Cuando los Sáez de la Rosa llegaron a
Tablas de Madil, con el escaso bagaje de un pasado que olvidar y unos
pocos objetos que cabían todos en un zurrón de piel de oveja, el
pueblo les recibió con la frialdad con la que se reciben las
noticias presentidas. Hoy, varias generaciones después y merced al
buen ojo mercantil de Ernesto Sáez de la Rosa –además de a su
total ausencia de escrúpulos-, se habían hecho con un nombre
respetable y una fortuna considerable que parecía custodiada con
celo tras la enorme verja de hierro de “La poderosa”.
La
noche cubría prácticamente la ciudad y la luz del ordenador
centelleaba en el dormitorio. A Jaime le gustaba trabajar de noche y
ella, Mónica, se había acostumbrado a dormirse con el teclear
convulso de su marido como canción de fondo. Estaba a punto de
finalizar su último libro, y asumía la llegada de otra noche con la
apatía que su protocolo invariable le infundaba. Mientras, ella
envolvía su cuerpo como un ovillo sobre la sábana de la cama,
acomodándose a cada recodo de su soledad.
Por
fin había acabado la guerra, y la vuelta de Roberto Sáez de la
Rosa, el primogénito de la cuarta generación asentada en el pueblo,
estaba anunciada para aquel día de junio, donde un sol que cuarteaba
la piel de Damián, abuelo y ahora patriarca de la familia, parecía
brillar en honor de un regreso triunfal. Damián se despertó
temprano, mucho antes de que aquél sol de justicia gobernara el
cielo para su familia, y se vistió con su traje blanco. “Te hace
parecer más joven” recordaba que le decía Lucía mientras se
abotonaba la camisa y sentía el dolor de los años en su zona
lumbar. A regañadientes había desayunado algo (el rabioso
aguardiente que venía tomando cada mañana desde que su padre le
dijera que le pondría voz de hombre), y desde bien temprano había
tomado lugar en la mecedora que gobernaba el balaustrado porche de
madera.
Enfrentarse cada noche a la página en
blanco no era fácil a pesar de su experiencia, y una especie de
ansiedad contenida se le agarraba a la altura de la garganta, como
las ocho patas de una araña que le estrangulara, hasta que había
sido capaz de escribir los primeros cuatro o cinco párrafos.
Después, como quien clasifica tornillos, todo parecía dispuesto por
la rutina, y las páginas fluían con la constancia con la crece la
hierba en la cuneta de la carretera.
A
eso de las doce del mediodía, cuando el sol amenazaba con quebrantar
la intimidad de “La poderosa”, cuyas puertas permanecían
abiertas de par en par, como muestra de desafío al mundo, vio Damián
perfilarse a lo lejos la figura de su nieto mayor. Le pareció
gobernado por un andar anárquico y despreocupado impropio de un
héroe de guerra, aunque seguramente el calor también había de
afectarle al mismísimo triunfador de mil y una batallas. El anciano
se puso de pie y fingiendo un gesto de alta nobleza que llevaba
tiempo ensayando, se dibujó apoyado en una de las columnas del
porche como la estatua de un César desmejorado.
Ella
había asumido su papel en su matrimonio y había sido capaz de
aceptar, para afuera, su ministerio con la fe de un monje tibetano.
Pero en sus adentros, cuando le tocaba enfrentarse consigo misma,
cuando su despiadada soledad le exigía rendir cuentas con una vida
que se le escapaba entre las manos como una pastilla de jabón, en
ese momento sólo sabía compadecerse.
Le
hubiera gustado gritar que ya estaba allí Roberto, que su nieto
preferido había vuelto de la guerra. Pero su papel de hombre sin
sentimientos, inventado hacia ya demasiados años, le impedía
mostrar el estremecimiento que la visión de éste, como la de un
fantasma plañidero, había causado en su lastimado estómago. “Hijo
mío, me siento muy orgulloso de ti. Bienvenido a casa”, le dijo
mientras lo abrazaba sin excesiva efusividad. Roberto, que no
esperaba mayores muestras de afectividad, se asió al cuerpo de su
abuelo (bastante más corpulento que el suyo), más por la necesidad
de no sucumbir que por cariño.
Zape, el gato persa que comprara
Mónica para disimulo de su soledad, también le había fallado. Éste
había adquirido hábitos nocturno, y mientras pasaba el día
arrinconado en un colchón ovalado convertido en su refugio, la noche
la consumía arrastrándose entre las piernas de Jaime, buscando el
roce de sus vaqueros o el tacto amable de la pelusa de sus piernas.
Al principio el dormitorio había sido un territorio vetado para él,
pero con el tiempo y puesto que se había convertido el animal en el
extraño lazo que unía al matrimonio en sus diferentes soledades,
había hecho de aquél su particular guarida al caer el día.
“Ya
está aquí Roberto”, anunció mientras entraba a la casa,
rompiendo el aire de misterio y recogimiento en la que ésta parecía
sumida y dando paso a un tiempo de alegría y vehemencia. De repente,
todos los Sáez de la Rosa y buena parte del servicio, como las
hormigas dislocadas ante la sorpresa de la tormenta, parecían
recorrer el mismo camino que llevaba inequívocamente a los brazos
del triunfal combatiente. “Qué alegría hijo mío”. “Bienvenido
hermano”. Repetían unos y otros como con miedo a romper un guión
impuesto por un director obsesivo. “¿Y tú no piensas decirme
nada?”, le preguntó a la joven Ana Isabel mientras la cogía por
la cintura y la besaba como sólo se besa a una amante.
Jaime se servía, cada noche, un Jack
Daniels en vaso ancho, de
cristal persa con rugosidad ribeteante en su base y con una docena de
pequeños hielos con forma de pez. Ésta era una costumbre que
adquiriera al principio para mantener la vigilia, pero con el tiempo
se había convertido en una ceremonia ineludible mientras cobraba
vida la pantalla del monitor. Jaime consumía con parsimonia su
brebaje establecido, y observaba en cada sorbo cómo los pececitos
empequeñecían con la noche. Al final de ésta, los restos acuosos
del último trago tenían un extraño sabor clorótico que era
indicio para su paladar de la llegada de la madrugada.
Ana
Isabel le correspondió con la mayor ilusión que fue capaz de
fingir. “Te he echado mucho de menos”, le dijo ante la expresión
de ternura impostada del resto de la familia. “Seguro que no más
que yo a ti”, contestó él, dejando reposar en el aire la
dicotomía interpretativa de aquella afirmación. “Fabián, lleva
la maleta al cuarto de Roberto y Ana Isabel. Dorita, prepárale a mi
nieto un baño caliente. Ramona, ve preparando la mesa…, y saca la
cubertería nueva. Esto hay que celebrarlo”, disponía Damián como
si fueran los miembros del servicio las piezas monocrómicas de un
ajedrez que dominara con total resolución.
Mónica se revolvió entre sueños, y
esto llamó la atención de su marido. Él la observó, como se
observa un mar embravecido, con una mezcla de miedo y admiración, y
por un segundo se sorprendió queriéndola. Pero ya nada era igual…
Jaime era consciente de que había descuidado su matrimonio, y que
éste había quedado reducido últimamente al cumplimiento de unas
normas básicas de comportamiento y poco más. “Cuando acabe con
esto prometo dedicarte más tiempo” le repetía cíclicamente ante
las periódicas reclamas de ella.
Durante todo el día centró
Roberto la atención de “La poderosa”, asistiendo todos con
complacencia al baño de gloria del que éste disfrutaba. Damián lo
organizaba todo como el maestro de ceremonias a cuyo papel se había
acostumbrado, mientras Vicente, su hijo, y a la sazón padre del
heroico pródigo, observaba con sumisión a la espera de la
alternativa que la vitalidad del patriarca parecía negarle. Pero al
llegar la noche, en esos momentos en que los quehaceres maritales le
exigían rendir cuentas con su querida Ana Isabel, las trincheras y
las primeras líneas de fuego de poco le valieron.
Jaime se deslizó suavemente sobre las
ruedas de la silla de su escritorio y se acercó a la cama. Reparó
en que llevaba Mónica las uñas de los pies pintadas y la imaginó
dedicada, mientras él dormía, al cuidado de una imagen en la que ya
no se fijaba. Observó sus tobillos finos y la caña pulimentada de
su espinilla. Le pareció una imagen tremendamente literaria y
lamentó que ya no le resultara sensual. Ni siquiera era capaz de
acordarse de la última vez que hicieron el amor y le entraron ganas,
probablemente por demostrarse que aún era capaz, de poseerla con
pasión mientras la acariciaba en sus sueños, pero había algo
irrecuperable en su relación y ya no tenían sentido arrebatos como
aquél.
Ellos se habían casado, a la
espera de que los lazos legales sustituyeran a los sentimentales (a
los que nacen del roce), en cuanto fue consciente de que debía
alistarse en el frente. Ni siquiera las influencias del abuelo le
valieron para evadirse de unas obligaciones patrióticas que no
entendían de amiguismos intencionados ni de intereses subversivos.
“Te esperaré”, le dijo Ana Isabel el día que tuvo que enrolarse
a sabiendas que no le sería posible cumplir su palabra. Damián no
le dijo nada y dejó que el silencio y el último beso que le diera
desde su corazón (a menudo pensaba que también el primero…)
sustituyera a reclamos amatorios frente a los que ella no sabría
corresponder.
Así
que se limitó a acariciarla como se acaricia lo desconocido. Jaime
cerró los ojos y deslizó su mano suavemente (no sabría cómo
reaccionar si ella se despertaba) por la piel extraña de su mujer.
Ella lo recibió, en su inconsciencia, como se recibe el roce de un
extraño en el vagón de metro, y rehizo con delicadeza su postura
alejándose de su alcance. Él se preguntó si habría sido su
reacción la misma ante su roce extemporáneo de haber estado
despierta y prefirió no contestarse.
Ana
Isabel se había convencido de que lo mejor sería hacer el amor
fingiendo un deseo que había desaparecido el mismo día que anunció
su regreso, y dibujar en el aire suspiros y quejidos con sabor a otra
boca. Él no le reclamó durante todo el acto el amor que no fue
capaz de ver en sus ojos y se dejó llevar por su más puro instinto
animal para golpear con fuerza, con menos medida que pasión, las
caderas usadas de su mujer. Al finalizar, como el cadáver del hombre
con el que se casó, él quedó tendido en la cama, junto a Ana
Isabel, dejando que el aire de la habitación, testigo de traiciones
pasadas, inundara el silencio queriendo testificar en su contra.
Jaime volvió a colocarse bajo la
falda de su teclado, las únicas que ya era capaz de vencer, y retomó
la escritura. Le ponía nervioso el parpadeo constante del cursor en
la pantalla y prefería buscar la inspiración en la decoración de
su alcoba. La ventana quedaba justo a su altura, y la abrió mientras
encendía el penúltimo cigarro (siempre era el penúltimo). Aspiró
con fuerza dos veces ante la llama del encendedor y sintió cómo el
ascua enrojecía parte de su cara reflejada en el monitor. Sabía que
a Mónica no le gustaba que fumara en el dormitorio, pero hacía
tiempo que no tenían en consideración lo que al otro pudieran
importarle sus actos.
“Te
quiero” le dijo, disfrazando de desfachatez una actitud que apenas
conseguía engañarla siquiera a ella misma. Roberto quedó en
silencio, desvelando con su mutismo lo que ella trataba de ocultar
con sus palabras. “Te quiero”, le volvió a decir. Tras unos
segundos, Roberto le replicó: “¿Quién es él? ¿Jonás, mi
hermano?”. Ana Isabel se puso en pie, guiada por la vergüenza, y
se anudó con calma la bata a su cintura púber, dando la espalda a
la cama donde todavía él reposaba. Tras unos segundos, durante los
cuales no fue capaz de mirarle a la cara, ella se dirigió a la
puerta, cumpliendo el rito para el que tres años de infidelidad le
habían preparado, y abandonó la habitación en dirección a la de
Jonás.
Estaba a punto de acabar pero no
encontraba la inspiración. Esas caprichosas musas de las que él
renunciaba y a las que quería ocultar a menudo con el oficio, no
obstante, debían ocultarse en algún lugar de la casa. Jaime se
levantó y abrió la puerta del frigorífico; la madrugada despertaba
su apetito. La luz cansada del interior le respondió dubitativa, y
cobraron vida docenas de piezas de fruta y la extensa gama de
vegetales que conformaban la dieta de su mujer. Cada vez que se
enfrentaba a aquel espejismo de su cocina tenía la misma sensación
de extraña saciedad y acababa decidiendo volver a intentarlo más
tarde.
Ana
Isabel se detuvo a mitad del pasillo, como intentando sopesar en su
soledad el precio que tendría que pagar por dejarse llevar por sus
instintos, y estuvo a punto de regresar a la habitación. Después de
todo, seguía siendo su esposa y Roberto era un hombre comprensivo.
Quizá si le dijera que aún lo amaba y que el refugio de los brazos
de su hermano no había hecho sino acrecentar el amor que hacia él
sentía, fuera capaz de olvidarlo todo… ¡Pero qué demonios! ¡Por
qué tenía que seguir engañando a todo el mundo y jugando a
desempeñar el papel de esposa ideal! Cuando arrancó decidida a
sucumbir a los brazos de Jonás, un golpe seco, como de mueble
cayendo al suelo, vino desde la alcoba en la que acaba de fingir lo
infingible. Al entrar, Roberto yacía sin vida, sin pena y sin dolor,
con una bala incrustada en la cabeza y con un gesto amable dibujado
en sus labios.
Esa
extraña sensación óptica de la madrugada en la que los objetos
tienen forma pero carecen de color, se empezaba a diluir con los
primeros fulgores del amanecer. El reloj marcaba las siete y cuatro
minutos y Jaime empezaba a sentir el peso del trabajo entre la nuca y
la espalda. Pero esta vez aquella sensación era diferente. Como le
había prometido a su editor acabaría aquel último capítulo esa
misma noche, y un gozo lánguido le estremecía como una caricia;
como la caricia que ya no tenía. Mónica aún dormía sobre una cama
demasiado grande para una sola persona, ajena al tímido placer de su
marido, mientras otra noche moría en los huecos de su habitación.
José Antonio Garrido Cárdenas.
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