Carver y yo odiamos
los juegos de palabras.
Cuando
hace este viento hay una mujer invisible balanceándose en la
mecedora de mi balcón. Soy yo, sentada, leyendo después de que haya
amainado el poniente y sea de noche esta noche y no estés tú ya
conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien
iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial,
fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara
de lo que es y no haya vida después de la muerte. O sea ésta.
Escribir
un cuento con ese tono daría al lector una idea pesimista, triste e
inexacta de mí y de mi obra, la gente pensaría que mi balcón es un
sitio muy alto desde el cual puede verse la ciudad y que, cuando
anochece y hace buen tiempo, salgo yo a la terraza a leer, a beber
gin tónics y a escribir textos melancólicos como si yo fuera tan
triste y tan borracha como Houellebecq por culpa de Houellebecq . Y
no es así, porque yo ya era tan triste y tan borracha como él antes
de leerlo a él. Todo su rollo melodramático no me ha influido lo
más mínimo, hombres, yo nunca hablo del dolor, a mí no me duele
nada, y si me doliera, que no me duele, vosotros no os enteraríais.
Nadie se enteraría de mi dolor a través de mis palabras, ¿por qué?
porque sé que alguno de vosotros lo usaría contra mí,
probablemente algún conocido, incluso amigo, expareja o familiar, me
lo restregaría, tarde o temprano, por la cara. Así funciona esto.
La gente que te conoce es más peligrosa que los desconocidos, nadie
a quien yo no quiera podría hacerme daño, me importarían un bledo
sus opiniones, sería imposible que un desconocido pudiera
fastidiarme de verdad, sería imposible, los desconocidos saben eso y
no intentan joderte porque saben que no pueden, los desconocidos no
son peligrosos, son gente muy amable. Los peligrosos son los demás,
el resto, la gente a la que quieres y aprecias, esos son la clave del
dolor. Querer a alguien te convierte en una mujer más débil. Cuanta
más gente quieres, más expugnable eres, esto también es así. A
estas alturas del texto ya sé que no sólo me he ganado la enemistad
de la mitad de los lectores, sino que he desvelado el peligro que
corro ante la piedad. Solo la compasión me produce más rechazo que
la piedad.
Nadie
podrá echarte en cara, llegado este punto, lector, que decidas
abandonar la lectura —yo mismo no sé si seguiré escribiendo este
texto—. Marcharse es de valientes. Los cobardes se quedan. Es muy
fácil no moverse. La inercia es la fuerza más poderosa del
universo, eso lo saben todos lo físicos, pero no lo dicen. Se callan
en lugar de insistir en que es muy sencillo que todo quiera continuar
en el estado en el que está. Hay que dar las gracias a cualquier
alteración. Eso deberíamos de decirle a la gente que nos abandona,
a nuestras exparejas, examigos, exalgo, gracias, de todo corazón
gracias por haberme acompañado hasta aquí. Ah, una cosa te digo,
lector, si te marchas, si dejas de leer, no sabrás qué pasa con T.
Porque T es como todos los demás hombres, pero muy diferente. Es
increíble la cantidad de gente que se nos parece, de hecho
respondemos a lo sumo a una decena, tal vez a una veintena, de
estereotipos. Somos aburridos, previsibles y, muchas de las autoras,
pertenecemos al arquetipo autocompasivo, el más patético de todos.
Por eso hemos de intentar escribir sobre la verdad, porque en ella
reside la esperanza y la pasión, me encantan los principios, hay
tanta fuerza en ellos, deberíamos estar siempre naciendo, empezando,
deseando besar, perplejos y curiosos ante el fragmento inicial, ese
que dice «Cuando hace este viento hay una mujer invisible
balanceándose en la mecedora de mi balcón...» un fragmento
distinto a todo lo que había escrito hasta ahora, simplemente porque
es verdad, así de claro, y T también existe, es real. Madre mía,
menuda palabra, verdad. Estoy harta, estoy cansada de la ficción, de
las novelas en pasado y de los narradores omniscientes. Los
narradores omniscientes siempre son un tío, su voz, aunque no exista
nada más que en alguna zona cercana a tu hipotálamo, suena
cavernosa, segura de sí, masculina. Todo eso se acabó.
No
sé qué pasará con T, ni con esa mujer invisible balanceándose en
la mecedora de mi balcón que soy yo, sentada, leyendo después de
que haya amainado el poniente y sea de noche esta noche y no esté él
ya conmigo y sí la fachada de esa iglesia ahí enfrente, bien
iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, un poco colonial,
fantasmagórica y, a su alrededor, la ciudad parezca aún más rara
de lo que es y no haya vida después de la muerte. Si te soy sincera,
no tengo ni la menor idea, es más, no me importa lo más mínimo y
no tengo prisa en saberlo. El problema es la curiosidad, ¡qué más
da lo que pase con T!, no puedo saberlo, el futuro llegará con el
tiempo. Nos sentaremos a esperarlo. Al tiempo se le puede esperar
sentada en una mecedora, y luego contarlo. Dos cosas antes de irme:
primera, sí, hay vida después de la muerte y es ésta; segunda,
escribir es contar la verdad, la que aún no ha ocurrido.
Juan Pardo Vidal
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