Un fragmento de eternidad. José Antonio Santano para Diario de Almería.



UN FRAGMENTO DE ETERNIDAD

Una vez más, y en la historia de la poesía han sido muchas las ocasiones, el hombre proyecta hacia afuera al poeta que nunca dejó de habitarle. En esa extraña y mágica comunión y, valiéndose de la palabra, como esencia misma en el decurso de la vida, el poeta proclama su reino, su infierno y paraíso. Nada se escapa a la honda mirada del poeta, y aunque la temática se repita de unos a otros vates, siempre existe la posibilidad de hallar otros mundos y universos, si no desconocidos, sí disímiles. La nómina de poetas que han tratado la fugacidad del tiempo, la naturaleza o la muerte sería extensa, pero no cabe duda alguna que cada uno de ellos nos ha dejado su impronta, proyectado su visión del mundo. Por qué, habría que preguntarse, esa necesidad inherente al poeta de refugiarse en la soledad en su búsqueda por la luz de la palabra, el pensamiento, la filosofía en sí misma, la existencia. En los matices está tal vez la clave, en la capacidad para observar y transferir luego lo aprehendido. “Un fragmento de eternidad”, segundo libro de poesía de Muelas, es un canto a la vida, a sus luces y sombras, esas que nos habitan a todos los seres humanos, nos alegran o entristecen, pero que aquí el poeta nos revela con su esencial y honda mirada al mundo que le rodea. El tiempo, la música y la naturaleza son los temas que, fundamentalmente, aborda Muelas Bermúdez en este poemario, abrigado por la presencia del metro endecasíllabo (sonetos), el heptasílabo, de más clara tradición clásica, aunque también, de un acertado versolibrismo. Esos tres bloques temáticos se concretan, a su vez, en cuatro apartados: “Aurora y agonía”, “Música en la oscuridad”, “El peso de los días” y “Apuntes de paisaje”, a los que hay que añadir el preludio y coda final. El preludio es ya una reafirmación del poeta en la esencialidad de la existencia, “carpe diem”, de la necesidad de vivir intensamente cada segundo de vida, al concebir el instante, el tiempo, la nada casi, en “un fragmento de eternidad”, pero es también un grito ante la indiferencia: «Nada / me hiere más que una mirada indolente, / que un silencio, que un adiós». El posicionamiento del poeta es claro desde la primera página, y así lo continúa en “Aurora y agonía”, en alusión a la nada y el todo, alfa y omega vivencial, a ese existencialismo contenido en los sonetos “Génesis” y “Luzbel”, representación de la luz edénica, lo demonial, de la felicidad y el sueño contrapuesto al dolor y la amargura. “Música en la oscuridad”, es trasunto del tiempo, de la vida que aflora con intensidad en la voz del poeta, en la armonía de una sinfonía versal que va "in crescendo": «El hombre gira y gira / hasta que la música se consume. / En calma, exaltado, escucha el silencio», en esa búsqueda interior que lo serene. Comienza la tercera parte con "El peso de los días" y una cita de Paul Celan referida al tiempo: "Tiempo es que sea tiempo". Es en esta dimensión donde el sujeto poético se transforma, abraza la otredad como signo inequívoco de fraterna solidaridad: «Después de Auschwitz / se escribe poesía / para decir con eco inextinguible / que la muerte no es la única salida».
En este camino nos encontramos con la voz del poeta Gregorio Muelas (Sagunto, Valencia, 1977), con su existencialismo vivaz, definidor de su poética, enriquecido por el lenguaje y el ritmo melódico, musical de la palabra trascendida.
El hombre y el poeta frente a frente, en la soledad del silencio que grita el desconsuelo del mundo, del desvalimiento en un tiempo oscuro e incierto. El tiempo como discurso poético capaz de ser haz de esperanza, amor y entrega, de mostrar la luz al final del camino, tal vez leve, pero precisa, rotunda. Nada se opone ni obstaculiza al poeta en su objetivo, en su desvelo por mostrarnos la gran diversidad de paisajes, esenciales todos y que el poeta rescata de la memoria hasta insertarlos en su ser como propios. La escritura como salvación y la naturaleza como tránsito hacia la luz que resplandece en comunión perfecta con los sentidos y los sentires. La primavera como símbolo de un tiempo nuevo cargado de sueños y horizontes, de libertad plena: «Gritemos libertad / para que el día de mañana / el silencio no sea. / Para que en el más crudo invierno / pueda brotar / una primavera perpetua». Pone punto y final a este libro la coda, con el poema “Nada”, que el poeta dedica a otro poeta, Antonio Praena, y con el que nos recuerda esos otros versos de José Hierro, cuando dice: “Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada”. “Un fragmento de eternidad”, de Gregorio Muelas, nos sitúa en el camino hacia la verdadera luz de la poesía.

Título: Un fragmento de eternidad
Autores: Gregorio Muelas Bermúdez
Editorial: Germanía (Valencia, 2014)

Un fragmento de eternidad. José Antonio Santano para Diario de Almería.



UN FRAGMENTO DE ETERNIDAD

Una vez más, y en la historia de la poesía han sido muchas las ocasiones, el hombre proyecta hacia afuera al poeta que nunca dejó de habitarle. En esa extraña y mágica comunión y, valiéndose de la palabra, como esencia misma en el decurso de la vida, el poeta proclama su reino, su infierno y paraíso. Nada se escapa a la honda mirada del poeta, y aunque la temática se repita de unos a otros vates, siempre existe la posibilidad de hallar otros mundos y universos, si no desconocidos, sí disímiles. La nómina de poetas que han tratado la fugacidad del tiempo, la naturaleza o la muerte sería extensa, pero no cabe duda alguna que cada uno de ellos nos ha dejado su impronta, proyectado su visión del mundo. Por qué, habría que preguntarse, esa necesidad inherente al poeta de refugiarse en la soledad en su búsqueda por la luz de la palabra, el pensamiento, la filosofía en sí misma, la existencia. En los matices está tal vez la clave, en la capacidad para observar y transferir luego lo aprehendido. “Un fragmento de eternidad”, segundo libro de poesía de Muelas, es un canto a la vida, a sus luces y sombras, esas que nos habitan a todos los seres humanos, nos alegran o entristecen, pero que aquí el poeta nos revela con su esencial y honda mirada al mundo que le rodea. El tiempo, la música y la naturaleza son los temas que, fundamentalmente, aborda Muelas Bermúdez en este poemario, abrigado por la presencia del metro endecasíllabo (sonetos), el heptasílabo, de más clara tradición clásica, aunque también, de un acertado versolibrismo. Esos tres bloques temáticos se concretan, a su vez, en cuatro apartados: “Aurora y agonía”, “Música en la oscuridad”, “El peso de los días” y “Apuntes de paisaje”, a los que hay que añadir el preludio y coda final. El preludio es ya una reafirmación del poeta en la esencialidad de la existencia, “carpe diem”, de la necesidad de vivir intensamente cada segundo de vida, al concebir el instante, el tiempo, la nada casi, en “un fragmento de eternidad”, pero es también un grito ante la indiferencia: «Nada / me hiere más que una mirada indolente, / que un silencio, que un adiós». El posicionamiento del poeta es claro desde la primera página, y así lo continúa en “Aurora y agonía”, en alusión a la nada y el todo, alfa y omega vivencial, a ese existencialismo contenido en los sonetos “Génesis” y “Luzbel”, representación de la luz edénica, lo demonial, de la felicidad y el sueño contrapuesto al dolor y la amargura. “Música en la oscuridad”, es trasunto del tiempo, de la vida que aflora con intensidad en la voz del poeta, en la armonía de una sinfonía versal que va "in crescendo": «El hombre gira y gira / hasta que la música se consume. / En calma, exaltado, escucha el silencio», en esa búsqueda interior que lo serene. Comienza la tercera parte con "El peso de los días" y una cita de Paul Celan referida al tiempo: "Tiempo es que sea tiempo". Es en esta dimensión donde el sujeto poético se transforma, abraza la otredad como signo inequívoco de fraterna solidaridad: «Después de Auschwitz / se escribe poesía / para decir con eco inextinguible / que la muerte no es la única salida».
En este camino nos encontramos con la voz del poeta Gregorio Muelas (Sagunto, Valencia, 1977), con su existencialismo vivaz, definidor de su poética, enriquecido por el lenguaje y el ritmo melódico, musical de la palabra trascendida.
El hombre y el poeta frente a frente, en la soledad del silencio que grita el desconsuelo del mundo, del desvalimiento en un tiempo oscuro e incierto. El tiempo como discurso poético capaz de ser haz de esperanza, amor y entrega, de mostrar la luz al final del camino, tal vez leve, pero precisa, rotunda. Nada se opone ni obstaculiza al poeta en su objetivo, en su desvelo por mostrarnos la gran diversidad de paisajes, esenciales todos y que el poeta rescata de la memoria hasta insertarlos en su ser como propios. La escritura como salvación y la naturaleza como tránsito hacia la luz que resplandece en comunión perfecta con los sentidos y los sentires. La primavera como símbolo de un tiempo nuevo cargado de sueños y horizontes, de libertad plena: «Gritemos libertad / para que el día de mañana / el silencio no sea. / Para que en el más crudo invierno / pueda brotar / una primavera perpetua». Pone punto y final a este libro la coda, con el poema “Nada”, que el poeta dedica a otro poeta, Antonio Praena, y con el que nos recuerda esos otros versos de José Hierro, cuando dice: “Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada”. “Un fragmento de eternidad”, de Gregorio Muelas, nos sitúa en el camino hacia la verdadera luz de la poesía.

Título: Un fragmento de eternidad
Autores: Gregorio Muelas Bermúdez
Editorial: Germanía (Valencia, 2014)

Un fragmento de eternidad.



UN FRAGMENTO DE ETERNIDAD

Una vez más, y en la historia de la poesía han sido muchas las ocasiones, el hombre proyecta hacia afuera al poeta que nunca dejó de habitarle. En esa extraña y mágica comunión y, valiéndose de la palabra, como esencia misma en el decurso de la vida, el poeta proclama su reino, su infierno y paraíso. Nada se escapa a la honda mirada del poeta, y aunque la temática se repita de unos a otros vates, siempre existe la posibilidad de hallar otros mundos y universos, si no desconocidos, sí disímiles. La nómina de poetas que han tratado la fugacidad del tiempo, la naturaleza o la muerte sería extensa, pero no cabe duda alguna que cada uno de ellos nos ha dejado su impronta, proyectado su visión del mundo. Por qué, habría que preguntarse, esa necesidad inherente al poeta de refugiarse en la soledad en su búsqueda por la luz de la palabra, el pensamiento, la filosofía en sí misma, la existencia. En los matices está tal vez la clave, en la capacidad para observar y transferir luego lo aprehendido. “Un fragmento de eternidad”, segundo libro de poesía de Muelas, es un canto a la vida, a sus luces y sombras, esas que nos habitan a todos los seres humanos, nos alegran o entristecen, pero que aquí el poeta nos revela con su esencial y honda mirada al mundo que le rodea. El tiempo, la música y la naturaleza son los temas que, fundamentalmente, aborda Muelas Bermúdez en este poemario, abrigado por la presencia del metro endecasíllabo (sonetos), el heptasílabo, de más clara tradición clásica, aunque también, de un acertado versolibrismo. Esos tres bloques temáticos se concretan, a su vez, en cuatro apartados: “Aurora y agonía”, “Música en la oscuridad”, “El peso de los días” y “Apuntes de paisaje”, a los que hay que añadir el preludio y coda final. El preludio es ya una reafirmación del poeta en la esencialidad de la existencia, “carpe diem”, de la necesidad de vivir intensamente cada segundo de vida, al concebir el instante, el tiempo, la nada casi, en “un fragmento de eternidad”, pero es también un grito ante la indiferencia: «Nada / me hiere más que una mirada indolente, / que un silencio, que un adiós». El posicionamiento del poeta es claro desde la primera página, y así lo continúa en “Aurora y agonía”, en alusión a la nada y el todo, alfa y omega vivencial, a ese existencialismo contenido en los sonetos “Génesis” y “Luzbel”, representación de la luz edénica, lo demonial, de la felicidad y el sueño contrapuesto al dolor y la amargura. “Música en la oscuridad”, es trasunto del tiempo, de la vida que aflora con intensidad en la voz del poeta, en la armonía de una sinfonía versal que va "in crescendo": «El hombre gira y gira / hasta que la música se consume. / En calma, exaltado, escucha el silencio», en esa búsqueda interior que lo serene. Comienza la tercera parte con "El peso de los días" y una cita de Paul Celan referida al tiempo: "Tiempo es que sea tiempo". Es en esta dimensión donde el sujeto poético se transforma, abraza la otredad como signo inequívoco de fraterna solidaridad: «Después de Auschwitz / se escribe poesía / para decir con eco inextinguible / que la muerte no es la única salida».
En este camino nos encontramos con la voz del poeta Gregorio Muelas (Sagunto, Valencia, 1977), con su existencialismo vivaz, definidor de su poética, enriquecido por el lenguaje y el ritmo melódico, musical de la palabra trascendida.
El hombre y el poeta frente a frente, en la soledad del silencio que grita el desconsuelo del mundo, del desvalimiento en un tiempo oscuro e incierto. El tiempo como discurso poético capaz de ser haz de esperanza, amor y entrega, de mostrar la luz al final del camino, tal vez leve, pero precisa, rotunda. Nada se opone ni obstaculiza al poeta en su objetivo, en su desvelo por mostrarnos la gran diversidad de paisajes, esenciales todos y que el poeta rescata de la memoria hasta insertarlos en su ser como propios. La escritura como salvación y la naturaleza como tránsito hacia la luz que resplandece en comunión perfecta con los sentidos y los sentires. La primavera como símbolo de un tiempo nuevo cargado de sueños y horizontes, de libertad plena: «Gritemos libertad / para que el día de mañana / el silencio no sea. / Para que en el más crudo invierno / pueda brotar / una primavera perpetua». Pone punto y final a este libro la coda, con el poema “Nada”, que el poeta dedica a otro poeta, Antonio Praena, y con el que nos recuerda esos otros versos de José Hierro, cuando dice: “Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada”. “Un fragmento de eternidad”, de Gregorio Muelas, nos sitúa en el camino hacia la verdadera luz de la poesía.

Título: Un fragmento de eternidad
Autores: Gregorio Muelas Bermúdez
Editorial: Germanía (Valencia, 2014)

Los signos del derrumbe.



LOS SIGNOS DEL DERRUMBE, por José Antonio Santano

El poeta no tiene más que las palabras: las palabras que justifican, a veces, una vida”, escribe Pedro Orgambideen la introducción al libro “Mario Benedetti. Antología poética”. Y así es. El poeta enfrentado a la pantalla del ordenador o al folio en blanco no posee sino las palabras, y con ellas pretende alcanzar sus sueños, contagiarnos de su alegría o sufrimiento. Muy adentro laten las palabras que poco a poco se precipitan al vacío del papel hasta conformar un universo tan complejo como mágico. En ese espacio de los silencios y signos, brota la voz del poeta. Nada comparable al acto de la creación, ese instante por el cual el poeta se transforma, se hace a sí mismo y para el mundo un nuevo ser, una nueva alma.

Las palabras ocupan el tiempo del poeta, la vida entera. Un claro ejemplo de lo que decimos es este nuevo libro “Los signos del derrumbe”, de Antonio Rodríguez Jiménez(Albacete, 1978), con el que obtuvo el XVIII Premio Internacional de Poesía “Antonio Machado en Baeza”.Ya desde el título se nos advierte de la necesidad de cambiar, de rebelarnos, traspasar la frontera del miedo para recuperar la verdadera razón del ser, para restituirnos tras la pérdida de los valores intrínsecos al hombre. Nos advierte el poeta –digo- de la fragilidad y la inconsistencia de este tiempo que vivimos al comprobar múltiples “signos del derrumbe”, y donde la lúcida palabra sirve de acicate ante la individualidad y la codicia, el abuso de poder, etc., etc. Antonio Rodríguez apela al lenguaje poético para alertarnos del peligro de este tiempo, y lo hace desde la elocuencia y la serenidad, con la palabra exacta en cada momento. Tres partes fundamentales, además de un poema preludio componen “Los signos del derrumbe”, un poemario coherente, obra de un verdadero poeta, que no se contenta con el testimonio solo, sino que se adentra en la oscuridad para luego remontar hasta la luz y habitar, perpetuarse en ella. En “Descenso” Rodríguez Jiménez nos advierte en su primer poema de esos “signos del derrumbe”:

«No intentéis explicarle los signos del derrumbe.
La libertad prefiere ungir solo a unos pocos
príncipes de los márgenes.
Solo los despojados y los dueños de todo
han probado las mieles del desprecio absoluto». 
 

También nos habla de esos rostros inexpresivos que habitan cada día la pobreza, del descenso al centro de las ruinas: «Mira cómo se extiende: / Es el silencio azul de la pobreza», de la tristeza en la mirada de los vencidos y marginados, de su visión de la gran ciudad, en la cual el hombre no es nadie ni nada. El poeta siempre alcanza el otro lado del horizonte, mostrándonos un espacio narrativo poético que mira más adentro, como en el caso del poema “Modelos publicitarias”: «Sonriéndole al tráfico desde las marquesinas, / felices, detenidas en la luz de un instante, / más allá de esta ropa, / venden una ilusión, venden deseo, / la placidez de un mundo diseñado a medida / como sus propios cuerpos de fingida belleza». Marcada rebeldía de la palabra que no quiere volver a la oscuridad del pasado, a la ciega ignorancia que nos abisma de nuevo a las cavernas: «En Camerún están matando a un hombre / por declararse a otro en un mensaje». El odio y la sinrazón regresan y el poeta no puede sino proclamarse en el amor: «El odio es el refugio de los desamparados, / y en las estrechas celdas de la fe y la barbarie / amar alarma siempre mucho más que un cadáver». Observa el poeta el decurso de la vida, el tiempo se detiene en sus pupilas, el tiempo en una “Mañana de domingo”: «El niño de la silla, inmóvil, sonriente; / la mujer encorvada que busca en la basura / y el sol imperturbable lamiendo los cristales / de la digna miseria. Perro mundo». En la segunda parte del libro “El signo insuficiente”el poeta se enfrenta al acto mismo de la escritura, poeta y poema frente a frente, la metapoesía como meta y objetivo último, el poema como sujeto. La trascendencia de lo primigenio, de la creación en sí misma: «Sueño con un mensaje que transcienda los límites / y sea futura luz, reflejo cierto / para quienes esperan».

 El poema “Resistencia” nos recuerda a Valente cuando dice que la poesía es “antes que nada y por encima de todo conocimientos, y más concretamente conocimiento “haciéndose”, coincidente con esta concepción poemática: «así el poema / se resiste en la página, / sube y baja en la barra del procesador, / deshaciéndose, haciéndose / de nuevo». En la tercera y última de las partes que contiene este libro “Si algo queda”, el poeta se decanta por el amor fraterno y filial, el amor a la vida por encima de todas las cosas y que concreta en Vega, su hija: «Pero la vida tiene lugares más funestos, / y en sus aguas violentas encontrarás dragones. Entonces ten en cuenta cómo fuiste engendrada, / cómo entre los primeros temblores de tus células / ya habitaba el amor. Nunca lo olvides».

Título: Los signos del derrumbe
Autores: Antonio Rodríguez Jiménez
Editorial: Hiperión (Madrid, 2014)

Los signos del derrumbe.



LOS SIGNOS DEL DERRUMBE, por José Antonio Santano

El poeta no tiene más que las palabras: las palabras que justifican, a veces, una vida”, escribe Pedro Orgambide en la introducción al libro “Mario Benedetti. Antología poética”. Y así es. El poeta enfrentado a la pantalla del ordenador o al folio en blanco no posee sino las palabras, y con ellas pretende alcanzar sus sueños, contagiarnos de su alegría o sufrimiento. Muy adentro laten las palabras que poco a poco se precipitan al vacío del papel hasta conformar un universo tan complejo como mágico. En ese espacio de los silencios y signos, brota la voz del poeta. Nada comparable al acto de la creación, ese instante por el cual el poeta se transforma, se hace a sí mismo y para el mundo un nuevo ser, una nueva alma.

Las palabras ocupan el tiempo del poeta, la vida entera. Un claro ejemplo de lo que decimos es este nuevo libro “Los signos del derrumbe”, de Antonio Rodríguez Jiménez (Albacete, 1978), con el que obtuvo el XVIII Premio Internacional de Poesía “Antonio Machado en Baeza”. Ya desde el título se nos advierte de la necesidad de cambiar, de rebelarnos, traspasar la frontera del miedo para recuperar la verdadera razón del ser, para restituirnos tras la pérdida de los valores intrínsecos al hombre. Nos advierte el poeta –digo- de la fragilidad y la inconsistencia de este tiempo que vivimos al comprobar múltiples “signos del derrumbe”, y donde la lúcida palabra sirve de acicate ante la individualidad y la codicia, el abuso de poder, etc., etc. Antonio Rodríguez apela al lenguaje poético para alertarnos del peligro de este tiempo, y lo hace desde la elocuencia y la serenidad, con la palabra exacta en cada momento. Tres partes fundamentales, además de un poema preludio componen “Los signos del derrumbe”, un poemario coherente, obra de un verdadero poeta, que no se contenta con el testimonio solo, sino que se adentra en la oscuridad para luego remontar hasta la luz y habitar, perpetuarse en ella. En “Descenso” Rodríguez Jiménez nos advierte en su primer poema de esos “signos del derrumbe”:

«No intentéis explicarle los signos del derrumbe.
La libertad prefiere ungir solo a unos pocos
príncipes de los márgenes.
Solo los despojados y los dueños de todo
han probado las mieles del desprecio absoluto». 
 

También nos habla de esos rostros inexpresivos que habitan cada día la pobreza, del descenso al centro de las ruinas: «Mira cómo se extiende: / Es el silencio azul de la pobreza», de la tristeza en la mirada de los vencidos y marginados, de su visión de la gran ciudad, en la cual el hombre no es nadie ni nada. El poeta siempre alcanza el otro lado del horizonte, mostrándonos un espacio narrativo poético que mira más adentro, como en el caso del poema “Modelos publicitarias”: «Sonriéndole al tráfico desde las marquesinas, / felices, detenidas en la luz de un instante, / más allá de esta ropa, / venden una ilusión, venden deseo, / la placidez de un mundo diseñado a medida / como sus propios cuerpos de fingida belleza». Marcada rebeldía de la palabra que no quiere volver a la oscuridad del pasado, a la ciega ignorancia que nos abisma de nuevo a las cavernas: «En Camerún están matando a un hombre / por declararse a otro en un mensaje». El odio y la sinrazón regresan y el poeta no puede sino proclamarse en el amor: «El odio es el refugio de los desamparados, / y en las estrechas celdas de la fe y la barbarie / amar alarma siempre mucho más que un cadáver». Observa el poeta el decurso de la vida, el tiempo se detiene en sus pupilas, el tiempo en una “Mañana de domingo”: «El niño de la silla, inmóvil, sonriente; / la mujer encorvada que busca en la basura / y el sol imperturbable lamiendo los cristales / de la digna miseria. Perro mundo». En la segunda parte del libro “El signo insuficiente” el poeta se enfrenta al acto mismo de la escritura, poeta y poema frente a frente, la metapoesía como meta y objetivo último, el poema como sujeto. La trascendencia de lo primigenio, de la creación en sí misma: «Sueño con un mensaje que transcienda los límites / y sea futura luz, reflejo cierto / para quienes esperan».

 El poema “Resistencia” nos recuerda a Valente cuando dice que la poesía es “antes que nada y por encima de todo conocimientos, y más concretamente conocimiento “haciéndose”, coincidente con esta concepción poemática: «así el poema / se resiste en la página, / sube y baja en la barra del procesador, / deshaciéndose, haciéndose / de nuevo». En la tercera y última de las partes que contiene este libro “Si algo queda”, el poeta se decanta por el amor fraterno y filial, el amor a la vida por encima de todas las cosas y que concreta en Vega, su hija: «Pero la vida tiene lugares más funestos, / y en sus aguas violentas encontrarás dragones. Entonces ten en cuenta cómo fuiste engendrada, / cómo entre los primeros temblores de tus células / ya habitaba el amor. Nunca lo olvides».

Título: Los signos del derrumbe
Autores: Antonio Rodríguez Jiménez
Editorial: Hiperión (Madrid, 2014)

Los signos del derrumbe. Antonio Rodríguez Jiménez



LOS SIGNOS DEL DERRUMBE, por José Antonio Santano

El poeta no tiene más que las palabras: las palabras que justifican, a veces, una vida”, escribe Pedro Orgambideen la introducción al libro “Mario Benedetti. Antología poética”. Y así es. El poeta enfrentado a la pantalla del ordenador o al folio en blanco no posee sino las palabras, y con ellas pretende alcanzar sus sueños, contagiarnos de su alegría o sufrimiento. Muy adentro laten las palabras que poco a poco se precipitan al vacío del papel hasta conformar un universo tan complejo como mágico. En ese espacio de los silencios y signos, brota la voz del poeta. Nada comparable al acto de la creación, ese instante por el cual el poeta se transforma, se hace a sí mismo y para el mundo un nuevo ser, una nueva alma.

Las palabras ocupan el tiempo del poeta, la vida entera. Un claro ejemplo de lo que decimos es este nuevo libro “Los signos del derrumbe”, de Antonio Rodríguez Jiménez(Albacete, 1978), con el que obtuvo el XVIII Premio Internacional de Poesía “Antonio Machado en Baeza”.Ya desde el título se nos advierte de la necesidad de cambiar, de rebelarnos, traspasar la frontera del miedo para recuperar la verdadera razón del ser, para restituirnos tras la pérdida de los valores intrínsecos al hombre. Nos advierte el poeta –digo- de la fragilidad y la inconsistencia de este tiempo que vivimos al comprobar múltiples “signos del derrumbe”, y donde la lúcida palabra sirve de acicate ante la individualidad y la codicia, el abuso de poder, etc., etc. Antonio Rodríguez apela al lenguaje poético para alertarnos del peligro de este tiempo, y lo hace desde la elocuencia y la serenidad, con la palabra exacta en cada momento. Tres partes fundamentales, además de un poema preludio componen “Los signos del derrumbe”, un poemario coherente, obra de un verdadero poeta, que no se contenta con el testimonio solo, sino que se adentra en la oscuridad para luego remontar hasta la luz y habitar, perpetuarse en ella. En “Descenso” Rodríguez Jiménez nos advierte en su primer poema de esos “signos del derrumbe”:

«No intentéis explicarle los signos del derrumbe.
La libertad prefiere ungir solo a unos pocos
príncipes de los márgenes.
Solo los despojados y los dueños de todo
han probado las mieles del desprecio absoluto». 
 

También nos habla de esos rostros inexpresivos que habitan cada día la pobreza, del descenso al centro de las ruinas: «Mira cómo se extiende: / Es el silencio azul de la pobreza», de la tristeza en la mirada de los vencidos y marginados, de su visión de la gran ciudad, en la cual el hombre no es nadie ni nada. El poeta siempre alcanza el otro lado del horizonte, mostrándonos un espacio narrativo poético que mira más adentro, como en el caso del poema “Modelos publicitarias”: «Sonriéndole al tráfico desde las marquesinas, / felices, detenidas en la luz de un instante, / más allá de esta ropa, / venden una ilusión, venden deseo, / la placidez de un mundo diseñado a medida / como sus propios cuerpos de fingida belleza». Marcada rebeldía de la palabra que no quiere volver a la oscuridad del pasado, a la ciega ignorancia que nos abisma de nuevo a las cavernas: «En Camerún están matando a un hombre / por declararse a otro en un mensaje». El odio y la sinrazón regresan y el poeta no puede sino proclamarse en el amor: «El odio es el refugio de los desamparados, / y en las estrechas celdas de la fe y la barbarie / amar alarma siempre mucho más que un cadáver». Observa el poeta el decurso de la vida, el tiempo se detiene en sus pupilas, el tiempo en una “Mañana de domingo”: «El niño de la silla, inmóvil, sonriente; / la mujer encorvada que busca en la basura / y el sol imperturbable lamiendo los cristales / de la digna miseria. Perro mundo». En la segunda parte del libro “El signo insuficiente”el poeta se enfrenta al acto mismo de la escritura, poeta y poema frente a frente, la metapoesía como meta y objetivo último, el poema como sujeto. La trascendencia de lo primigenio, de la creación en sí misma: «Sueño con un mensaje que transcienda los límites / y sea futura luz, reflejo cierto / para quienes esperan».

 El poema “Resistencia” nos recuerda a Valente cuando dice que la poesía es “antes que nada y por encima de todo conocimientos, y más concretamente conocimiento “haciéndose”, coincidente con esta concepción poemática: «así el poema / se resiste en la página, / sube y baja en la barra del procesador, / deshaciéndose, haciéndose / de nuevo». En la tercera y última de las partes que contiene este libro “Si algo queda”, el poeta se decanta por el amor fraterno y filial, el amor a la vida por encima de todas las cosas y que concreta en Vega, su hija: «Pero la vida tiene lugares más funestos, / y en sus aguas violentas encontrarás dragones. Entonces ten en cuenta cómo fuiste engendrada, / cómo entre los primeros temblores de tus células / ya habitaba el amor. Nunca lo olvides».

Título: Los signos del derrumbe
Autores: Antonio Rodríguez Jiménez
Editorial: Hiperión (Madrid, 2014)

José Antonio Santano y Alejandro López Andrada.


LOS ÁNGULOS DEL CIELO

Al buen poeta –la buena poesía- se distingue por un continuo desangrarse en la palabra, su aroma impregna los sentidos hasta hacernos desfallecer de alegría o de tristeza, da lo mismo. Lo importante es ese instante mágico en el que nos adentramos en un bosque desconocido donde poco a poco el asombro surge de la palabra, de las palabras que flotan en el aire y surcan el espacio una y mil veces mil, hasta construir con ellas nuestro propio abismo o paraíso, la vida en su más pura esencia. La poesía es en sí misma deslumbramiento, misterio, vértigo, dolor, explosión de colores y risas. Es la poesía como un eco ensordecedor que se repite incansablemente. Por eso el poeta vuelve casi siempre a los orígenes, al principio de todo, porque ese es su territorio natural, y en sus brazos se refugia hasta adormecerse muy lentamente. Poesía y conocimiento para indagar en la condición humana, en la naturaleza brío de lo soñado. Solo el poeta ante la nada, hundiendo la mirada en el abismo del silencio para descubrir la ardentía de la palabra, su fuego eterno. La poesía como un eco atronador que se repite hasta la saciedad, compulsivo y tembloroso, arañando el tiempo en el espacio añil del cielo, en sus numinosos ángulos. Hasta ellos, "Los ángulos del cielo", remonta el vuelo el gran poeta corodobés Alejandro López Andrada (Villanueva de Córdoba, 1957).

 Esta nueva entrega poética de López Andrada viene a confirmar su apego a la tierra, al hogar primigenio en contacto siempre con la Naturaleza -, alejado de las grandes urbes, aunque sean ambos territorios escrutados por la mirada del poeta. El también poeta cordobés Juan Antonio Bernier -sobrino del que fuera fundador del grupo Cántico, Juan Bernier- tituló uno de sus poemas "La naturaleza es el país de la lengua", aserto de la trascendencia referencial de la Naturaleza en la poética de López Andrada, como así lo confirma también en el prólogo José Manuel Caballero Bonald, cuando dice: "La identificación de Alejandro López Andrada con la naturaleza determina una vertiente significativa de su obra general, por no decir la que más propiamente la enmarca y define". 

Y así es, la Naturaleza en estado puro, el hecho diferencial y al mismo tiempo convergente de su razón poética, de su mirada serena, el aval, la garantía cuando surgen como truenos las palabras, las que poco a poco se quedan, y anidan en el albo papel, alumbrando oscuridades o precipitándose al vacío, la cara y la cruz, el latir de la vida al desnudo. "Los ángulos del cielo" es un libro de madurez, equilibrado en su construcción, acertado en la forma y el fondo, que huele a hierba fresca y sabe a vino de bodega, explosión de los sentidos, también un viaje al corazón de la naturaleza humana, un canto grito que despierta del letargo en que vivimos, tan ajenos y lejanos. Con "Lejanías", precisamente, se inicia este periplo de idas y venidas, aglutinador de percepciones y visiones en un tiempo gris que gravita en el aire y el asfalto de las ciudades, en las cuales el hombre una sombra, un vencido más: «Ahora ya formo parte del dolor, / de la desolación / de una ciudad / que grita insomne en medio de los parques, / donde no anidan ya las golondrinas». En “Claridades”, el poeta mira hacia adentro, al fondo de sí mismo, en esa búsqueda inagotable del amor: «Dentro de mí, / el silencio escribe, a solas, / la lenta claridad de una mujer: / la única luz / que me hace amar el mundo», y en ese errar por el mundo halla una luz que le devuelve a la nostalgia, a la emoción de lo vivido, como es el caso del poema “Parque del retiro”: «…en ese azul dorado, / coloquial, de un parque de Madrid, / siento la vida, / la lejanía exacta de aquel cielo / que sólo vi en los días de mi infancia / y ahora regresa limpio…», correspondiente a la tercera parte del libro “Huecos del cielo”. Mas el poeta escribe desde su soledad de hombre y pájaro que asciende hasta las nubes, y desciende luego de descubrir de nuevo esos “Horizontes” ocultos tras la niebla de los díasen el óxido de las vías de una estación cualquiera: «Llevo en mis pies / sin rumbo el lento óxido / de los ferrocarriles, / la tristeza / del que no tiene un sitio para huir / y avanza solo y ciego en el crepúsculo». El poeta ante sí, desde “Interiores, proclama su singular concepción de lo divino, para concluir con la mirada fija en “Los ángulos del cielo”, que cierra el libro, en un prodigioso “Contraluz” que devuelve al poeta a los orígenes, a la tierra madre:«Al contraluz del cielo, veo los chopos […] mi tierra, mi memoria, esa orfandad / de espacio / donde escribo lo que soy, / lo que seré mañana y lo que he sido». Este libro, de bella y cuidada edición, viene a confirmar, una vez más, la excelencia lírica de Alejandro López Andrada, su sólida trayectoria, situándolo en un lugar destacado del panorama poético español.


Título: Los ángulos del cielo
Autores: Alejandro López Andrada
Editorial: Valparaíso (Granada, 2014)

Los ángulos del cielo. Alejandro López Andrada


LOS ÁNGULOS DEL CIELO

Al buen poeta –la buena poesía- se distingue por un continuo desangrarse en la palabra, su aroma impregna los sentidos hasta hacernos desfallecer de alegría o de tristeza, da lo mismo. Lo importante es ese instante mágico en el que nos adentramos en un bosque desconocido donde poco a poco el asombro surge de la palabra, de las palabras que flotan en el aire y surcan el espacio una y mil veces mil, hasta construir con ellas nuestro propio abismo o paraíso, la vida en su más pura esencia. La poesía es en sí misma deslumbramiento, misterio, vértigo, dolor, explosión de colores y risas. Es la poesía como un eco ensordecedor que se repite incansablemente. Por eso el poeta vuelve casi siempre a los orígenes, al principio de todo, porque ese es su territorio natural, y en sus brazos se refugia hasta adormecerse muy lentamente. Poesía y conocimiento para indagar en la condición humana, en la naturaleza brío de lo soñado. Solo el poeta ante la nada, hundiendo la mirada en el abismo del silencio para descubrir la ardentía de la palabra, su fuego eterno. La poesía como un eco atronador que se repite hasta la saciedad, compulsivo y tembloroso, arañando el tiempo en el espacio añil del cielo, en sus numinosos ángulos. Hasta ellos, "Los ángulos del cielo", remonta el vuelo el gran poeta corodobés Alejandro López Andrada (Villanueva de Córdoba, 1957).

 Esta nueva entrega poética de López Andrada viene a confirmar su apego a la tierra, al hogar primigenio en contacto siempre con la Naturaleza -, alejado de las grandes urbes, aunque sean ambos territorios escrutados por la mirada del poeta. El también poeta cordobés Juan Antonio Bernier -sobrino del que fuera fundador del grupo Cántico, Juan Bernier- tituló uno de sus poemas "La naturaleza es el país de la lengua", aserto de la trascendencia referencial de la Naturaleza en la poética de López Andrada, como así lo confirma también en el prólogo José Manuel Caballero Bonald, cuando dice: "La identificación de Alejandro López Andrada con la naturaleza determina una vertiente significativa de su obra general, por no decir la que más propiamente la enmarca y define". 

Y así es, la Naturaleza en estado puro, el hecho diferencial y al mismo tiempo convergente de su razón poética, de su mirada serena, el aval, la garantía cuando surgen como truenos las palabras, las que poco a poco se quedan, y anidan en el albo papel, alumbrando oscuridades o precipitándose al vacío, la cara y la cruz, el latir de la vida al desnudo. "Los ángulos del cielo" es un libro de madurez, equilibrado en su construcción, acertado en la forma y el fondo, que huele a hierba fresca y sabe a vino de bodega, explosión de los sentidos, también un viaje al corazón de la naturaleza humana, un canto grito que despierta del letargo en que vivimos, tan ajenos y lejanos. Con "Lejanías", precisamente, se inicia este periplo de idas y venidas, aglutinador de percepciones y visiones en un tiempo gris que gravita en el aire y el asfalto de las ciudades, en las cuales el hombre una sombra, un vencido más: «Ahora ya formo parte del dolor, / de la desolación / de una ciudad / que grita insomne en medio de los parques, / donde no anidan ya las golondrinas». En “Claridades”, el poeta mira hacia adentro, al fondo de sí mismo, en esa búsqueda inagotable del amor: «Dentro de mí, / el silencio escribe, a solas, / la lenta claridad de una mujer: / la única luz / que me hace amar el mundo», y en ese errar por el mundo halla una luz que le devuelve a la nostalgia, a la emoción de lo vivido, como es el caso del poema “Parque del retiro”: «…en ese azul dorado, / coloquial, de un parque de Madrid, / siento la vida, / la lejanía exacta de aquel cielo / que sólo vi en los días de mi infancia / y ahora regresa limpio…», correspondiente a la tercera parte del libro “Huecos del cielo”. Mas el poeta escribe desde su soledad de hombre y pájaro que asciende hasta las nubes, y desciende luego de descubrir de nuevo esos “Horizontes” ocultos tras la niebla de los días, en el óxido de las vías de una estación cualquiera: «Llevo en mis pies / sin rumbo el lento óxido / de los ferrocarriles, / la tristeza / del que no tiene un sitio para huir / y avanza solo y ciego en el crepúsculo». El poeta ante sí, desde “Interiores, proclama su singular concepción de lo divino, para concluir con la mirada fija en “Los ángulos del cielo”, que cierra el libro, en un prodigioso “Contraluz” que devuelve al poeta a los orígenes, a la tierra madre:«Al contraluz del cielo, veo los chopos […] mi tierra, mi memoria, esa orfandad / de espacio / donde escribo lo que soy, / lo que seré mañana y lo que he sido». Este libro, de bella y cuidada edición, viene a confirmar, una vez más, la excelencia lírica de Alejandro López Andrada, su sólida trayectoria, situándolo en un lugar destacado del panorama poético español.


Título: Los ángulos del cielo
Autores: Alejandro López Andrada
Editorial: Valparaíso (Granada, 2014)

Abraham Ferreira Khalil. Y Dios habitará nuestros cipreses


Y DIOS HABITARÁ NUESTROS CIPRESES 

"Y ahora dime, Señor, dime al oído:tanta hermosura,¿matará nuestra muerte?"(M. de Unamuno).

Ya se ha roto el concierto de los cipreses
y el lodo, aquel lodo que nutren los ausentes y los que están por sepultar,
abonará las raíces del horizonte embravecido.
Su oleaje recorrerá cada nicho aún por desnudar,
cada sepulcro,
cada recinto habitado por los huesos
de la amnesia vencedora; vencedora del sortilegio más abrumador:
el morir en vida,
el vivir en muerte.

Donde quede un aviso de tu impronta
se erguirá un santuario cubierto de cipreses.
Vives en los cipreses, gimes en los cipreses,
te desnudas cada atardecida y el biombo de los cipreses
pretende recluir tu intimidad.
No eres Dios y, no obstante, te luce Su aureola
de hábito santificado.
No eres Dios, porque tu padre he sido
y de tu silencio tal vez me quise enamorado.

Escucha el oleaje de los muertos
rasgar los telones de los alientos últimos.
Han temblado los cipreses, custodios de la cripta;
ya se ha abierto un inciso hacia lo ignoto.
Tu muerte ha revivido. Te acogerá en su templo
con la misericordia de una madre.
Te entregará a la fuente, al lodo del que vives.
Pronto serás la imagen certera de los cipreses.
Tu presencia carnal desplegará sus alas
y el plumaje se irá tornando de hoja en hoja,
de lodo en lodo, de vida en vida.

Y he aquí a otro ciprés más del cementerio,
otro arcángel custodio.
Ya se ha roto el concierto de la vida
y el faro mercurial, aquel que convocara a los ausentes y a los que están por sepultar,
abonará las raíces, tus raíces, neófito ciprés del camposanto.

Ya eres santuario de nuevas sensaciones.
Regocíjate, pues. Dios hasta ti ha llegado
y santificará tu estampa de madera.
Dios ha llegado a ti, te has hecho carne en Él.
Desde este momento,
tu eternal cometido
será que habite en ti, junto a un cónclave de vivos y de muertos.
Conducirás sus inquietudes aladas
hacia ese Dios que en tus ramas se ha posado
para que ellos mismos se hagan carne en Él.
¡Regocíjate, neófito ciprés!
Tu bendición arroja sobre ellos.
Ahora Dios habita en ti.
Difunde su celeste transparencia.


© Abraham Ferreira Khalil