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MARE. ABRAHAM FERREIRA KHALIL





Un cíclope de hábitos sombríos
engulló anoche
las mansiones profundas del delirio.
Fue la fugacidad
su límite inasible en aquel óculo,
tan avasalladora
que mi cuerpo, enfermo de vorágine, se desdibujó.
Y no entiendo si el asalto
culminó en mis arenas
o en aquella velada en que el mar, criatura del sollozo,
emergió a la vida
para sepultar su muerte.

El mar, sin duda, alberga en su intestino
pasadizos que asilo ofrecen a los desventurados.
Es poderosa luz y maquinaria
que ciertas noches
visita los palacios
con su avasalladora corpulencia;
dispuesta a engullir los espantos de la aurora.
Dispuesta a rebelarse cual testigo
delante de un atónito jurado.

¡No! No está en el mar la muerte
ni pintan sus espacios nueva vida.
El mar, tan típico alborozo,
es pirámide en cuyo estómago a veces he entonado
ascéticos cantares.
Fe de ello da su inhóspito oleaje,
y su coro de muertos sonámbulos
cautivo en los pasajes sumergidos.



© Abraham Ferreira Khalil

En la capilla. Abraham Ferreira Khalil



EN LA CAPILLA, poema de © Abraham Ferreira Khalil


A serious house on serious earth it is,In whose blent air all our compulsions meet,Are recognized, and robed as destinies.
(Philip Larkin, Church going)


Aquí jamás la muerte
ha impuesto su amenaza,
sino más bien atajos
al júbilo. Palabras
que ascienden como hiedras
por las paredes blancas.

Y aquí los pensamientos
suelen doblar campanas.

No hay sombra en la capilla.
En su vientre proclaman
todas las ansiedades
la celeste añoranza
de un coto cuyo límite
asusta a la mirada.

Y aquí los pensamientos
suelen doblar campanas.

Yo suelo interrogarme
si esta aurora nostálgica,
retiro de los muertos,
custodia de mis alas,
podrá besar mi templo
de párpados con su alma.

Aquí los pensamientos
suelen doblar campanas.

Todo, en fin, se ha postrado
al sello de esta estancia
que lo ignoto convoca
desde alguna atalaya.
La muerte es un incienso
que el pensamiento exhala.

Paseo del mar. © Abraham Ferreira Khalil



PASEO DEL MAR

(A Paco Lara García)

Un ocaso habitado
enciende el oleaje.
Es otoño y camino
bajo la daga infame
del sol, negro corsario
que corre a refugiarse
detrás de los telones
que el horizonte abre.
Un forastero asoma
entre los paseantes
y arroja su mirada
a las inmensidades
del mar. Era ese extraño
mi corazón, que bate
sus alas en la costa,
pero volar no sabe.
Y allí, como un arquero
de la niebla, arrogante,
paseo. Ya es otoño.
Siempre la misma tarde.


© Abraham Ferreira Khalil

Desde una ventana. Abraham Ferreira Khalil




DESDE UNA VENTANA

Acecha el horizonte y los bramidos
del viento me sorprenden. Huele a tierra
y esta asechanza sin descanso cierra
la clave que empantana mis sentidos.

Ciénaga soy. De viajes detenidos
avisté el humo en la remota guerra.
No es el morir lo que al amor entierra,
es el amor panteón de fallecidos

en cuya cripta, oscuras y apiladas,
las calaveras, cálices perennes,
rediviven eróticos hedores.

Hedores del amor. Encrucijadas
hundidas bajo lápidas solemnes
en el pantano infiel de tus amores.

© Abraham Ferreira Khalil

El tren (De Madrid a Almería)



EL TREN 
(De Madrid a Almería)

Metálico vampiro en cuyas alas
transportas las enseñas de un mensaje
y lo elevas en fiel peregrinaje
al palomar del corazón que escalas,

tu aviso, ramillete de memoria,
es el pecado que otorgó al paisaje
carta de inmensidad. En tu bagaje
lo pasado no es fábula ni historia.

La horizontalidad de tu artificio
en el raíl del tiempo ha abandonado
la tétrica humareda del pasado.

Y aún bombea tu sangre en ese indicio,
elixir de perenne arqueología.
¡Oh, férrea e irreverente alegoría!


© Abraham Ferreira Khalil

Abraham Ferreira Khalil. Y Dios habitará nuestros cipreses


Y DIOS HABITARÁ NUESTROS CIPRESES 

"Y ahora dime, Señor, dime al oído:tanta hermosura,¿matará nuestra muerte?"(M. de Unamuno).

Ya se ha roto el concierto de los cipreses
y el lodo, aquel lodo que nutren los ausentes y los que están por sepultar,
abonará las raíces del horizonte embravecido.
Su oleaje recorrerá cada nicho aún por desnudar,
cada sepulcro,
cada recinto habitado por los huesos
de la amnesia vencedora; vencedora del sortilegio más abrumador:
el morir en vida,
el vivir en muerte.

Donde quede un aviso de tu impronta
se erguirá un santuario cubierto de cipreses.
Vives en los cipreses, gimes en los cipreses,
te desnudas cada atardecida y el biombo de los cipreses
pretende recluir tu intimidad.
No eres Dios y, no obstante, te luce Su aureola
de hábito santificado.
No eres Dios, porque tu padre he sido
y de tu silencio tal vez me quise enamorado.

Escucha el oleaje de los muertos
rasgar los telones de los alientos últimos.
Han temblado los cipreses, custodios de la cripta;
ya se ha abierto un inciso hacia lo ignoto.
Tu muerte ha revivido. Te acogerá en su templo
con la misericordia de una madre.
Te entregará a la fuente, al lodo del que vives.
Pronto serás la imagen certera de los cipreses.
Tu presencia carnal desplegará sus alas
y el plumaje se irá tornando de hoja en hoja,
de lodo en lodo, de vida en vida.

Y he aquí a otro ciprés más del cementerio,
otro arcángel custodio.
Ya se ha roto el concierto de la vida
y el faro mercurial, aquel que convocara a los ausentes y a los que están por sepultar,
abonará las raíces, tus raíces, neófito ciprés del camposanto.

Ya eres santuario de nuevas sensaciones.
Regocíjate, pues. Dios hasta ti ha llegado
y santificará tu estampa de madera.
Dios ha llegado a ti, te has hecho carne en Él.
Desde este momento,
tu eternal cometido
será que habite en ti, junto a un cónclave de vivos y de muertos.
Conducirás sus inquietudes aladas
hacia ese Dios que en tus ramas se ha posado
para que ellos mismos se hagan carne en Él.
¡Regocíjate, neófito ciprés!
Tu bendición arroja sobre ellos.
Ahora Dios habita en ti.
Difunde su celeste transparencia.


© Abraham Ferreira Khalil


Unamuno. Abraham Ferreira Khalil





UNAMUNO
   Lo recordaban severo, melancólico, sencillo y al mismo tiempo elegante. Cuentan que en cierta ocasión subió a un montículo cercano a su ciudad natal y desde ahí contempló la inmensidad que se expandía ante su mirada. Quizás buscaba una respuesta infinita al trágico sentir de su existencia. Quizás trataba de escuchar el arrullo de la intrahistoria a través de los pastos, los campos y las rocas del monte. Quizás imitó la suerte del Moisés extraviado que descubrió aquella Zarza llameante y misteriosa.
   Pero no fue un profeta. No había venido al mundo para dar testimonio de su verdad, sino para encontrarla en las cosas del espacio. No encontró sino incertidumbres y ramas que entorpecían su viaje. Así pues, como el pobre niño que ha de conformarse con un pedazo de pan, tuvo que contentarse con el divino privilegio de la duda. La duda fue su gran verdad; mas no dio fe de ella porque aquellos espíritus estaban bastante ligados a la certeza. Más que Moisés fue un Bautista clamando al infinito. Pusieron precio a su cabeza y quisieron servirsela al déspota en bandeja dorada. ¿Tanto temor causa la incertidumbre de un sólo hombre?
   Jamás se consideró profeta. En él convergían la inquietud del discípulo y la ciencia de los maestros. Enseñaba a otros con el incentivo de aprender de ellos. Consciente de su sabiduría, la palabra ejercía en él una posesión maquiavélica que él supo disfrazar con la delicada túnica de la modestia. Quizás aprendieron de él a amar la duda y el oficio de ser libres. O quizás él mismo aprendió a desenterrar sus convicciones y a cambiarlas por paradojas. Porque fue dichoso ejercitándose en las contradicciones. Fue dichoso intentando averiguar la agonía de las noches más luminosas y el júbilo de las auroras más oscuras. Fue a un mismo tiempo adalid del progreso y entusiasta de la reacción.
  Pero nunca fue un profeta. Todavía lo recuerdan severo, melancólico, sencillo y al mismo tiempo elegante, sentado sobre la hierba de aquel monte, contemplando su ciudad natal. Quizás buscaba una respuesta infinita al trágico sentir de su existencia. Su mirada palideció en sus últimas bocanadas de aire. Lo recluyeron en un desierto limitado donde, como Tántalo, estaba rodeado de agua y de alimentos, pero no podía beber ni comer.
   Y, al fin, aquel cíclope ilustrado se derrumbó ante el "postrer sorbo" de la muerte. Nos dejó vestigios de su inmensa arquitectura; vestigios que los arqueológos de la palabra aún siguen descifrando con tesón. Nos dejó su muerte, pero también la incógnita de lo incierto.
¡Dichoso él, porque ya le habrán sido reveladas las respuestas que confundieron su vida!      

Evoqué un pálpito y floreció una rosa.



EVOQUÉ UN PÁLPITO Y FLORECIÓ UNA ROSA...
(A ti, que te entierro y desentierro).

Evoqué un pálpito y floreció una rosa
con la timidez que un niño manifiesta
cuando aún no ha volado del recinto maternal.
Cuando forjé mi evocación, estallaron pétalos desordenados,
prístilos luminosos, tallos feroces como el hierro.
Aquella era una rosa milenaria, no como las que el hombre
amamanta en las ubres de la tierra.
Aquella era una rosa encrespada,
un arroyo de fugaces cordilleras,
un manantial de inexpugnables fortalezas y párpados.

Quiso ser una rosa ordinaria,
pero mi evocación truncó, sustentada tal vez por las intrigas,
su hermosa ordinariez.
Las agujas que urdieron mis palabras
la condenaron siempre a la excepcionalidad,
a ser un monasterio ignoto entre las cumbres.
Creo aún, desconcertado,
que la he maldecido, sin quererlo,
que la he destinado al reino de las islas tenebrosas
donde la raíz de sus esplendores
permanecerá virgen bajo un celoso velo.

Sufro un injusto arrepentimiento;
la reduje, a pesar de su leyenda, al hábito solitario.
No gozaré de su misericordia;
su rencor engendrará camadas fratricidas e insaciables
que no se detendrán hasta averiguarme.
Por mi inocente invocación,
seré, desde este instante, presidiario
sin calabozo. Mi cárcel será el páramo insondable
de esas manos malditas, de esos pensamientos que evocaron
la rosa excepcional y que a su vez la aislaron.

Evoqué un pálpito y floreció una rosa...
Sólo aspiro al aroma que engendre su clemencia.


© Abraham Ferreira Khalil


Noviembre es el mes más cruel. Abraham Ferreira Khalil

NOVIEMBRE ES EL MES MÁS CRUEL

Noviembre es el mes más cruel. Porque las ausencias fúnebres vuelven a repiquetear contra los ventanales de nuestro corazón. Noviembre es la agonía del otoño y, al mismo tiempo, su ciclo más majestuoso. Bullen codo a codo la caída de las hojas y los anuncios del invierno. Y unos corazones se detienen mientras otros se desgastan.

Fue en noviembre cuando el misterio cerró los párpados de mis abuelos, vencidos por la misma tempestad. Primero mi abuelo paterno; después el padre de mi madre. De aquel mi último recuerdo fue el murmullo de los hospitales, las garras de la distancia y la avaricia de aquel nueve de noviembre. De mi abuelo materno viene a mi memoria el arrebato de otra noche mezquina envenenada también por noviembre. Tenía prisa la Parca por cortar dos hilos y destejer sutilmente la tristeza que hasta ese momento habíamos arrinconado. La Parca es presurosa, pero en su templo también habita la misericordia.

La Muerte es un hábito de doloroso realismo. Es, además, la plenitud de la conciencia cautiva en los calabozos de nuestra carne. Duele y deja cicatrices. Sin embargo, es libertadora de quienes aspiran al obsequio de la eternidad. Queremos guardarnos de ella como el niño que teme fantasmas y monstruos nocturnos. Queremos arrinconar su presencia como un libro polvoriento que causa grima abrir. Todos nuestros conatos, pese a todo, se desvanecen al convocarse la última sombra. Y es primero el dolor; luego la calma y, por fin, la esperanza de que mis abuelos han derrotado esta vigilia.

Triste cometido es el de los abuelos. Ellos nos ven desembarcar con regocijo en la primera estación del mundo. Nosotros, en cambio, debemos acudir tarde o temprano a su despedida irrefutable. Al final de tantas risas, caprichos y llantinas, debemos procurar que su memoria se asiente en la nuestra. Y aunque la Parca signifique para algunos espíritus un nuevo principio esperanzador, los corazones se deleitan al reproducir en nuestro pensamiento el pasado, que no se teme tanto como el futuro.

Noviembre es el mes más cruel. Y lo seguirá siendo hasta el instante en que la última sombra acuda a mí en busca de su deuda. Habré de pagarla irremisiblemente. Pero esa deuda acaso es la más gratificante de todas. Habrá un principio y un reencuentro. Un reencuentro y una dicha. Una dicha y un misterio eternizado.

Señor, concédeles el descanso eterno.

Suplicio, Abraham Ferreira khalil


SUPLICIO

"Amor casi de un vuelo me ha encumbrado
a donde no llegó ni el pensamiento"...
(Fray Luis de León).

No puedo cortar las alas
de tu entronado bullicio
sin que invoque a la memoria
desde su oscuro retiro.

Y ha extendido tu recuerdo,
como el otoño, su hechizo
de soledad y hojarasca,
y nadie podrá impedirlo.

Pensarte será mi hábito,
evitarte un sacrificio.
¡Oh, lluvioso atolladero!
¿a dónde me has conducido?

Por querer cortar las alas
al trono de tus delirios
me he adentrado, temeroso,
en un pasaje de símbolos.

Sin faros que den su aliento,
sin astros, voces e indicios...
Pensarte será mi hábito,
evitarte mi suplicio.


© Abraham Ferreira Khalil


Abraham Ferreira. Indicios



INDICIOS




Porque buscar indicios
es caer en los acantilados de las ausencias y volver a alzarse con las plumas
de un soplo enamorado.

Caer eternamente, huir de la tiniebla;
abrirse paso en una jungla de párpados sumisos
a la inquietud de los que beben,
a la inacción de los que palpan
el hambre redentora de los mitos.

Porque avistar el faro
del suplicio inmediato es resignarse a transitar por esas costas
donde promesas surgen
al levantar la leve inmesidad de alguna roca,
al penetrar nosotros, perdidos, curiosos y alocados,
en alguna gruta para quedar cautivos
como moluscos ínfimos en la piedra.

Y allí nos recluirán estas ausencias,
estos oleajes que van estremeciéndonos
como si algún relámpago surcara
aquellos cuerpos y espíritus extintos.
Y extintos nos juzgamos, sin más músicas.
Perderse nuestras manos en la sal
del horizonte absorto;
hablarse con los cánticos del faro
que siempre nos congrega y, a la vez, nos distancia.

Y extintos nos juzgamos.
Porque buscar indicios
es caer en los acantilados de las ausencias y volver a despertarse
con las plumas de un soplo enamorado.

Así te habré soñado en esas costas del ímpetu sublime;
así me habrás huido como ave migratoria.
No anidas en mis rocas, pues las sientes endebles.
No picas en mi espíritu, pues lo auguras volátil y demente.