Rocío
Cerón.
Poeta mexicana cuya obra dialoga con otros lenguajes artísticos en
una apuesta de poesía, acción, video y música creando espacios de
transcreación. Su más reciente libro es Diorama (Amargord
Ediciones, España, 2013). Obra suya ha sido traducida al
inglés, francés, finés, sueco y alemán. Sus acciones poéticas se
han presentado en los Institutos Cervantes de Berlín, Londres y
Estocolmo, Centro Pompidou, París, Francia; Cabaret Voltaire,
Tübingen, Alemania, entre otros. Representó a México en el Poetry
Parnassus, el mayor festival de poesía realizado en el Reino Unido,
en 2012. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Para
leer/ver/escuchar obra de la autora visite: rocioceron.com
América
Se
llamaban Krusevac, ahora Cruz. Los edificios transpiraban. Era una
isla o un monte cubierto por chozas. Cosa de hombres. Las mujeres
guardaban papas, construían el mundo. Cosa de tiento insulso, se
pensaba. Paisajes de tonada suave con acordeón de fondo. Astucia.
Proa que acumula sal. Toma mi brazo, corta el ligamento: necesito
dejar el gusto por el ajvar. Callaron las aves a su paso. Remo.
En el fondo, los peces intuían. Algunos fosos guardan familias
enteras. Pero ellas son salvas. Todas las lenguas de Europa
desaparecieron. Tierra. El dulce de manzana no trae olor a clavo.
Cada letra deletrea una estancia. Estas mujeres son mis madres. Desde
ese día −América− la piel de mis mejillas es llanura.
Todo exacto, piedra sobre
piedra, bajo el estupor. Tengo adherida a la piel −planta del pie−,
un nombre preciso, una esquirla dentada (aguijón o filo o tenso
nudo), cristal a la uretra. Guardo una voz que es sombra, carta y
anunciación: América se hunde. Hay una montaña o casa frente al
mar que esconde un secreto. Manto, el desierto es manto. Se
escucha una bestia colmada de fraguas: negros y blancos inventando
heredad. Tengo en las manos un país del que he sido arrojada. Cinco
millones de emigrantes caben en la cuenca de una sangre común.
América es una madre que mata.
Herrumbre. Contener el puño.
La gravedad de las últimas hojas y la nieve. Escucha el resoplido
insular. Tan lejos y cercano. El mar brilla para todos pero cerca del
carbón sólo resta el miedo. Defendernos de. Acentos sonoros
recuerdan a Siberia. Crudo, el frío. Pero en Siberia nunca llega el
otoño. Aquí −casi temblando− hay que ir codo con codo. Aquel
jardín o muro o tierra nueva. Hacer la América. Herrumbre: desde
Portobelo y hasta la Patagonia. Acero sin distinciones. A ojo se
hace el tiento. El polvo ensombrece las extensiones de tierra.
Lentitud entre los pasajeros: pegar el oído al subte, algo se
inflama. Algo ya marca el cuerpo.
América es un desierto
sonoro. Cazuela de ave levanta muertos, ají de gallina abre sosiego
o trucha arcoíris empina rubias. Oscuras nubes modulan temperamentos
de valle y bufeo. Crujido de lastras de Machu Picchu. −Oscuro
oficio éste de ser santa. Yo tenía una tierra, me despojaron de
ella, ahora hay un parque de diversiones: juegos replican la muerte y
son la muerte. Algo en la vereda (zanjita, zanja devuélveme el
tino, la cara cierta de mi tierra) es sepultura y nacencia. Aguachile
que bulle en la quijada. Cacao herido que trae consigo tintineos de
piedra. Cárcamo de agua de Tláloc, chacras marítimas de
Manantiales. Cabo Polonio en mi memoria. Y la fuente que no
deja de abastecer el mate seco, verdoso, que enjuaga la voz de la
abuela.
Dijeron que era hija del
golpe, de los barrios donde los sones son lentos y carraspean las
voces y los toneles de aguardiente se empujan sin trozo de pan;
dijeron que era hija del desprecio, de esclavas, de amargas noches de
cama entre soldados y cuerpos cobrizos; dijeron que era una mártir
–estaban, están equivocados−, luego le dieron algo de
espejos y algo de carne de cerdo, algo de nuevos nombres y nuevos
apellidos; le enseñaron el uso de la rueda (ya conocía el cero);
casi la mata la fiebre. Y de cada golpe ha salido más fuerte. Como
el poema, América es una dura cicatriz en el cuerpo.
La Hispaniola. Como si fuera
la primera tierra. Que es. Y en ese recuerdo cupieran ya todas las
noches de América. Rastro. El ron mantiene a los hombres
embrutecidos, me digo. Mi abuela reza con el vaso de vodka junto,
orar es mentirse a uno mismo, me dice, pero conforta el alma.
Como el destilado de oro falso. Nacimiento. Como cadalso al que se
entrega uno con la boca abierta, deseosa de alimento naufrago. Montar
la oveja, me digo. Ahora los tenis Ducati, el floro que trae de
gracia una hembra ke buena, las cadenas de oro al cuello, la
camisa fina, la marca atrapando al cuerpo, gritando proveniencia.
América se hunde, y nadie se ha dado cuenta. La otra América
le ha chupado el seso.
Dame un tostado. Una jerga que
mantenga las cuerdas vocales de mi lengua. Quiero un trapecio. Flotar
en él. Quiero la astucia que da la cafeína. Sumergirse en. La otra
tierra. Galones enteros. Miles de litros de sangre. Quiénes eran y
quiénes son. Todos situados sobre una cuerda. Precipicio. Desde las
ruinas de la lengua una tesitura arrogante. Hay una franja de tierra
sin nombre. En el fondo de la taza, me dice una gitana en el Parque
Forestal, hay una imagen: hombre que aún recuerda a su hija.
Detente, la otra tierra y ese perfil masculino que apenas resulta
de las sombras. Serbia era cobijo −Atlántico− hoy es un
lago. Idea del lago.
De la tumba una flor. Plástico
decolorado, tierra. Grobnica-París. De Europa sembradío nucas
cisternas donde guardar vestigios. Neblina y carbón. Heno y draga,
flotantes. Antes del roce sargazos, reflujo luminoso de rostros. Toda
la familia astillada. Óleo de museo. Cementerio y nicho para ahondar
en el nervio. Cauce púrpura, plantación de cuerpos en otros
cuerpos. Cauterio. Atravesar el bosque: mucha fe en los labios. Ni
el uniforme salva. Allá, en el Golfo de México, secretan
zumbantes las aves. Caverna o cardo. Mar gasa, llave al pliegue. La
superficie del agua recuerda a los muertos. −Desvanecerse, entre
las arrugas de cada pliegue de la madre. Contenga el aire. Pulmón.
Respire profundo. ¿Siente dolor? ¿Siente aquí, sí justo aquí? Es
el miedo atrapado. Es América atada en cada corva. Astilla, flor
recogida en Kalemegdan. Y en cada esquina la imagen de un jardín
hecho de voces.
Los
platos vacíos. En el fondo, el campo de gravedad es el tono. El
azul. No azul sino provincia y rastro, donde hemos dejado −Eleonora
flotante a la mirada. Cielo. La mirada hace la patria. Su país se
le ensancha se le gesta se le encima. América no es orquídea ni
animal o pariente. Tersa era la voz de la abuela. América
deambula entre franjas. Acarrea agua sucia. Retoña entre la mierda.
América madre. América padre. Ofrenda algo. Ofrenda algo de
cuerpo a la Pachamama. Entra a esta tierra y hazte un orificio en la
lengua. Forma y pasaje en el sermón de las piedras. Nudo ciego
entre ríos. Cordillera. Tu piel −Atacama & Sonora, es
concentración, vueltas en círculo, cartografía y nudos. Siglo.
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