Antonio García Vargas. El hombre celular.

EL HOMBRE CELULAR
de Antonio García Vargas

Reconozco que me da un puntito de envidia, no lo puedo remediar. Veo en la tele imágenes de los atletas de élite, jugadores de fútbol sobre todo, haciendo ejercicios de mantenimiento y de forma para estar a punto en sus distintas competiciones. ¡Qué gimnasios, Dios mío! ¡Qué maquinaria! Una ingente cantidad de ordenadores a su disposición, una maraña de cables que terminan en graciosas ventosas aplicadas a distintas partes de sus cuerpos, midiendo impulsos, controlando constantes, analizando cada una de las pautas segundo a segundo, poniendo y quitando aquí y allá, optimizando la temperatura, incorporando datos sobre alimentación conveniente, esfuerzo físico y psíquico, a tono siempre con los resultados que se pretenden…

Ante tanto cable, medidores de impulsos y agujas protectoras recopilando información sobre necesidades, tolerancia y prestaciones, cabe preguntarse si los chavales son humanos que parecen máquinas o máquinas que parecen humanos.

Está claro que el colosal negocio montado en torno al deporte de competición se ha disparado hasta el infinito. El deporte propiamente dicho ha dejado de serlo para convertirse en santo y seña de “otras cosas”. El despliegue de propaganda en todo tipo de medios ha conseguido resucitar formas de competición a las que no se hacía caso y no es extraño ver cómo se analiza con ojo crítico todo aquello que pueda proporcionar dinero para a continuación darlo a comer hasta en la sopa al radiotelevidente para convertirlo en su prioridad del día a día…

Asistimos a comedietas tales como nombrar conde a entrenadores de fútbol, destinar partidas de dinero importantes para subvencionar al sector privado, divinizar al jugador de turno, a su abuela y a su hámster si eso suma audiencia, a destinar embajadas de personas ilustres, a veces reyes o presidentes de gobierno para acompañar a los cruzados y caballeros de la Patria deportiva que representan y salvaguardan la dignidad nacional en efímeros torneos que mueven ingentes masas de dinero que van a parar siempre —qué casualidad— a los bolsillos de los mismos; de los de siempre.

Me pregunto en qué se diferencia este mundo que gustosamente nos hemos dejado imponer, al que mostraba Huxley hace décadas en su revolucionario y atrevido libro. Lo más curioso es que nos esquilman, modelan y lobotomizan sin el menor atisbo de violencia visible. Somos ovejas que siguen al ovejo líder que se despeña por el barranco; simple masa que se mueve sin necesidad de un silbato; zombis que se tiran por el balcón si pierde su equipo; humanhormigas que al sumarse conforman un monstruo colectivo, destruyen su inteligencia individual para acoplarla a una sed destructora sin precedentes y llegan o pueden llegar hasta lo más bajo y profundo de la especie animal en ese momento de extraordinaria metamorfosis despersonalizadora. Quizás, soy consciente de ello, esta energía generada por un acontecimiento deportivo, tiene momentos o consecuencias positivas en que aflora un sentimiento multitudinario maravilloso que nos reconcilia con nosotros mismos y nos eleva hasta límites insospechados. No puedo, no obstante, pararme a pensar en que esto está bien estudiado por los que mueven los hilos y viene a ser como la zanahoria en la punta del palo; una leve compensación ante tanta incongruencia; una bolsa de caramelos que el tirano concede al marido cornudo tras haber hecho uso del derecho de pernada…

En fin, que yo no quería hablar de tiranos ni de zombis sino de la suerte ¿? que tienen los deportistas de élite al estar tan bien cuidados y controlados para que puedan rendir al máximo. Y pienso qué sería de la literatura por ejemplo si se cuidara a sus “atletas” de forma parecida; hasta dónde podría llegar el creativo nato si estuviese asistido por máquinas que analizaran e intentaran realzar su talento natural; midieran sus posibilidades; alimentaran, mimaran y masajearan convenientemente sus neuronas; penetraran en la célula íntima del creativo y facilitaran aún más la labor oxidativa de las mitocondrias, ayudándolas a producir más energía creadora, separándolas de los restos de procariotas migratorias primigenias que nos atan en parte a la animalidad heredada…

Pienso que del mismo modo que se ha manipulado en parte nuestra herencia a favor de ciertos intereses, bien se podría ahondar en las posibilidades de los creativos en las distintas artes partiendo de la base de que son eminentemente asociativas en lo fundamental, al tiempo que cooperativas y simbióticas en grado sumo. Si en ese gimnasio cultural-mental-espiritual se asistiera al poeta, pongamos por caso, ayudando a buscar, encontrar y mantener una estrecha y equilibrada relación entre cada una de las partes, rescatando centriolos desperdigados y analizando nuestros ADN y ARN para borrar impurezas, se podría establecer un control celular casi completo dando lugar a asociaciones internas y enriquecedoras de todo tipo, regulando sus balances y manteniendo una relación simbiótica tal como la que muestra el rizobio con las raíces de las leguminosas…

Estamos ocupados o poseídos según los científicos (desde que apenas éramos una insignificante célula) por inquilinos estables que no son “nosotros” propiamente dicho sino seres individuales con su propia genética independiente, que nos invadieron y viven en nuestras células regulando su adaptación y particularidades desde el inicio de los tiempos en tanto que nos mantienen como una unidad funcional. Sin ellos —mitocondrias, centriolos, cuerpos basales y probablemente otros pequeños elementos—, no existiríamos y de existir seríamos incapaces de mover un músculo o pensar. Son tan esenciales para nuestra vida como lo es el pulgón en un hormiguero, sin que esto nos llegue tampoco a comer el coco pensando si son ellos o nosotros quienes pasean con nuestra pareja a la luz de la luna o escriben nuestro libro. Si nos sirve de consuelo esto no solo nos ocurre a los humanos, las plantas están en el mismo aprieto, no serían plantas, ni siquiera verdes, sin los cloroplastos que elaboran la fotosíntesis y fabrican oxígeno para nosotros pues los cloroplastos son también invasores, seres ajenos a las plantas, con su propia genética y particularidades…

Volviendo al punto de partida y centrándome en las posibilidades que ofrece el estudio, mantenimiento y control de las energías creativas individuales, y ya que está demostrado, dicen, que nuestra inteligencia intrínseca nada tiene que ver con la inteligencia asociativa de las abejas o las hormigas, debería cuidarse muy mucho la creatividad y tratar de aglutinarla en los que tienen la suerte de poseerla en alto grado, tal y como se hace con la élite deportiva. Es preciso dejar de lado la competitividad tal y como está establecida y pensar que es esencial mantener a punto el conocimiento en general y la capacidad creativa en particular. El conocimiento, porque sin él no habrá progreso, al menos no todo el que sería posible y aconsejable. La creatividad, porque es la vía de salida hacia soluciones distintas que abren un esperanzador abanico de posibilidades al humano en su lucha por superar ciertos límites culturales que dificultan su visión del porqué se nos ha asignado el papel de animal dominante en la Historia. Si al creativo nato se le da el tratamiento y cuidados que recibe el deportista de élite y se llega hasta el fondo en el estudio celular, tanto a nivel individual como asociativo con mentes brillantes en cada materia, alimentando todos los elementos que intervienen en el proceso creativo interno para rescatar cuanta información o capacidades pueda haber en ellos, es posible que la Humanidad dé un salto de gigante hacia adelante en todos los órdenes y disciplinas conocidas y aún por conocer.

No podemos seguir manteniendo a ese monstruo especulativo que nos deglute a diario, mutilando la lógica de la Vida con intereses irrazonables que conducen al desastre cultural e imaginativo en el presente y a la pérdida de identidad a corto plazo. Hay que rescatar a la Humanidad y la humanidad, perdidas en esta absurda actitud que nos degrada en lo íntimo al tiempo que nos aleja de la razón que nos es propia. Si seguimos dejando que unos pocos nos conviertan en hormigas terminarán convirtiéndonos a la larga y no será posible en el futuro que nuestra deficiente composición celular dé vida a un Shakespeare que nos regale un hermoso soneto, a un Mozart que nos deleite los sentidos o a seguir manteniendo intacta la capacidad de mirarnos al espejo y reconocernos desde el libre albedrío.

(Fragmento del ensayo: El hombre celular, de Antonio García Vargas)

En Almería, Andalucía, España, julio de 2011


9.- (II) ¿VENI, VIDI, VICI? Fernando Luis Pérez Poza



(II) ¿VENI, VIDI, VICI?

Crónica de una presentación en Campidoglio (el Capitolio de Roma)


En Vademecum combinaba poemas de la última cosecha de ese año, con otros seleccionados que, por una u otra razón, se han convertido en emblemáticos dentro de mi obra. Algunos eran largos y otros cortos, unos más anchos y otros más estrechos, los de aquí más altos y los de acullá más bajos. En realidad, los había de todos los colores, pues la diversidad es uno de los rasgos que me caracteriza y porque me gusta escribir en todos los registros, aunque prevalezca casi siempre el matiz lírico.

Fue un libro publicado específicamente para esa presentación en Campidoglio (el Capitolio) de Roma, en ese lugar cuyas escaleras, como me ha dicho más de un poeta, conducen al templo de la poesía. Yo no sé si todos los caminos llevan a Roma, como dice el refrán, pero el mío no cabe duda de que la había incluido en el mapa. 


Me acompañaron en el evento dos magníficos artistas, la actriz Gabriella Quattrini y el guitarrista Maestro Lorenzo Loris Zecchin, gracias a los buenos oficios de Fiorella Giovannelli y la Asociación Cultural L@ Nuo@ Mus@. Presentó el evento el poeta y crítico literario italiano Raimundo Venturiello.
Y después de haber estado allí sé cómo se habría podido sentir Julio César si en lugar de emperador hubiera sido poeta. 


Campidoglio, el capitolio de Roma, es un lugar que impresiona, como toda la ciudad. Está situado en pleno centro, en una de la siete colinas, la más pequeña, en la que se levantaron los templos romanos más importantes y donde culminaban las marchas los césares victoriosos, al resto, los que perdían, me imagino, porque sé muy poco de la historia, seguro que los echaban a los leones en el Circo Máximo, ante el cual pasamos de camino al capitolio. La plaza, a la que se llega por una larga escalinata casi en cuesta, está presidida por la estatua ecuestre del emperador y filósofo romano Marco Aurelio, obra de Miguel Ángel.


La organización de la presentación de mi libro Vademécum, en edición bilingüe, español e italiano, me había exigido demasiado tiempo como para que se pudiera torcer. Sin embargo, todo es posible en esta vida. El Ayuntamiento de Roma sólo concede el Salón del Carroccio muy de pascua en vez, para eventos muy especiales, y se reserva siempre, hasta el último momento, la posibilidad de anular la concesión, con lo cual te hace sufrir de una manera indecible hasta que llega la hora y te abren la puerta. Así que Fiorella Giovannelli, mi gran mecenas, y yo, cruzamos los dedos y respiramos a pleno pulmón cuando traspasamos el umbral.


Desde Pontevedra le había cursado invitación a todas las autoridades españolas conocidas y desconocidas, habidas y por haber, de izquierdas o de derechas, residentes en Roma o incluso en Pernambuco, exagerando un poco, pero desgraciadamente muy pocas contestaron. Más de cien cartas enviadas que no sirvieron de nada. Nadie es poeta en su tierra, es una adaptación del proverbio que resulta completamente cierta, porque los que realmente se portaron de maravilla fueron los italianos. Ningún español acudió a la cita. Solamente el gobierno de Galicia me concedió una ayuda con la que pude enfrentarme a la parte menos poética del asunto, la económica.


Tres únicos políticos tuvieron la deferencia de excusar su presencia y por eso merecen una mención, sin que bata palmas con las orejas por ellos. El Presidente de la Xunta de Galicia, Emilio Pérez Touriño; el Consul General de España en Roma, Javier Navarro; y Paco Vázquez, Embajador de España ante la Santa Sede, quien me comunicó que se sentía orgulloso de que un poeta español presentara su obra en Campidoglio. Algo es algo. El resto se pasó la invitación por el forro de cierto sitio, especialmente el Instituto Cervantes en Roma, precisamente el organismo que debería de haber apoyado con más ímpetu mi presencia en la capital italiana y que, curiosamente, estaba dirigido por la poeta Fanny Rubio. Desgraciadamente vivimos en un mundo del revés, desde la cabeza a los pies y el vacío que me hizo me pareció tan mal que hasta propuse su canonización en vida y su elevación a los altares para así dejarle el puesto a alguien más eficiente.


El guitarrista, Lorenzo Loris Zecchin, magnífico. Un gran maestro que no quiso restarme ni un ápice de protagonismo y se mantuvo, por propia voluntad, en un tono discreto, de acompañamiento, lo que realza su categoría no sólo como artista sino como persona. "Este es tu gran día", me dijo. El poeta y crítico literario Raimundo Venturiello demostró la madera de la que están hechos los buenos críticos, es decir, aquellos que penetran en la poesía y le descubren al autor las raíces inconscientes de su propia inspiración.


De la actriz Gabriella Quattrini lo dice todo este poema que le he dedicado y que he incluido en el libro:



A GABRIELLA QUATTRINI

Es la voz atravesándolo todo,
la piel, la carne, el hueso,
vademecum de sensaciones
que se instala en el cuerpo
y ya no retrocede nunca.

Alas en su garganta
hacen volar la poesía,
carnaval de colores
en la epiglotis del tiempo.

Regálame un solo, un solo
poro de tu alma, una ilusión
en cada arpegio, en cada sueño,
en cada rosa de los vientos
que ilumina el futuro.

Es la ecuación resuelta, sin equis
ni y griega, el corazón volcado
en cada cuerda, el bate encendido
de un reloj sin hora, el arco iris suelto
que se evapora sobre la línea recta
de un horizonte incierto.

Regálame un solo, para que yo
pueda estar siempre acompañado
de aquel sitio que se encuentra:
al otro lado
y que, simplemente, no es más que un tú
disfrazado de un yo largo
que nos afecta a todos, incluso a nosotros.



¿Veni, vidi, vici? No lo sé. Para mí fue una emoción enorme. El público expresó al final del acto su opinión sobre mi poesía. Claro que muchos de ellos habían estado en Pontevedra y sé que me aprecian sinceramente. Pero yo creo que sí. Algo me dice que sí, porque esa noche, ya en la habitación donde nos hospedábamos, mi hija que contaba dieciséis años, a la que había llevado conmigo para que se sintiera orgullosa de su padre, se puso ante el ordenador y al cabo de un rato me dejó leer su primer poema. Los pájaros de su cabeza adolescente empezaban a dar paso a las musas, y yo realmente me sentí completamente feliz. Esos eran los mejores laureles que podía recibir.


Septiembre 2007©Fernando Luis Pérez Poza
Pontevedra. España
www.eltallerdelpoeta.com



Web oficial de la Editorial El Taller del Poeta Fernando Luis Prez Poza. Quieres publicar en papel? Quieres...
eltallerdelpoeta.com|De Fernando Luis Prez Poza http://www.eltallerdelpoeta.com

9.- (II) ¿VENI, VIDI, VICI? Fernando Luis Pérez Poza



(II) ¿VENI, VIDI, VICI?

Crónica de una presentación en Campidoglio (el Capitolio de Roma)


En Vademecum combinaba poemas de la última cosecha de ese año, con otros seleccionados que, por una u otra razón, se han convertido en emblemáticos dentro de mi obra. Algunos eran largos y otros cortos, unos más anchos y otros más estrechos, los de aquí más altos y los de acullá más bajos. En realidad, los había de todos los colores, pues la diversidad es uno de los rasgos que me caracteriza y porque me gusta escribir en todos los registros, aunque prevalezca casi siempre el matiz lírico.

Fue un libro publicado específicamente para esa presentación en Campidoglio (el Capitolio) de Roma, en ese lugar cuyas escaleras, como me ha dicho más de un poeta, conducen al templo de la poesía. Yo no sé si todos los caminos llevan a Roma, como dice el refrán, pero el mío no cabe duda de que la había incluido en el mapa. 


Me acompañaron en el evento dos magníficos artistas, la actriz Gabriella Quattrini y el guitarrista Maestro Lorenzo Loris Zecchin, gracias a los buenos oficios de Fiorella Giovannelli y la Asociación Cultural L@ Nuo@ Mus@. Presentó el evento el poeta y crítico literario italiano Raimundo Venturiello.
Y después de haber estado allí sé cómo se habría podido sentir Julio César si en lugar de emperador hubiera sido poeta. 


Campidoglio, el capitolio de Roma, es un lugar que impresiona, como toda la ciudad. Está situado en pleno centro, en una de la siete colinas, la más pequeña, en la que se levantaron los templos romanos más importantes y donde culminaban las marchas los césares victoriosos, al resto, los que perdían, me imagino, porque sé muy poco de la historia, seguro que los echaban a los leones en el Circo Máximo, ante el cual pasamos de camino al capitolio. La plaza, a la que se llega por una larga escalinata casi en cuesta, está presidida por la estatua ecuestre del emperador y filósofo romano Marco Aurelio, obra de Miguel Ángel.


La organización de la presentación de mi libro Vademécum, en edición bilingüe, español e italiano, me había exigido demasiado tiempo como para que se pudiera torcer. Sin embargo, todo es posible en esta vida. El Ayuntamiento de Roma sólo concede el Salón del Carroccio muy de pascua en vez, para eventos muy especiales, y se reserva siempre, hasta el último momento, la posibilidad de anular la concesión, con lo cual te hace sufrir de una manera indecible hasta que llega la hora y te abren la puerta. Así que Fiorella Giovannelli, mi gran mecenas, y yo, cruzamos los dedos y respiramos a pleno pulmón cuando traspasamos el umbral.


Desde Pontevedra le había cursado invitación a todas las autoridades españolas conocidas y desconocidas, habidas y por haber, de izquierdas o de derechas, residentes en Roma o incluso en Pernambuco, exagerando un poco, pero desgraciadamente muy pocas contestaron. Más de cien cartas enviadas que no sirvieron de nada. Nadie es poeta en su tierra, es una adaptación del proverbio que resulta completamente cierta, porque los que realmente se portaron de maravilla fueron los italianos. Ningún español acudió a la cita. Solamente el gobierno de Galicia me concedió una ayuda con la que pude enfrentarme a la parte menos poética del asunto, la económica.


Tres únicos políticos tuvieron la deferencia de excusar su presencia y por eso merecen una mención, sin que bata palmas con las orejas por ellos. El Presidente de la Xunta de Galicia, Emilio Pérez Touriño; el Consul General de España en Roma, Javier Navarro; y Paco Vázquez, Embajador de España ante la Santa Sede, quien me comunicó que se sentía orgulloso de que un poeta español presentara su obra en Campidoglio. Algo es algo. El resto se pasó la invitación por el forro de cierto sitio, especialmente el Instituto Cervantes en Roma, precisamente el organismo que debería de haber apoyado con más ímpetu mi presencia en la capital italiana y que, curiosamente, estaba dirigido por la poeta Fanny Rubio. Desgraciadamente vivimos en un mundo del revés, desde la cabeza a los pies y el vacío que me hizo me pareció tan mal que hasta propuse su canonización en vida y su elevación a los altares para así dejarle el puesto a alguien más eficiente.


El guitarrista, Lorenzo Loris Zecchin, magnífico. Un gran maestro que no quiso restarme ni un ápice de protagonismo y se mantuvo, por propia voluntad, en un tono discreto, de acompañamiento, lo que realza su categoría no sólo como artista sino como persona. "Este es tu gran día", me dijo. El poeta y crítico literario Raimundo Venturiello demostró la madera de la que están hechos los buenos críticos, es decir, aquellos que penetran en la poesía y le descubren al autor las raíces inconscientes de su propia inspiración.


De la actriz Gabriella Quattrini lo dice todo este poema que le he dedicado y que he incluido en el libro:



A GABRIELLA QUATTRINI

Es la voz atravesándolo todo,
la piel, la carne, el hueso,
vademecum de sensaciones
que se instala en el cuerpo
y ya no retrocede nunca.

Alas en su garganta
hacen volar la poesía,
carnaval de colores
en la epiglotis del tiempo.

Regálame un solo, un solo
poro de tu alma, una ilusión
en cada arpegio, en cada sueño,
en cada rosa de los vientos
que ilumina el futuro.

Es la ecuación resuelta, sin equis
ni y griega, el corazón volcado
en cada cuerda, el bate encendido
de un reloj sin hora, el arco iris suelto
que se evapora sobre la línea recta
de un horizonte incierto.

Regálame un solo, para que yo
pueda estar siempre acompañado
de aquel sitio que se encuentra:
al otro lado
y que, simplemente, no es más que un tú
disfrazado de un yo largo
que nos afecta a todos, incluso a nosotros.



¿Veni, vidi, vici? No lo sé. Para mí fue una emoción enorme. El público expresó al final del acto su opinión sobre mi poesía. Claro que muchos de ellos habían estado en Pontevedra y sé que me aprecian sinceramente. Pero yo creo que sí. Algo me dice que sí, porque esa noche, ya en la habitación donde nos hospedábamos, mi hija que contaba dieciséis años, a la que había llevado conmigo para que se sintiera orgullosa de su padre, se puso ante el ordenador y al cabo de un rato me dejó leer su primer poema. Los pájaros de su cabeza adolescente empezaban a dar paso a las musas, y yo realmente me sentí completamente feliz. Esos eran los mejores laureles que podía recibir.


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8.- (I) ¿VENI, VIDI, VICI? Fernando Luis Pérez Poza

(I) ¿VENI, VIDI, VICI?


Crónica de una presentación en Campidoglio (el Capitolio de Roma)


Cuenta una leyenda narrada por Valerio Petérculo en el Epitome de Tito Livio y recordada por Apiano, que cuando los romanos intentaron conquistar mi tierra, Galicia, los detuvo un río, el río del Olvido o Lethero, confín del mundo, que actualmente se llama Limia, y en cuyas orillas aún hoy en día se celebra la fiesta del Olvido. Ninguno de los legionarios se atrevía a cruzarlo porque el que lo hacía después no recordaba nada, ni sus orígenes ni a la familia, y se quedaba a vivir con los aborígenes, cuestión que he de confesar no resulta extraña si se tiene en cuenta la calidad de las ostras, los mariscos y la cantidad de baños termales por los que se caracterizan estos parajes. Pero un día, Decio Juno Bruto, procónsul de la Hispania Ulterior, lo cruzó y comenzó a llamar a todos los soldados por su nombre y, éstos, al ver que la memoria no le fallaba, roto ya el conjuro de la leyenda, decidieron seguirle, momento en el que Galicia pasó a formar parte del Imperio romano.

Muchos siglos habían transcurrido desde aquel entonces y mucho había cambiado el mundo, cuando a mí, un gallego, se me presentó la oportunidad de conquistar Roma, presentando mi libro Vademecum en el Salón del Carroccio, Campidoglio, uno de los lugares culturales más emblemáticos de Italia, y así dejar atrás el río del olvido literario y habitar la memoria del tiempo. Fui sin más armas que mi voz y mi poesía, porque la poesía es para mí un modo de vida. 


Me levanto por la mañana y enciendo el poema de la luz al subir la persiana. Abro el verso del agua caliente, lo mezclo con el de la fría para que no se me abrase el alma y disfruto las metáforas aromáticas del gel mientras me ducho. Desayuno la sinéresis de una taza de mate y un par de magdalenas y me enfrento a la pantalla en blanco del ordenador. Unos días se cuela una fábula en mi despacho en la voz de algún poeta amigo que me viene a visitar o algún que otro aforismo de paso hacia las páginas de un libro publicado por mi editorial. Al mediodía cocino y almuerzo unas setas al estilo Martín Fierro o me deleito recitando con el paladar unos suspiros de monja hasta no dejar ni una estrofa en el plato.


Casi todo es poesía. De vez en cuando me distraigo, miro por la ventana y mi mente escribe una oda a la desconocida que pasa ante el taller y de la cual me enamoro y desenamoro furtivamente a la velocidad del pensamiento.


En mi condición de editor, me llegan palabras desde todos los rincones del mundo. Se acercan sigilosas, ocultas en el archivo adjunto de algún e-mail y, de repente, se despliegan ante mí y me golpean la cabeza o se hunden como raíces en el corazón. Al cabo del día las letras bailan en remolino en cada una de mis neuronas pero aún me queda tiempo para abrir la cubierta de un poemario y compartirlo con la almohada antes de escribir un soneto en la pizarra de los sueños que, por ese motivo, siempre permanecerá inédito. 


Algunos adjuntos de los que recibo son crisálidas que se transforman en la mariposa de un libro y vuelan y recorren de ojo en ojo todo el mundo. Otros, por el contrario, sufren la terrible "delete" que los condena al destierro, lejos del papel y de la encuadernadora, o al suplicio de sobrevivir en el mundo virtual entre toneladas de versos anodinos. Los menos, como si fueran orugas, se pierden ocultos en el follaje de un buzón electrónico excesivamente saturado de misivas desesperadas en busca del milagro de la publicación.


Así es mi devenir, una mezcla de poeta que intenta revelar pequeños trozos de infinito en la fotografía de sus poemas, y de cumplidor de sueños, los de aquellos que escriben y aspiran a ver publicado también esas pequeñas parcelas astrales de su interior y que en virtud del papel y de la tinta se multiplican hasta dibujar el mapa del territorio poético.


Septiembre 2007©Fernando Luis Pérez Poza
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8.- (I) ¿VENI, VIDI, VICI? Fernando Luis Pérez Poza

(I) ¿VENI, VIDI, VICI?


Crónica de una presentación en Campidoglio (el Capitolio de Roma)


Cuenta una leyenda narrada por Valerio Petérculo en el Epitome de Tito Livio y recordada por Apiano, que cuando los romanos intentaron conquistar mi tierra, Galicia, los detuvo un río, el río del Olvido o Lethero, confín del mundo, que actualmente se llama Limia, y en cuyas orillas aún hoy en día se celebra la fiesta del Olvido. Ninguno de los legionarios se atrevía a cruzarlo porque el que lo hacía después no recordaba nada, ni sus orígenes ni a la familia, y se quedaba a vivir con los aborígenes, cuestión que he de confesar no resulta extraña si se tiene en cuenta la calidad de las ostras, los mariscos y la cantidad de baños termales por los que se caracterizan estos parajes. Pero un día, Decio Juno Bruto, procónsul de la Hispania Ulterior, lo cruzó y comenzó a llamar a todos los soldados por su nombre y, éstos, al ver que la memoria no le fallaba, roto ya el conjuro de la leyenda, decidieron seguirle, momento en el que Galicia pasó a formar parte del Imperio romano.

Muchos siglos habían transcurrido desde aquel entonces y mucho había cambiado el mundo, cuando a mí, un gallego, se me presentó la oportunidad de conquistar Roma, presentando mi libro Vademecum en el Salón del Carroccio, Campidoglio, uno de los lugares culturales más emblemáticos de Italia, y así dejar atrás el río del olvido literario y habitar la memoria del tiempo. Fui sin más armas que mi voz y mi poesía, porque la poesía es para mí un modo de vida. 


Me levanto por la mañana y enciendo el poema de la luz al subir la persiana. Abro el verso del agua caliente, lo mezclo con el de la fría para que no se me abrase el alma y disfruto las metáforas aromáticas del gel mientras me ducho. Desayuno la sinéresis de una taza de mate y un par de magdalenas y me enfrento a la pantalla en blanco del ordenador. Unos días se cuela una fábula en mi despacho en la voz de algún poeta amigo que me viene a visitar o algún que otro aforismo de paso hacia las páginas de un libro publicado por mi editorial. Al mediodía cocino y almuerzo unas setas al estilo Martín Fierro o me deleito recitando con el paladar unos suspiros de monja hasta no dejar ni una estrofa en el plato.


Casi todo es poesía. De vez en cuando me distraigo, miro por la ventana y mi mente escribe una oda a la desconocida que pasa ante el taller y de la cual me enamoro y desenamoro furtivamente a la velocidad del pensamiento.


En mi condición de editor, me llegan palabras desde todos los rincones del mundo. Se acercan sigilosas, ocultas en el archivo adjunto de algún e-mail y, de repente, se despliegan ante mí y me golpean la cabeza o se hunden como raíces en el corazón. Al cabo del día las letras bailan en remolino en cada una de mis neuronas pero aún me queda tiempo para abrir la cubierta de un poemario y compartirlo con la almohada antes de escribir un soneto en la pizarra de los sueños que, por ese motivo, siempre permanecerá inédito. 


Algunos adjuntos de los que recibo son crisálidas que se transforman en la mariposa de un libro y vuelan y recorren de ojo en ojo todo el mundo. Otros, por el contrario, sufren la terrible "delete" que los condena al destierro, lejos del papel y de la encuadernadora, o al suplicio de sobrevivir en el mundo virtual entre toneladas de versos anodinos. Los menos, como si fueran orugas, se pierden ocultos en el follaje de un buzón electrónico excesivamente saturado de misivas desesperadas en busca del milagro de la publicación.


Así es mi devenir, una mezcla de poeta que intenta revelar pequeños trozos de infinito en la fotografía de sus poemas, y de cumplidor de sueños, los de aquellos que escriben y aspiran a ver publicado también esas pequeñas parcelas astrales de su interior y que en virtud del papel y de la tinta se multiplican hasta dibujar el mapa del territorio poético.


Septiembre 2007©Fernando Luis Pérez Poza
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Suplicio, Abraham Ferreira khalil


SUPLICIO

"Amor casi de un vuelo me ha encumbrado
a donde no llegó ni el pensamiento"...
(Fray Luis de León).

No puedo cortar las alas
de tu entronado bullicio
sin que invoque a la memoria
desde su oscuro retiro.

Y ha extendido tu recuerdo,
como el otoño, su hechizo
de soledad y hojarasca,
y nadie podrá impedirlo.

Pensarte será mi hábito,
evitarte un sacrificio.
¡Oh, lluvioso atolladero!
¿a dónde me has conducido?

Por querer cortar las alas
al trono de tus delirios
me he adentrado, temeroso,
en un pasaje de símbolos.

Sin faros que den su aliento,
sin astros, voces e indicios...
Pensarte será mi hábito,
evitarte mi suplicio.


© Abraham Ferreira Khalil


La fatalidad de Fermín López Costero por José Antonio Santano

LA FATALIDAD


El poeta José Hierro, en sus “Reflexiones sobre su poesía”(1983), dejó escrito: «la poesía verdadera, sea cual sea el adjetivo que la matice, no puede prescindir de la belleza de la palabra. Pero no entendemos por belleza recargamiento, énfasis, imaginería, empleo de materias verbales preciosas, sino precisión poética, adecuación de la forma al fondo». Y es exactamente la claridad poética lo que habría que subrayar del presente poemario, “La fatalidad”, cuyo autor es el poeta berciano Fermín López Costero que, si bien no cuenta con una obra extensa –este es su segundo poemario-, sí de calidad –su anterior libro “Memorial de las piedras”, obtuvo en 2009 el premio Joaquín Benito de Lucas-. López Costero dedica este libro a su madre, y tal vez en la figura materna confluyen algunas de sus claves, aunque el tiempo juegue un papel importante en ese constante ir y venir de las percepciones y la experiencia vital del poeta, y en la cual ahonda y profundiza hasta hallar –hallarse- en la penumbra de los días que ejercen sobre él esa constante sensación de desgracia o desdicha. El poemario está estructurado en tres partes bien diferenciadas, aunque sin título que nos advierta de su temática. Es precisamente la primera parte la que contiene el poema que da título al libro “La fatalidad”, pero sorprende que sea “El indigente” el que abre el libro; aquí compromiso y estética se complementan para, desde el silencio y la soledad, rebelarse por entender que hasta lo cotidiano representa en el momento actual un nuevo holocausto: «Perseguí quimeras / que luego se volvieron contra mí / y me devoraron las entrañas […] Y ahora estoy aquí, / al otro lado de las alambradas, / como único superviviente y testigo / del holocausto diario». Es la mirada del poeta que traspasa los silencios y nos alerta de ellos, porque «Nadie aguarda ya la resurrección / de las voces», y nos llama la atención sobre esos extraños seres que «No son conscientes de que entre la inmundicia / sólo germinan las palabras inservibles, / y que en ella fermentan las ideas caducas». López Costero construye así, desde el principio un espacio de la memoria en la que habitan aquellos sueños de antaño en “La casa deshabitada” cuando escribe: «Sopesar el silencio / que colma los recipientes. / Y acariciar la crin del caballo de cartón / que galopa entre mis sienes». La infancia en el poeta, ese mundo onírico que le hace volver sobre sus pasos y detener el tiempo en “El desván de la memoria”: «Oculta tras los visillos del tiempo / entreveo aún tu sonrisa de seda… / Quién sabe si con nuestros silencios / podremos reconstruir el desván de la memoria». La sonrisa de seda de la madre, el desván, como también ese jardín abandonado, decadente, habitado por la soledad, la ruina, quizá el fracaso figurado, la no vida: «Los escombros habían obstruido el estanque / en el que ya no habitan los peces / ni chapotean –como ángeles heridos- / las aves acuáticas». Es la infancia que regresa como voz poética a López Costero, es esa fatalidad que dice los visita todas las noches, pero sobre todo es la manera de sentirla: «La fatalidad también es mi sombra / y la sombra de mis actos». En la segunda parte aflora el amor, y por eso declara el poeta: «…los besos y las caricias son únicos / y morirán conmigo. Aliento de mi aliento, / ceniza de mis cenizas serán», para nunca ya la ausencia, sino el latido amoroso: «La ausencia ya no es ausencia, / sino aleteo de ángeles que se aman […] Juntos recibimos la luz de las estrellas. / Nunca más como ausentes». Pero al cabo vuelve la melancolía, la tristeza del alma: «La tristeza es una nube de cieno, / una pesadilla camuflada en un pastel de cumpleaños, / el imperdible mohoso que fija el alma a mi cuerpo», y todo acaba (tercera parte), tal vez, en la esperanza de hallar la luz: «Y a menudo sueño con el pincel alado / de Fra’ Angelico, impregnado de luz», o al menos, en la luminosa poética de su autor.

Título: La fatalidad
Autor: Fermín López Costero
Edita: Nazarí (Granada, 2014)








La fatalidad de Fermín López Costero por José Antonio Santano

LA FATALIDAD


El poeta José Hierro, en sus “Reflexiones sobre su poesía”(1983), dejó escrito: «la poesía verdadera, sea cual sea el adjetivo que la matice, no puede prescindir de la belleza de la palabra. Pero no entendemos por belleza recargamiento, énfasis, imaginería, empleo de materias verbales preciosas, sino precisión poética, adecuación de la forma al fondo». Y es exactamente la claridad poética lo que habría que subrayar del presente poemario, “La fatalidad”, cuyo autor es el poeta berciano Fermín López Costero que, si bien no cuenta con una obra extensa –este es su segundo poemario-, sí de calidad –su anterior libro “Memorial de las piedras”, obtuvo en 2009 el premio Joaquín Benito de Lucas-. López Costero dedica este libro a su madre, y tal vez en la figura materna confluyen algunas de sus claves, aunque el tiempo juegue un papel importante en ese constante ir y venir de las percepciones y la experiencia vital del poeta, y en la cual ahonda y profundiza hasta hallar –hallarse- en la penumbra de los días que ejercen sobre él esa constante sensación de desgracia o desdicha. El poemario está estructurado en tres partes bien diferenciadas, aunque sin título que nos advierta de su temática. Es precisamente la primera parte la que contiene el poema que da título al libro “La fatalidad”, pero sorprende que sea “El indigente” el que abre el libro; aquí compromiso y estética se complementan para, desde el silencio y la soledad, rebelarse por entender que hasta lo cotidiano representa en el momento actual un nuevo holocausto: «Perseguí quimeras / que luego se volvieron contra mí / y me devoraron las entrañas […] Y ahora estoy aquí, / al otro lado de las alambradas, / como único superviviente y testigo / del holocausto diario». Es la mirada del poeta que traspasa los silencios y nos alerta de ellos, porque «Nadie aguarda ya la resurrección / de las voces», y nos llama la atención sobre esos extraños seres que «No son conscientes de que entre la inmundicia / sólo germinan las palabras inservibles, / y que en ella fermentan las ideas caducas». López Costero construye así, desde el principio un espacio de la memoria en la que habitan aquellos sueños de antaño en “La casa deshabitada” cuando escribe: «Sopesar el silencio / que colma los recipientes. / Y acariciar la crin del caballo de cartón / que galopa entre mis sienes». La infancia en el poeta, ese mundo onírico que le hace volver sobre sus pasos y detener el tiempo en “El desván de la memoria”: «Oculta tras los visillos del tiempo / entreveo aún tu sonrisa de seda… / Quién sabe si con nuestros silencios / podremos reconstruir el desván de la memoria». La sonrisa de seda de la madre, el desván, como también ese jardín abandonado, decadente, habitado por la soledad, la ruina, quizá el fracaso figurado, la no vida: «Los escombros habían obstruido el estanque / en el que ya no habitan los peces / ni chapotean –como ángeles heridos- / las aves acuáticas». Es la infancia que regresa como voz poética a López Costero, es esa fatalidad que dice los visita todas las noches, pero sobre todo es la manera de sentirla: «La fatalidad también es mi sombra / y la sombra de mis actos». En la segunda parte aflora el amor, y por eso declara el poeta: «…los besos y las caricias son únicos / y morirán conmigo. Aliento de mi aliento, / ceniza de mis cenizas serán», para nunca ya la ausencia, sino el latido amoroso: «La ausencia ya no es ausencia, / sino aleteo de ángeles que se aman […] Juntos recibimos la luz de las estrellas. / Nunca más como ausentes». Pero al cabo vuelve la melancolía, la tristeza del alma: «La tristeza es una nube de cieno, / una pesadilla camuflada en un pastel de cumpleaños, / el imperdible mohoso que fija el alma a mi cuerpo», y todo acaba (tercera parte), tal vez, en la esperanza de hallar la luz: «Y a menudo sueño con el pincel alado / de Fra’ Angelico, impregnado de luz», o al menos, en la luminosa poética de su autor.

Título: La fatalidad
Autor: Fermín López Costero
Edita: Nazarí (Granada, 2014)








La fatalidad. Salón de lectura




El poeta José Hierro, en sus “Reflexiones sobre su poesía”(1983), dejó escrito: «la poesía verdadera, sea cual sea el adjetivo que la matice, no puede prescindir de la belleza de la palabra. Pero no entendemos por belleza recargamiento, énfasis, imaginería, empleo de materias verbales preciosas, sino precisión poética, adecuación de la forma al fondo». Y es exactamente la claridad poética lo que habría que subrayar del presente poemario, “La fatalidad”, cuyo autor es el poeta berciano Fermín López Costero que, si bien no cuenta con una obra extensa –este es su segundo poemario-, sí de calidad –su anterior libro “Memorial de las piedras”, obtuvo en 2009 el premio Joaquín Benito de Lucas-. López Costero dedica este libro a su madre, y tal vez en la figura materna confluyen algunas de sus claves, aunque el tiempo juegue un papel importante en ese constante ir y venir de las percepciones y la experiencia vital del poeta, y en la cual ahonda y profundiza hasta hallar –hallarse- en la penumbra de los días que ejercen sobre él esa constante sensación de desgracia o desdicha. El poemario está estructurado en tres partes bien diferenciadas, aunque sin título que nos advierta de su temática. Es precisamente la primera parte la que contiene el poema que da título al libro “La fatalidad”, pero sorprende que sea “El indigente” el que abre el libro; aquí compromiso y estética se complementan para, desde el silencio y la soledad, rebelarse por entender que hasta lo cotidiano representa en el momento actual un nuevo holocausto: «Perseguí quimeras / que luego se volvieron contra mí / y me devoraron las entrañas […] Y ahora estoy aquí, / al otro lado de las alambradas, / como único superviviente y testigo / del holocausto diario». Es la mirada del poeta que traspasa los silencios y nos alerta de ellos, porque «Nadie aguarda ya la resurrección / de las voces», y nos llama la atención sobre esos extraños seres que «No son conscientes de que entre la inmundicia / sólo germinan las palabras inservibles, / y que en ella fermentan las ideas caducas». López Costero construye así, desde el principio un espacio de la memoria en la que habitan aquellos sueños de antaño en “La casa deshabitada” cuando escribe: «Sopesar el silencio / que colma los recipientes. / Y acariciar la crin del caballo de cartón / que galopa entre mis sienes». La infancia en el poeta, ese mundo onírico que le hace volver sobre sus pasos y detener el tiempo en “El desván de la memoria”: «Oculta tras los visillos del tiempo / entreveo aún tu sonrisa de seda… / Quién sabe si con nuestros silencios / podremos reconstruir el desván de la memoria». La sonrisa de seda de la madre, el desván, como también ese jardín abandonado, decadente, habitado por la soledad, la ruina, quizá el fracaso figurado, la no vida: «Los escombros habían obstruido el estanque / en el que ya no habitan los peces / ni chapotean –como ángeles heridos- / las aves acuáticas». Es la infancia que regresa como voz poética a López Costero, es esa fatalidad que dice los visita todas las noches, pero sobre todo es la manera de sentirla: «La fatalidad también es mi sombra / y la sombra de mis actos». En la segunda parte aflora el amor, y por eso declara el poeta: «…los besos y las caricias son únicos / y morirán conmigo. Aliento de mi aliento, / ceniza de mis cenizas serán», para nunca ya la ausencia, sino el latido amoroso: «La ausencia ya no es ausencia, / sino aleteo de ángeles que se aman […] Juntos recibimos la luz de las estrellas. / Nunca más como ausentes». Pero al cabo vuelve la melancolía, la tristeza del alma: «La tristeza es una nube de cieno, / una pesadilla camuflada en un pastel de cumpleaños, / el imperdible mohoso que fija el alma a mi cuerpo», y todo acaba (tercera parte), tal vez, en la esperanza de hallar la luz: «Y a menudo sueño con el pincel alado / de Fra’ Angelico, impregnado de luz», o al menos, en la luminosa poética de su autor.

Título: La fatalidad
Autor: Fermín López Costero
Edita: Nazarí (Granada, 2014)

Barberos y guitarras. Estación sur



        El hartazgo de la política es tal que la lectura de libros relacionados con la cultura y sus distintas manifestaciones se hace imprescindible. Cuando esto sucede tiene uno la sensación de haber encontrado un oasis en pleno desierto. Y algo parecido deviene tras el hallazgo, de entre los muchos libros recibidos, de una verdadera joya, titulado “Historia cultural del flamenco. El barbero y la guitarra”, de Alberto del Campo y Rafael Cáceres y magnífica edición de  Almuzara. Algunos se preguntarán qué tienen que ver los barberos con la guitarra y en consecuencia con el flamenco. Pues según los autores de este magnífico ensayo sobre flamenco, mucho. Los barberos están asociados a la música popular y en especial a la guitarra desde el siglo XVI. En cada una de sus páginas, 514 sin contar con la bibliografía utilizada, el lector hallará la información y la documentación necesaria para entender esta novedosa historia del flamenco, cuyo origen hay que buscarlo en los barberos y su particular “rasgado o rasgueado”: «Claro es que algunos barberos sabrían no sólo rasguear sino también puntear la guitarra. Pero la referencia al punteado barberil es casi anecdótica, en comparación con la profusión de barberos rasgueadores de guitarrillas:

Estábase el tal barbero
 empapado en pasacalles,
aporreando la panza  
de un guitarrón formidable»,

como así dice en este poema satírico de Quevedo. Mas no sólo se analiza en este ensayo la relación entre barberos y guitarra, sino que se abren las puertas también a canciones y bailes o danzas populares, de tono jocoso: «Pasacalles y folíais resultaban sus formas musicales prototípicas. Los sones barberiles se asocian a un gusto por lo jocoso y risible, lo brusco y lo rústico, lo vil y callejero», sin llegar a obscenas: «Que no se representen cosas, bailes, ni cantares, ni meneos lascivos, ni deshonestos, o de mal ejemplo, sino que sean conforme a las danzas y bailes antiguos, y se dean por prohibidos todos los bailes de escarramanes, chaconas, zarabandas, carreterías y cualesquier otros semejantes a éstos»,así se decía en 1615. En el siglo XVII «Los jocosos y festivos tañidos guitarrísticos asociados a los barberos cobran especial lógica si nos atenemos a su secular fama de personas dicharacheras y prestas a la sociabilidad, algo connatural a su oficio. Se reconoce que «De majo o no, los barberos siguieron vinculados a la guitarra en el siglo XVIII», como también existió esta relación en el XIX, y así se asevera: «No sólo es que los barberos ejercieran de maestros de guitarra, sino que sus locales sirvieron de punto de encuentro de los flamencos». Sin duda, un excelente libro para este sombrío tiempo en que vivimos.

Barberos y guitarras. Estación sur



        El hartazgo de la política es tal que la lectura de libros relacionados con la cultura y sus distintas manifestaciones se hace imprescindible. Cuando esto sucede tiene uno la sensación de haber encontrado un oasis en pleno desierto. Y algo parecido deviene tras el hallazgo, de entre los muchos libros recibidos, de una verdadera joya, titulado “Historia cultural del flamenco. El barbero y la guitarra”, de Alberto del Campo y Rafael Cáceres y magnífica edición de  Almuzara. Algunos se preguntarán qué tienen que ver los barberos con la guitarra y en consecuencia con el flamenco. Pues según los autores de este magnífico ensayo sobre flamenco, mucho. Los barberos están asociados a la música popular y en especial a la guitarra desde el siglo XVI. En cada una de sus páginas, 514 sin contar con la bibliografía utilizada, el lector hallará la información y la documentación necesaria para entender esta novedosa historia del flamenco, cuyo origen hay que buscarlo en los barberos y su particular “rasgado o rasgueado”: «Claro es que algunos barberos sabrían no sólo rasguear sino también puntear la guitarra. Pero la referencia al punteado barberil es casi anecdótica, en comparación con la profusión de barberos rasgueadores de guitarrillas:

Estábase el tal barbero
 empapado en pasacalles,
aporreando la panza  
de un guitarrón formidable»,

como así dice en este poema satírico de Quevedo. Mas no sólo se analiza en este ensayo la relación entre barberos y guitarra, sino que se abren las puertas también a canciones y bailes o danzas populares, de tono jocoso: «Pasacalles y folíais resultaban sus formas musicales prototípicas. Los sones barberiles se asocian a un gusto por lo jocoso y risible, lo brusco y lo rústico, lo vil y callejero», sin llegar a obscenas: «Que no se representen cosas, bailes, ni cantares, ni meneos lascivos, ni deshonestos, o de mal ejemplo, sino que sean conforme a las danzas y bailes antiguos, y se dean por prohibidos todos los bailes de escarramanes, chaconas, zarabandas, carreterías y cualesquier otros semejantes a éstos», así se decía en 1615. En el siglo XVII «Los jocosos y festivos tañidos guitarrísticos asociados a los barberos cobran especial lógica si nos atenemos a su secular fama de personas dicharacheras y prestas a la sociabilidad, algo connatural a su oficio. Se reconoce que «De majo o no, los barberos siguieron vinculados a la guitarra en el siglo XVIII», como también existió esta relación en el XIX, y así se asevera: «No sólo es que los barberos ejercieran de maestros de guitarra, sino que sus locales sirvieron de punto de encuentro de los flamencos». Sin duda, un excelente libro para este sombrío tiempo en que vivimos.

Barberos y Guitarras. Estación Sur



        El hartazgo de la política es tal que la lectura de libros relacionados con la cultura y sus distintas manifestaciones se hace imprescindible. Cuando esto sucede tiene uno la sensación de haber encontrado un oasis en pleno desierto. Y algo parecido deviene tras el hallazgo, de entre los muchos libros recibidos, de una verdadera joya, titulado “Historia cultural del flamenco. El barbero y la guitarra”, de Alberto del Campo y Rafael Cáceres y magnífica edición de  Almuzara. Algunos se preguntarán qué tienen que ver los barberos con la guitarra y en consecuencia con el flamenco. Pues según los autores de este magnífico ensayo sobre flamenco, mucho. Los barberos están asociados a la música popular y en especial a la guitarra desde el siglo XVI. En cada una de sus páginas, 514 sin contar con la bibliografía utilizada, el lector hallará la información y la documentación necesaria para entender esta novedosa historia del flamenco, cuyo origen hay que buscarlo en los barberos y su particular “rasgado o rasgueado”: «Claro es que algunos barberos sabrían no sólo rasguear sino también puntear la guitarra. Pero la referencia al punteado barberil es casi anecdótica, en comparación con la profusión de barberos rasgueadores de guitarrillas:

Estábase el tal barbero
 empapado en pasacalles,
aporreando la panza  
de un guitarrón formidable»,

como así dice en este poema satírico de Quevedo. Mas no sólo se analiza en este ensayo la relación entre barberos y guitarra, sino que se abren las puertas también a canciones y bailes o danzas populares, de tono jocoso: «Pasacalles y folíais resultaban sus formas musicales prototípicas. Los sones barberiles se asocian a un gusto por lo jocoso y risible, lo brusco y lo rústico, lo vil y callejero», sin llegar a obscenas: «Que no se representen cosas, bailes, ni cantares, ni meneos lascivos, ni deshonestos, o de mal ejemplo, sino que sean conforme a las danzas y bailes antiguos, y se dean por prohibidos todos los bailes de escarramanes, chaconas, zarabandas, carreterías y cualesquier otros semejantes a éstos»,así se decía en 1615. En el siglo XVII «Los jocosos y festivos tañidos guitarrísticos asociados a los barberos cobran especial lógica si nos atenemos a su secular fama de personas dicharacheras y prestas a la sociabilidad, algo connatural a su oficio. Se reconoce que «De majo o no, los barberos siguieron vinculados a la guitarra en el siglo XVIII», como también existió esta relación en el XIX, y así se asevera: «No sólo es que los barberos ejercieran de maestros de guitarra, sino que sus locales sirvieron de punto de encuentro de los flamencos». Sin duda, un excelente libro para este sombrío tiempo en que vivimos.