Un
cíclope de hábitos sombríos
engulló
anoche
las
mansiones profundas del delirio.
Fue
la fugacidad
su
límite inasible en aquel óculo,
tan
avasalladora
que
mi cuerpo, enfermo de vorágine, se desdibujó.
Y
no entiendo si el asalto
culminó
en mis arenas
o
en aquella velada en que el mar, criatura del sollozo,
emergió
a la vida
para
sepultar su muerte.
El
mar, sin duda, alberga en su intestino
pasadizos
que asilo ofrecen a los desventurados.
Es
poderosa luz y maquinaria
que
ciertas noches
visita
los palacios
con
su avasalladora corpulencia;
dispuesta
a engullir los espantos de la aurora.
Dispuesta
a rebelarse cual testigo
delante
de un atónito jurado.
¡No!
No está en el mar la muerte
ni
pintan sus espacios nueva vida.
El
mar, tan típico alborozo,
es
pirámide en cuyo estómago a veces he entonado
ascéticos
cantares.
Fe
de ello da su inhóspito oleaje,
y
su coro de muertos sonámbulos
cautivo
en los pasajes sumergidos.