Koyu
Abe siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de
Genji
Koyu
Abe, con rigurosa túnica negra,
alta
y rapada la cabeza
llano
el ceño
siembra
una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji.
Con
parsimonia deposita la pequeña cáscara repleta
de
luz en potencia
de
futuros asombros
en
un cuenco cavado entre la tierra.
La
cubre con una pequeña pala
la
riega con una regadera anaranjada.
Pasa
la brisa sobre los jardines del templo de Genji
la
siente Koyu Abe en sus manos salpicadas por el agua.
En
una bolsa de tela colgada en el regazo lleva
unas
decenas o cientos de semillas.
Es
aún muy de mañana y sembrar cada una es su tarea
y
cubrirla
y
regarla con su regadera anaranjada.
Un
millón de girasoles habrán de alfombrar pronto los jardines de
Genji y los huertos aledaños.
Monjes,
campesinas,
todos
habrán de tener manos humedecidas por el agua que riega los futuros
asombros
amarillos de los niños,
las
que serán luces piadosas para ojos extenuados.
Koyu
Abe no conoce a Van Gogh, mas pinta girasoles con su pala.
Koyu
Abe, cuya mirada divisa, en lontananza, los perfiles grisáceos de
los silos nucleares.
A
la vera de Fukushima se levantan los jardines del templo de Genji
y
es preciso purificar el cielo, purificar las aguas, purificar el
suelo, purificar los soles sembrando girasoles.
No
es un efecto estético, me dice Koyu Abe, en el silencio de la
imagen:
las
raíces absorben los metales pesados
y
del veneno nace, como si tal, la flor.
Mas
es verdad que también la belleza purifica
por
sí misma,
acota
el holandés, saliendo del silencio de la tela,
yKoyu
Abe me extiende una bolsa de semillas
de
cáscaras repletasde diminuta luz.
La
enorme regadera anaranjada
me
la alcanza Van Gogh.
[De
La mañana se llenará de jardineros,
2013]
Alivios
Aliviaba
cierto dolor de la infancia atesorando
piedras
de cuarzo
recogidas
en las calles de tierra
piedras
comunes
pero tocadas por alguna veta mágica
que
las había transfigurado
transmutado
guijarros
ocres elevados hacia el mármol.
Las
reunía en el patio trasero de la infancia
y
se las enseñaba a algún vecino pobre alguna tarde pobre
a
otro niño cualquiera como él que
sorprendido
las
pesaba y admiraba entre sus manos
maravillado
por
la existencia de una belleza que no había entrevisto antes
guijarro
ocre también él
y
desde entonces surcado por una contemplación secreta
por
una veta
que
elevaba sus ojos al destello del mármol.
¿Qué
habrá sido, me pregunto en esta tarde pobre de febrero,
de
ese vecino y aquel patio trasero y la colección de cuarzos?
¿Y
qué habrá sido del coleccionista?
En
cuanto a él,
abrigo
algunas sospechas sobre su paradero.
De
hecho
yo
mismo alivio ciertos dolores de la madurez recorriendo
las
calles de tierra o de cemento de la tierra
buscando
piedras
comunes
-palabras-
surcadas
por alguna veta mágica
secreta
que
permita transmutarlas hacia el mármol
con
solo saber escuchar
-caracolas
calladas-
lo
que podrían decir
reunidas
en
un patio trasero.
Las
recojo, las reúno, las atesoro,
me
maravillo
de
su belleza oculta
guijarro
ocre
las
transcribo
y
se las muestro alguna tarde a algún vecino.
A
veces pienso que no sirven de nada
y
una voz en el sueño me dice que no alcanzan,
que
no alcanzan.
Es
verdad que la colección de cuarzos no logró borrar el dolor que
desfiguraba la
infancia
del
coleccionista,
sacar
de la pobreza a su vecino ni mejorar la calle o el traspatio
mas
su solo estar ahí bastaba
para
aliviar el mundo,
para
transfigurarlo
para
poner en los ojos un destello
y
así elevar la piedra y aproximar el mármol
haciendo
al mundo ligeramente más bello
y
acaso
también
menos
cruel.
[De
La mañana se llenará de jardineros,
2013]
No
No
en el precioso y preciso jaspeado carmesí en el corazón de esta
flor
blanca
como un cáliz de nieve,
no
en sus pétalos albos y pequeños, no en las
líneas
carmesíes diminutas como trazos de sangre de un gorrión
malherido
de amor sobre esa nieve;
no.
La
belleza está en los ojos del que mira,
en
el preciso y precioso jaspeado del iris de sus ojos,
en
el corazón de su pupila,
en
las líneas nerviosas diminutas que conectan el ojo
con
la mente.
La
belleza no está en el mundo por sí misma y para sí.
La
belleza del mundo está en los ojos de los habitantes del mundo,
en
la mente de los habitantes del mundo, en todos los sentidos de los
habitantes del mundo
pues
no hay olor sabor textura ni trinos de gorrión ni cálices de nieve
sino
aquél que puede maravillarse en ellos.
La
belleza está en tus ojos en tu lengua en tu pezón
en
el funcionamiento maravillosamente armónico del martillo y el yunque
y el tímpano de tu oído interno
en
las células olfativas que trémulas se extienden debajo de tu
rostro.
Contra
la muerte y el dolor y el mal,
a
pesar de la extensión de su reinado en ti y en mi,
la
belleza está en ti y en mi, no en esta flor
que
temblorosa sostiene
su
blancura
y
sus irisaciones carmesíes
en
una palma cuyo pulso un día dejará de latir
y
será trazo de sangre en el corazón de un gorrión niño
y
cáliz de tierra y humus para las nuevas flores
como
esta
que
temblorosa sostiene
su
blancura
para
aquellos que podemos percibir la suma
de
todos los colores.
[De
La mañana se llenará de jardineros,
2013]
De
la velocidad de los fantasmas
En
un prólogo leo que un poeta fue prematuramente muerto.
Pero,
¿acaso hay alguien que muere antes de tiempo?
Todos
morimos en el momento exacto.
Lo
que ocurre es que los muertos jóvenes dejan más cosas pendientes
y
tardan mucho en desplazarse
–distraídos
y perplejos– para cerrar sus círculos.
Sí,
los muertos jóvenes viajan muy lentamente
para
poder ajustar cuentas:
sé
de una muchacha cuyo fantasma demoró largos veinte años
en
recorrer a pie la ruta desde Buenos Aires hasta San Lorenzo,
en
el norte,
atravesando
pampas y cañaverales,
para
poder decir adiós
con
una vaharada de perfume a un hombre que fue suyo,
y
sé también de un piloto, muerto en cierto accidente,
que
demoró diez años en llegar a los sueños de su madre
para
revelarle en cuál pico de los molestos Andes
se
encontraba, congelado y envejecido,
cual
la heroína de Horizontes Perdidos en el Tibet,
su
exquisito cadáver treintañero.
Los
muertos viejos no.
Los
fantasmas de los que han muerto viejos llevan los pies livianos
ya
casi alígeros de tan inmateriales
(recuerdaA
Christmas Carol)
y
pueden cerrar cuentas –si aún las tienen– en una misma noche,
en
esa misma noche en que los velan.
Los
muertos niños
los
muertos niños no se van del todo
se
quedan atrapados e indefensos entre sus juguetes
sin
percatarse de que han muerto,
de
que algo ha cambiado radicalmente entre ellos y nosotros.
Por
eso, cuando de noche en tu departamento se encienda algún juguete
sin motivo
aparente
o si, como en cierto palacete de San Isidro en Lima,
un
niño se le aparece a una invitada
de
voz bella, con toda naturalidad,
jugando
tras del escritorio,
es
que allí algún pequeño no ha cerrado su círculo
entre
sí mismo y la dura razón de la existencia.
Los
muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus
madres.
[De
La mañana se llenará de jardineros,
2013]
1972
Fue
el año en que Nixon visitó la China
que
Marco Antonio Campos refutó a Neruda
–Las
páginas no sirven. La poesía no cambia
sino
la forma de una página–
que
estrenaron Solaris (lo dije en otro poema) pero también Aguirre
Cabaret Garganta profunda El hombre de La Mancha Gritos y susurros El
útimo tango –ah María Schneider en la tina y Brando ubicuo,
bilocal, al mismo tiempo en el ático parisino y en Villa Corleone,
otro y el mismo– mientras Zefirelli hacía volar a Chiara y
Francesco en una nube de flores, Snoopy se iba de casa junto a
Woodstock y Chaplin volvía a Hollywood (ya Osvaldo Soriano lo contó
en una novela suya).
Murieron
Chevalier, Alejandra y Kawabata, el primero bailando los otros dos
al
filo del espejo
y
se despidió de este mundo una princesa
Carolina
Matilde de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg,
bautizada como Princesa Viktoria-Irene
Adelheid Auguste Alberta FeodoraKaroline Mathilde de
Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg
de
la que solo queda el nombre en Wikipedia.
También
dijo arrivederci el profeta de la usura, que solía contemplarse en
los ríos
en
noches de plenilunio y enderezar aun las torres con sus cantos.
Una
estela explosiva dejó el cohete fallido que propulsaba a la sonda
Cosmos hacia Venus
y
otra Harry S. Truman, con su cortejo de átomos y carne chamuscada.
Bobby
Fischer, el díscolo, el irreductible, venció a Boris Spassky
llevándose
el título a casa junto a unas cervezas,
en
tanto el odio ensangrentaba los juegos olímpicos de Munich el penal
de Trelew
un
domingo en Irlanda del Norte el campus de la universidad de El
Salvador
en
cuanto un terremoto destruía Managua y en Roma
gritando
que él era Jesucristo.
Era
1972 y en un país perdido entre montañas,
en
una clínica metodista, por puro azar,
nacía
yo, que debí haber nacido en otra ciudad y otro hospital;
y
poco antes o después nacían otros niños y niñas con los ojos
también maravillados,
de
este y del otro lado del Ecuador, dedicados ahora, como yo, a este
inútil,
maravillosamente
inútil oficio de escritura.
Sí,
de seguro fueron los efectos del cohete de la Cosmos
el
poderoso cóctel de todas esas películas
algo
de los últimos alientos de Pound y la Pizarnik,
y
sobre todo la estela del poema de Marco Antonio Campos:
Las
páginas no sirven. / La
poesía no cambia / sino
la forma de una página, la emoción, / una meditación ya tan
gastada. / Pero,
en concreto, señores, nada cambia.
/ La poesía no hace nada. / Y yo
escribo estas páginas sabiéndolo.
Eppur
si muove, cuarenta años después
ya
solo quedan en pie los poemas de Alejandra, los cantos de Ezra, algo
de las novelas de
Kawabata,
mucho de los versos de Neruda y casi todas esas cintas
indescriptibles
mientras
el resto: Nixon Mao Neftalí Reyes Tarkovski
Klaus Kinski Bob Fosse la deliciosa Linda Lovelace el insoportable
Ingmar Bergman la más deliciosa María Schneider el más
insoportable Marlon Brando el ya no se diga Charles Chaplin Osvaldo
el Negro Soriano Charles M. Shulz Maurice ChevalierCarolina
Matilde de Schleswig- Holstein-Sonderburg-Glücksburg el propio Ezra
el programa espacial soviético la URSS Truman Bobby Fischer y todos
sus rivales las víctimas y los asesinos el loco del martillo
son
ya carne de gusanos y de la desmemoria
como
lo seremos los poetas del 72 y Zefirelli y Marco Antonio Campos algún
día
pero
no su refutación a Neruda que se refuta a sí misma
perdurando
inútil
y maravillosa
como
la poesía,
como
la Loren
como
La Pietá
triste,
solitaria
y
final.
[De
La mañana se llenará de jardineros,
2013]
La
canción de la sopa
En
tiempos de mi abuelo las familias eran grandes
vivían
en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive
diminutas, pero grandes.
Comían
alrededor de grandes mesas
mesas
fuertes, cubiertas o no de mantel largo
pero
bien establecidas en el piso.
Con
cucharas enormes comían la sopa
en
los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones
de
unas enormes soperas.
Se
reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,
a
fumarse un cigarrillo
sin
grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.
Mamá,
bordando a veces y a veces tejiendo,
veía
sucederse a los hijos y a los nietos
en
un ininterrumpido y gran bordado.
Papá,
la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6
montado
en un gran auto americano o en un gran caballo
o
con un gran estilo
de
caminar
para
pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el
tiempo
no había interrumpido,
salvo
aquél que enfermó, aquél que se fue
dejando
un enigma y una sensación de vacío
—una
enorme sensación de vacío—
flotando,
con el humo de los cigarrillos,
sobre
la sobremesa de la cena.
A
veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,
dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar
dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar
solo
consigo mismo, simplemente
no
estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana
carretera
con una rubia parecida a mamá cuando no era
mamá,
montado en un gran auto americano o en un gran caballo o
con
un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.
Mamá
a su vez algunas sobremesas sentía un nudo
en
la garganta, un nudo que después salía flotando de su
boca
montado en un gran suspiro,
un
enorme nudo que se enredaba en el vapor
de
su taza de café, con unas
volutas
que le robaban la mirada y la hacían desear
estar
sola,
simplemente
no estar ahí, escuchando los llantos
de
las últimas hijas y los primeros nietos.
Así
fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos
y
un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes
soperas
vacías, las cucharas mudas
de
una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió
a
lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de
teléfono,
de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.
Incluso
aquél que enfermó, el primero en partir
como
cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,
que
se metió en su pecho por la gran boca abierta
de
un enorme bostezo.
Entonces
compró
una breve sopa instantánea
y
entre sus mínimas volutas
se
permitió un pequeño llanto.
No
podía tomar la sopa.
en
su diminuto departamento no había una sola cuchara,
una
sola mesa bien fundada, algo
que
vagamente pudiera parecerse a la felicidad
y
sus rutinas.
Entonces
pensó en los tiempos de su abuelo o del mío
o
del tuyo, cuando las familias eran grandes
vivían
en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive
diminutas, pero grandes—
y
veían sucederse a los hijos y a los nietos
en
un ininterrumpido y gran bordado
con
enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire.
[De
El agua iluminada,
2010]
Los
patios son para la lluvia
cuando
ella cae despiertan sus baldosas,
abren
los ojos del tiempo sus aljibes.
Y
entonces los patios cantan.
Un
canto hondo,
en
un idioma arcano
que
hemos olvidado pero que comprendemos
cuando
cae la lluvia sobre los patios
y
volvemos a ser niños que oyen llover.
Bajo
la lluvia todas las cosas son renovadas en los patios
y
cuando escampa el mundo huele a recién hecho, a sábado de Dios, a
primavera.
El
canto de los patios en la lluvia borra el dolor del universo y
susurra el dolor del
universo
por
las lluvias perdidas, por los patios perdidos, por los cantos
perdidos,
por
ti y por mi que bailamos
bajo
la lluvia de Bizancio
arcanas
danzas
con
movimientos hondos e indescifrables
en
los patios de la memoria.
Por
ti y por mi que bailamos
que
llovemos
que
despertamos las estaciones mientras el patio canta
porque
la lluvia es para los patios,
esos
indescifrables.
[De
El pie de Eurìdice,
2014]
Memento
mori
Ni
el arco que contempló las pomposas victorias de César Marco Aurelio
Antonino Augusto
ni
aquél que casi fue rozado por la tiara del Papa Rey erguido en una
cabalgadura
preciosamente
enjaezada
ni
ese otro que vio al Gran Corso desfilar con sus tropas en el cénit
de
su tardío imperio decimonónico
y
ni siquiera el pequeño seto de pino bajo el cual paseaba el
Libertador,
hombre
más bien menudo,
en
la quinta de San Pedro Alejandrino,
cobijaron
el mismo poder
que
el arco que forma tu cintura
ni
celebraron mejor
la
frágil duración
de
los reinos y el reino de este mundo
que
la curvatura de tu espalda
cuando
mi mano, en el alba, la atraviesa.
[De
La mañana se llenará de jardineros,
2013]
Elemental
Si
yo fuera panteísta —me decías—
escogería
venerar a los dioses domésticos,
los
dioses del hogar, pequeños y sencillos,
que
se esconden tras una planta del jardín,
en
la corteza de un mueble de madera
o
dentro de un jarrón de cerámica
que
alguna vez una muchacha aborigen portó sobre su cabeza
-cómo
ondeaba su cintura en equilibrio, su cabello negrísimo.
Los
dioses diminutos y traviesos
de
la lluvia en verano o del agua cayendo desde la regadera,
la
diosa de la acequia en una vieja huerta
que
aún frecuenta mi infancia,
las
diosas del estanque o de la alberca
—siempre
hay algo divino entre las aguas—,
el
dios de la puerta, el dios de las almohadas, el dios de los jabones,
el
dios de las ventanas,
la
turbulenta deidad de la caldera que hierve,
el
dios mayor del hogar, escondido (y revelado) en el fuego.
Si
yo fuera panteísta, me decías, creería en todos esos dioses.
O
en la porción secreta de Dios que hay en todos los elementos
—repuse.
Y
mientras conversábamos, al caer de la tarde,
miraba
yo con recelo y ternura, al mismo tiempo,
ensombrecidas
pero aureoladas de luz nueva,
todas
las cosas de la casa.
[De
El pie de Eurídice,
2014]
De
su estancia
De
su estancia en vaya a saberse cuáles ciudades de la confusión
conservaba,
apenas
a salvo de la humedad y el calor propio a esa hacienda
estacada
en el centro del verano,
unas
cuantas revistas que en el cuarto de baño daban cuenta
de
un pasado mejor, de unos años
de
bullente actividad intelectual,
de
grupos activistas, de talleres de cuento, de seminarios
lacanianos,
de
círculos de discusión de la Escuela de Frankfurt
y
otros misterios reservados para los iniciados en
el
buen sexo y los porros de aquella época y de aquellas ciudades de la
confusión
en
las que esa mujer altiva y lúcida aprendió a preparar un par
de
buenos platos
—por
ejemplo, pollo al mole—
que
hoy junto a las revistas son todo el patrimonio que perdura
de
aquellos años dorados, esplendentes,
en
que todos querían cambiar el mundo a fuerza
de
bullente actividad intelectual y porros y Gramsci y hasta de Louis
Althusser,
hasta
que Louis Althusser estranguló a su mujer e ingresó al manicomio
y
murió babeando su impotencia y su ira en un camino
lodoso,
del color del mole del pollo al mole,
botando
sangre como rojos un cuadro de Frida Kahlo,
ese
lugar común ahora, por entonces aún un descubrimiento
en
una de las tapas de aquellas revistas estacadas
en
medio del baño de aquella hacienda,
estacada
a su vez
en
el centro de esa mujer altiva y lúcida, tan digna
en
su derrota
como
la golondrina de Wilde cuando decía
despreciar
el verano.
[De
El agua iluminada,
2010]
Albricias
A
Lucía
Como
un don o como la retribución de un don
cual
una fruta presentada en un ritual simplísimo
la
niña ha entrado en la casa, lo ha
visto
todo con su escuchar,
todo
lo ha oído con su ver y así
tan
atenta al universo
que
acababa de crear
el
primer día
(en
el principio era la tiniebla y el espíritu de Dios flotaba
dulcemente,
en posición fetal, bajo la faz de las aguas)
hágase
la luz
ha
dicho
sin
apelación a ningún significante
y
nos hemos comenzado otra vez a existir
briznas
de su costilla,
depuesta
la flamígera,
la
desnudez desnuda,
su
greda fresca, el jardín
recién
regado.
[De
El agua iluminada, 2010]
De
senectute
Y
así, de un modo insensible, imperceptible, va uno envejeciendo,
no
hay brusca ruptura de la vida, váse extinguiendo
con
esa diuturnidad, ese quehacer cotidiano
Marco
Tulio Cicerón, “De la vejez”
Como
un coral joven, como
una
dendrita que extendiera su primer
filo
al mundo para asir el tejido,
como
un güembé cuando se prende al árbol con uñas breves y raíces
todavía
tiernas,
así
en algún momento allanó este dolor
la
casa del verano
y
fue poco a poco instalándose en ella,
construyendo
su sillón de hierro sobre el piso del living,
entornillando
su plato de aluminio vacío
en
la mesa en la que repicaban las cucharas,
hincando
un tenedor de ponzoña en los guisos que aromaban la cocina,
acostando
su cuerpo de calamar viscoso en nuestra cama,
haciendo
un agujero en alguna
tubería
del baño
—gota
sobre gota que marcaba
las
lentas e intermitentes fugas de la dicha.
Como
un arrecife de coral, como un manglar de dendritas
las
uñas y raíces de este dolor hicieron suya la casa del verano.
Ahora
este silencio presagioso que inquieta la biblioteca
y
recorre los estantes y la mesa de noche
acaso
anuncia que el invasor muy pronto enmohecerá los libros
o
desvanecerá sus letras,
entrepalabrándolas
con
panfletos y facturas vencidas.
De
ahí que sea una urgencia llenar páginas de signos
que
más aprisa que la carcoma
que
más aprisa que el tumor puedan acusar
recibo
de
que existió el verano y existieron las cucharas y los guisos
y
la cama de lino feliz y el agua en la regadera
y
los libros en la mesa de noche
y
este que escribe
y
este que escribe.
[De
El agua iluminada,
2010]
Para
desconcertar
(benedettiana)
Tu
corazón está lleno de sorpresas
es
como una feria para niños
y
como un cementerio.
Tu
corazón tiene bosques con árboles prohibidos en su centro
mares
de playas solitarias y volcanes dormidos
tiene
murallas chinas monumentos favelas
sus
catedrales góticas y pequeñas ermitas.
Tu
corazón está lleno de vacíos, preguntas,
de
miradas de noche a los cielos ajenos.
Tu
corazón está lleno de rutinas
es
como un taller mecánico
o
como una cita a ciegas.
Tu
corazón tiene zonas baldías y habitaciones clausuradas
avenidas
con anuncios fluorescentes y ruletas
barrios
peligrosos donde no es posible aventurarse sin coraza
glorietas
floridas como en domingo de ciudad pequeña.
Tu
corazón está lleno de certezas, de credos,
mediodías
alegres con los pies en la tierra.
Tu
corazón es un aeropuerto
una
nota a pie de página
una
estación de paso
la
casa donde vivo.
Solo
tu corazón entiende a tu corazón,
solo
tu corazón se desentiende.
[De
El agua iluminada, 2010]
El
agua iluminada
Y
de pronto hay días que, en efecto, la luz es como el agua, el aire
es
como
el agua, la noche es como el agua, la piel es como el agua
primera
donde
fuimos
felices
y
sin saberlo nos regocijábamos por ello
y
por todas las cosas
nuevas
bajo
el sol
sentados
meciéndonos
con
los pies colgando alegremente
sobre
el techo.
[De
El agua iluminada,
2010]
Oliver
Twist
Nació,
como muchos hijos de la calle,
y
su primera (o tal vez única) tibieza
fue
el rescoldo del motor de un automóvil,
allí
mismo donde fue parido y abandonado.
Lo
adoptamos la mañana siguiente.
Lo
bañamos, lo alimentamos, le dimos nombre.
En
rigor de verdad, con el paso de los meses le dimos muchos nombres
como
todos deberíamos tenerlos, de acuerdo a
nuestros
cambios y los cambios de las circunstancias.
—¿Recuerdan
la confederación de las almas
de
la que habló Tabucchi?
Ni
siquiera llegó a conocer el amor ni a multiplicarse.
No
tuvo demasiadas alegrías, salvo las rutinarias
—compartir
algunos ratos con otros seres,
dejarse
acariciar la cabeza cada tanto—
ni
demasiados pesares,
salvo
una muerte horrible.
Lo
encontramos una noche desangrándose por la boca,
con
su interior destrozado.
—Cuentan
¿será posible? que tiempo antes
de
acabar con los judíos, en algún lugar les quitaron
sus
perros y sus gatos y sus canarios, y por crueldad o
diversión
los asesinaron de una forma espantosa.
Dije
que lo encontramos pero en rigor de verdad
lo
escuchamos.
Daba
alaridos bajo el auto
en
el mismo lugar en el que fue parido
y
que eligió para morir,
quién
sabe buscando aquel rescoldo
esa
primera (o tal vez única) tibieza
del
motor recién apagado, que le dio la ilusión
de
haber sido bienvenido en este mundo
y
de que alguien o algo le decía adiós
cuando
salía de él del mismo modo en que había entrado:
envuelto
en sangre y solo,
exactamente
de la manera en que suelen hacerlo
los
muchos hijos de la calle.
[De
El agua iluminada,
2010]
Lucas
13, 4
¿Quiénes
eran aquellos dieciocho hombres
—acaso
mujeres, acaso también niños, aquí el genérico es equívoco—
sobre
cuyas cabezas vieron desmoronarse
la
Torre de Siloé, de la que nada sabemos
salvo
lo que sigue refiriéndonos en su Evangelio
el
médico y cronista hebreo Lucas?
¿Eran
tal vez constructores
que
levantaban la estructura de la Torre
o
que la apuntalaron, fallando en el intento?
¿Eran
transeúntes, que pasaban cobijándose a su sombra
del
fuego cenital, del brillo inclemente del sol en las arenas?
Nada
sabemos de ellos tampoco, salvo lo que el Elegido dijo
—reverberación,
eco límpido a través de los siglos—
por
la mano de Lucas:
Que
los muertos de Siloé
(y
pudo haber dicho de Port au Prince o del Maule)
no
eran más ni menos culpables
que
los demás hombres y mujeres de la tierra.
Que
el misterio de la tragedia —o mejor: del accidente—
es
algo que escapa a nuestras mentes breves
y
secretamente forma parte del anverso de la trama
del
Gran Tejido, del cual vemos solamente
—per
speculum in aenigmate—
sureverso,
lleno
de torpes nudos, de cabos sueltos,
de
absurdas muertes como las de
aquellos
dieciocho hombres
—o
mujeres, o niños— de Siloé
o
los miles de Kerman, de Shan Si y de otras provincias
de
los reinos que hemos fatigosamente construido
y
que un día pueden desmoronarse
como
la torre de Jerusalén, partirse en dos o en tres
cual
las calles de San Francisco o de Lisboa.
—Y
sin embargo,
los
arqueólogos afirman que la torre derruida
pertenecía
a las murallas de la ciudad y se erguía junto a una fuente
de
la que además tomaba el nombre, en el valle de Tyropean.
Hablo
de la afamada fuente de Siloé, de la que hablaron ya los profetas
Nehemías
e Isaías,
a
cuyo estanque acaso habían ido a calmar su sed
aquellos
dieciocho hombres;
a
cuyas aguas siguieron yendo a calmar su sed los hombres y las mujeres
y
los
niños
por
mucho tiempo después de la tragedia;
ya
que el accidente, el dolor, la muerte, el sinsentido,
la
catástrofe,
por
más que nos aplasten
o
aplasten a quienes más cerca se encuentren de nosotros
no
pueden apagar la sed de infinito
que
nos aqueja desde el principio,
la
sed de luz
que
saciamos en los abrevaderos de la dicha,
aun
cuando se encuentren situados
en
los estanques mismos donde nos desmoronó el sufrimiento.
Allí
mismo, en el valle de Tyropean.
[De
El agua iluminada, 2010]
Vuelo
nocturno / Arte poética 1
Esa
luz que se apaga
no
es un imperio
ni
una luciérnaga.
Antoine
lo sabía, lo supo volando sobre la Patagonia.
Esa
luz que se apaga es una casa que cesa de hacer su ademán
al
resto del mundo,
una
mansión
—una
humilde mansión si cosa cabe: todas las casas del hombre
son
una mansión, todas las mansiones del hombre una cabaña—
una
mansión, decía Antoine, que se cierra sobre su amor. O sobre su
tedio.
Una
luz vacilante a la que
—frío
al calor—
unos
labriegos reunidos
se
aferran
náufragos
que balancean un fósforo
ante
la inmensidad
desde
una isla desierta.
[De
El agua iluminada,
2010]
Vuelo
nocturno / Arte poética 2
El
eje del mundo se ha movido hoy diez centímetros
a
la izquierda o a la derecha quién lo sabe
pero
los poetas esta noche andan revueltos
y
se descalzan
y
entran al río
y
se ponen
a
atrapar
el
resplandor
de
las estrellas
a
atraparlas
con
las manos
en
el agua.
[De
La mañana se llenará de jardineros,
2013]
Una
rendija
Y
tomando barro de la acequia
el
niño formó cinco pajarillos cuando nadie lo veía.
Se
alisó entonces el cabello que le cubría la frente
tomó
aire
sopló
suavemente sobre ellos
y
echaron a volar.
[De El agua iluminada, 2010]
Donde
el poeta, investido como un personaje de Kozinski, conversa con su
hija
Para
Clara
Y
si de pronto un rayo o un camión se abaten
sobre
la palma erguida,
sobre
su razón llena de pájaros
y
mediodías
si
la malaventura hiere su frente de luz
y
la desguaza
y
convierte en escombros su razón
y
su alegría
que
era también la nuestra
no
te dejes llevar por la tristeza,
hija,
recuerda
que detrás de los escombros
siempre
quedan semillas
y
que algún día,
pronto,
después
del rayo y la malaventura
se
abrirá la luz
cantarán
los pájaros
y
nuestra calle y todas las calles del mundo
donde
alguna vez hubo palmeras abatidas
se
llenarán de felices jardineros
que
peinarán
los
nuevos brotes
y
regarán los mediodías.
Te
lo prometo, hija:
la
mañana se llenará de jardineros.
[De
La mañana se llenará de jardineros,
2013]
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