-¿Eres
Baruch Eisenstein?
Respondió
que sí, apenas un hilo de voz. Luego, el silencio. Helmut Völler lo
observaba con descaro, cartografiando las arrugas, líneas y ángulos
de su cara, comparándolos con los de la fotografía que sostenía en
la mano. En la otra, un cigarrillo emitía cabriolas de humo.
Intermitentemente le daba una calada y un velo nicotínico
apantallaba su rostro. El parecido con la fotografía era difuso,
pero sí, era Eisenstein, mantenía la inteligencia en sus ojos. El
resto era pellejo descarnado y pestilencia.
-Que
le den una ducha y ropa limpia –ordenó-. Traédmelo cuando esté
listo.
Baruch
Eisenstein se percató del tablero de ajedrez antes de abandonar la
habitación, las piezas colocadas con precisión milimétrica. Cuando
regresó con la dignidad física recuperada, se lo encontró sentado
junto al tablero. Enfrente, una silla vacía que le ofreció con un
gesto.
-¿Sabes
quién soy? –Negó con la cabeza-. Helmut Völler, campeón alemán.
¿Qué te parece un duelo entre el mejor ajedrecista alemán y el
polaco?
-Me
agradaría enormemente jugar una partida.
Esa voz, cascada, partida, como si el sufrimiento se hubiera hecho lepra en las cuerdas vocales. Völler encendió con parsimonia otro cigarrillo, arrendijó los ojos.
-Pero
no una partida cualquiera, sino a vida o muerte. Ganas: vives.
Pierdes: mueres. Quiero que estrujes hasta la última neurona de tu
cerebro.
Baruch
lo miró horrorizado. En las sienes se le marcaba el ritmo alocado de
su corazón. Difícil pensar en esas condiciones, difícil pensar con
el cuerpo desnutrido y maltratado, difícil todo, pero la vida le
pendía de un hilo muy frágil y sólo restaba un invisible fleco
para que no terminara de romperse. Se convertiría en araña para no
desprenderse de él.
El
sorteo le ofreció salir con blancas. Vamos, Baruch, aún eres capaz,
tienes miles de jugadas memorizadas en los mapas de tu cerebro. Se
decidió por una apertura vienesa que favorecía un juego pasivo, más
acorde con su velocidad de pensamiento después de varios meses como
inquilino del infierno. Völler no se inmutó, y cada movimiento lo
acompañaba de una bocanada de humo, conforme las fichas iban
ocupando posiciones en el campo de batalla donde ya se hacía sangre
con alguna de las piezas. Iban cayendo como las vidas de tantos otros
en aquel lugar, y Baruch Eisenstein con la mirada afilada, sudoroso,
exprimiendo su capacidad intelectual como nunca lo había hecho,
jugándose la propia existencia ante un rival poderoso. En el
movimiento veintitrés, sin embargo, el alemán tomó una decisión
inesperada con la dama. No, no podía ser, ¿sería acaso una celada,
una trampa para que picara el anzuelo? Revisó las fichas con ojos
sorprendidos, atentamente. Esa disposición... Era prácticamente la
misma que con la que había logrado hacerse con el campeonato polaco,
no había trampa posible y sabía lo que tenía que hacer. Levantó
la mirada. Völler ya no fumaba. Por el contrario, una leve
contracción de labios denotaba la consciencia de su error. Baruch
jugó. En siete movimientos supo que tenía la partida ganada, que
era araña que había conseguido reforzar el hilo para no despeñarse,
ya sólo quedaba el paso definitivo para el jaque, para salvar su
vida, volver al barracón, a los trabajos forzados, a la comida
insuficiente y asquerosa, a los golpes e insultos, a la tabla donde
dormía encogido por el frío, a las picaduras de piojos y chinches,
a la desesperanza que vitrifica los ojos... Cambió de idea y
desplazó la pieza indebida, la que precipitó brevemente el
cataclismo de su derrota.
-Has
perdido, Eisenstein.
-Sí.
Contestó
con el sonido de un cristal fragmentado. Helmut Völler sacó su
pistola, apuntó a la cabeza de Baruch, tembloroso, los ojos
fuertemente apretados, los segundos que se alargaban sin que se
produjera la detonación... El oficial guardó el arma ante su
extrañeza.
-Vete.
Baruch
comenzó a levantarse lentamente de la silla. Sus piernas apenas lo
sostenían. Antes de abandonar la habitación, se giró.
-¿Por
qué me perdona?
El
oficial de las SS mostró una sonrisa sucia.
-Porque
sé que me has dejado ganar, judío. Pero no te equivoques: en este
campo de concentración tú ya estás muerto.